Hoy escribe Fernando Bermejo
La aceptación de la pena de muerte es igualmente asumida cuando es impuesta a los herejes por delitos cometidos contra la fe. Como el hereje era considerado también como un criminal que atentaba contra la paz y convivencia religiosa, mucho más importante y necesaria que la armonía civil, su condena a muerte se aceptó sin la menor dificultad.
La Inquisición, respaldada por la doctrina de la Iglesia, fue el fruto de esa ideología. Los historiadores de la Iglesia y los moralistas acostumbran a hacer hincapié en el hecho de que la Iglesia siempre rechazó la participación de clérigos directamente en las ejecuciones, según los celebérrimos adagios "Ecclesia non sitit sanguinem" o "Ecclesia abhorret a sanguine", a menudo como si esto significase una repulsa indirecta de la pena de muerte . Sin embargo, no puede dejar de señalarse que, lejos de ver ahí una condena implícita, una conciencia ética lúcida sólo puede juzgar tal comportamiento como la aceptación de la legitimidad de la pena, cuando no como una muestra de hipocresía. De hecho, con respecto a la Inquisición hay que decir que si bien algunos historiadores han intentado con objetivos apologéticos exculpar a la Iglesia aduciendo que la Inquisición no hacía otra cosa en sus sentencias de relajación que entregar a los reos al brazo secular, lo cierto es que el Estado no hacía sino servir de ejecutor y ministro de sentencias que podían revestirse con fórmulas más o menos eufemísticas, pero que en resumidas cuentas significaban la muerte de los sentenciados. Prueba de ello es que los ministros a quienes eran entregados los reos de la Inquisición invariablemente ejecutaban las sentencias y aun eran amenazados con excomunión en el caso de que se resistiesen a cumplirlas. Por consiguiente, el Santo Oficio era el responsable verdadero de las sentencias que se imponían a los reos de herejía.
De modo sintomático, un cuestionamiento radical del ius gladii o potestad para condenar a muerte sólo se encuentra claramente expresado en grupos calificados de heréticos, como los valdenses, quienes protestaron abiertamente contra la presunta legitimidad de la pena capital y sostuvieron que un hombre no puede ser matado por otros hombres “en ningún caso, en ninguna circunstancia y bajo ningún pretexto”. Ciertamente, no es una casualidad que los primeros brotes abolicionistas sean heréticos y merezcan la primera declaración solemne de un Papa en favor de la pena de muerte. En efecto, en 1210, el papa Inocencio III exige a Durando de Huesca y a sus compañeros valdenses una larga profesión de fe en la que está incluída la declaración de que no peca mortalmente quien ejerza iudicium sanguinis, con tal de que lo haga sin odio y con legalidad:
“En relación con el poder civil afirmamos que, sin caer en pecado mortal, puede ejercitarse el derecho a la pena capital, con tal de que el castigo no se inflija por odio, sino por prudencia; no de manera incauta, sino después de madura reflexión”
Saludos cordiales de Fernando Bermejo
La aceptación de la pena de muerte es igualmente asumida cuando es impuesta a los herejes por delitos cometidos contra la fe. Como el hereje era considerado también como un criminal que atentaba contra la paz y convivencia religiosa, mucho más importante y necesaria que la armonía civil, su condena a muerte se aceptó sin la menor dificultad.
La Inquisición, respaldada por la doctrina de la Iglesia, fue el fruto de esa ideología. Los historiadores de la Iglesia y los moralistas acostumbran a hacer hincapié en el hecho de que la Iglesia siempre rechazó la participación de clérigos directamente en las ejecuciones, según los celebérrimos adagios "Ecclesia non sitit sanguinem" o "Ecclesia abhorret a sanguine", a menudo como si esto significase una repulsa indirecta de la pena de muerte . Sin embargo, no puede dejar de señalarse que, lejos de ver ahí una condena implícita, una conciencia ética lúcida sólo puede juzgar tal comportamiento como la aceptación de la legitimidad de la pena, cuando no como una muestra de hipocresía. De hecho, con respecto a la Inquisición hay que decir que si bien algunos historiadores han intentado con objetivos apologéticos exculpar a la Iglesia aduciendo que la Inquisición no hacía otra cosa en sus sentencias de relajación que entregar a los reos al brazo secular, lo cierto es que el Estado no hacía sino servir de ejecutor y ministro de sentencias que podían revestirse con fórmulas más o menos eufemísticas, pero que en resumidas cuentas significaban la muerte de los sentenciados. Prueba de ello es que los ministros a quienes eran entregados los reos de la Inquisición invariablemente ejecutaban las sentencias y aun eran amenazados con excomunión en el caso de que se resistiesen a cumplirlas. Por consiguiente, el Santo Oficio era el responsable verdadero de las sentencias que se imponían a los reos de herejía.
De modo sintomático, un cuestionamiento radical del ius gladii o potestad para condenar a muerte sólo se encuentra claramente expresado en grupos calificados de heréticos, como los valdenses, quienes protestaron abiertamente contra la presunta legitimidad de la pena capital y sostuvieron que un hombre no puede ser matado por otros hombres “en ningún caso, en ninguna circunstancia y bajo ningún pretexto”. Ciertamente, no es una casualidad que los primeros brotes abolicionistas sean heréticos y merezcan la primera declaración solemne de un Papa en favor de la pena de muerte. En efecto, en 1210, el papa Inocencio III exige a Durando de Huesca y a sus compañeros valdenses una larga profesión de fe en la que está incluída la declaración de que no peca mortalmente quien ejerza iudicium sanguinis, con tal de que lo haga sin odio y con legalidad:
“En relación con el poder civil afirmamos que, sin caer en pecado mortal, puede ejercitarse el derecho a la pena capital, con tal de que el castigo no se inflija por odio, sino por prudencia; no de manera incauta, sino después de madura reflexión”
Saludos cordiales de Fernando Bermejo