Hoy escribe Antonio Piñero
Hace poco más de un mes publiqué en la “Revistadelibros”, que dirige el filósofo y escritor Álvaro Delgado Gal, un ensayo-reseña de cuatro libros que creo de máximo interés para el lector de este Blog. Son los siguientes:
William Horbury, Jewish Messianism and the Cult of Christ, SCM Press, Londres, 1998, 234 pp.
Larry W. Hurtado, ¿Cómo llegó Jesús ser Dios? Cuestiones históricas sobre la primitiva devoción a Jesús, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2013, 157 pp. ISBN: 978-84301-1821-2. Traducción de F. J. Molina de la Torre del original inglés, How on Earth Did Jesus become a God? Historical Questions about Earliest Devotion to Jesus.
James D. G. Dunn, ¿Dieron culto a Jesús los primeros cristianos? Los testimonios del Nuevo Testamento, Editorial Verbo Divino, Estella, 2011, 230 pp. ISBN: 978-84-9945-234-0. Traducción de J. Pérez Escobar, del original inglés, Did the First Christians Worship Jesus? The New Testament Evidence.
Daniel Boyarin, Espacios fronterizos. Judaísmo y cristianismo en la Antigüedad tardía, Editorial Trotta, 2013, 419 pp. ISBN: 978-84-9879-433-5. Traducción de Carlos A. Segovia del original inglés, Border Lines. The Partition of Judaeo-Christianity.
Como la edición, solo electrónica de esta prestigiosa revista, puede pasar desapercibida, voy a presentarles a Ustedes la reseña del primer libro, el de Horbury, y luego, les doy el enlace para el resto del ensayo, como parece conveniente. Como el conjunto del trabajo es larguito, creo que hay lectura para viernes y sábado. Espero que provechosa.
“Tres libros recientes, y un cuarto, de 1998, han planteado de manera diversa e interesante una de las mayores y fundamentales cuestiones de los orígenes del cristianismo: ¿cómo fue posible que un ser humano, el “rabino” Jesús de Nazaret, fuera estimado por sus seguidores, muy poco tiempo después de su muerte, no un simple hombre sino un ser divino? ¿Cómo puede entenderse históricamente este proceso? ¿Debe considerarse como algo único y sin parangón en la historia? Probablemente los lectores de Revistadelibros recordarán que hace poco se comentó en estas “páginas” el libro de Javier Gomá, Necesario pero imposible, que planteaba una cuestión análoga.
El primer libro no ha sido traducido al castellano, aunque lo merece, y afecta directamente al tema, por lo que lo incluimos aquí. Su autor es “Reader” de judaísmo y cristianismo primitivo en el Corpus Christi College de Cambridge. El libro ofrece un nuevo planteamiento de dos temas centrales para el credo cristiano. El primero es la importancia del mesianismo en el judaísmo de la época del Segundo Templo (desde la reconstrucción del santuario de Salomón en el siglo V a.C. hasta su destrucción en el 70 d.C. tras la Gran Revuelta judía iniciada en el 66), menos reconocida por los investigadores de lo que debería; el segundo, el origen del culto a Cristo, en apariencia una manifestación clara de la helenización del cristianismo para muchos estudiosos, pero cuyas raíces, según Horbury, hay que buscarlas en el judaísmo.
El libro comienza con una excelente introducción al “mesianismo” en el Antiguo Testamento, labor absolutamente necesaria porque en este corpus encontramos sólo un mesianismo indirecto. Como afirma con razón Florentino García Martínez, el editor y traductor al español de los Manuscritos del Mar Muerto (Trotta), de las 39 veces que aparece en él el vocablo “mesías” ninguna significa exactamente lo que entendemos hoy por tal término, pero las raíces de las concepciones que posteriormente emplearán el título de ‘mesías’ se hallan en textos del Antiguo Testamento que no emplean tal voca¬blo. Las bendiciones de Jacob (Génesis 49,10), el oráculo de Balaán (Números 24,17), la profecía de Natán (2 Samuel 7) y los salmos reales (como los Salmos 2 y 110) serán desarrollados por Isaías, Jeremías y Ezequiel hacia la espera de un futuro mesías heredero del trono de David. Las promesas de restauración del sacerdocio en Jeremías 33,14-26 y Zacarías 3 son el origen de la creencia en un mesías sacer¬do¬tal. Igual¬mente la misteriosa figu¬ra del siervo de Yahvé de los capítulos 40-55 de Isaías dará como resultado el desarrollo de la esperanza de un ‘mesías sufriente’, y el anuncio de Mal 3,1 de que Dios ha de enviar a su ‘ángel’ como mensajero para prepa¬rar su venida permitirá desarrollar la creencia de un mediador escatológico de origen no terrestre.
Horbury describe con precisión los prototipos mesiánicos, Moisés, David, el Hijo del Hombre de Daniel, El Siervo sufriente, ángeles especiales como Miguel, figuras del Antiguo Testamento que influirán en las ideas mesiánicas cristianas, y expone cómo en la época del Segundo Templo el mesianismo se hace moneda común entre las esperanzas del pueblo judío. El hecho de que la Biblia hebrea fuera traducida al griego (denominada Septuaginta o los “Setenta” traductores) en la Diáspora --desde el 270 a.C. en adelante-- contribuyó notablemente a la consolidación del mesianismo, pues toda ella se convirtió en una suerte de alegato mesiánico por la tarea de edición: ciertas transformaciones del texto base hebreo realizadas voluntariamente en el proceso de esa versión de una lengua a la otra. Horbury insiste con razón en este punto. El mesianismo en el corpus de los Apócrifos del Antiguo Testamento, casi todo él anterior al cristianismo, e igualmente en los escritos de Qumrán, proporciona también la base para afirmar la centralidad y la importancia de las esperanzas mesiánicas previas al cristianismo.
El siguiente paso de Horbury es destacar con toda razón la coherencia esencial del mesianismo a lo largo de siglos de desarrollo y consolidación, digamos hasta finales del siglo I de nuestra era: la figura del mesías, a pesar de tener rasgos variadísimos en el judaísmo, conserva siempre la unión de las esperanzas mesiánicas con la sucesión de reyes y gobernantes o personajes prominentes “israelitas”: Henoc, Melquisedec, Moisés, Josué David… hasta las diez u once “mesías” –Juan Bautista y Jesús de Nazaret incluidos-- que surgen desde la muerte de Herodes el Grande hasta el fin de la Gran Guerra entre Roma e Israel (66-70 d.C.). Incluso cuando el pueblo piensa en una liberación celestial, por Dios mismo o por sus agentes incluidos los ángeles, se trata de algo coherente con lo anterior, pues todo el conjunto se imagina en torno al reino divino en la tierra ejercido a través del rey “mesías”. La tesis central de Horbury es por ello afirmar la existencia de un vínculo de causa – efecto entre este floreciente mesianismo precristiano y el que se dio en la época herodiana y posterior, en la que nace el culto a Cristo como entidad mesiánica divina: ambos mesianismos están centrados en la figura de un rey mesías. Los parecidos entre el culto cristiano y el que se ofrecía a los héroes, soberanos en el mundo pagano no debe sorprender –sostiene Horbury-- porque el mesianismo judío, por la veneración hacia reyes y figuras mesiánicas, compartía muchos rasgos con estos cultos gentiles, principalmente griegos, a personas humanas.
Por tanto, debe insistirse –sostiene Horbury-- en que el mesianismo cristiano se halla en continuidad indudable con las concepciones judías, anteriores y posteriores al cristianismo, de veneración y exaltación de los gobernantes de Israel: el culto a Cristo, el “ungido” como los monarcas israelitas, nace directamente cuando los primeros seguidores de Jesús reconocen su carácter de rey mesiánico celestial. Caer en la cuenta de ello y aceptar sus consecuencias llevó, según Horbury, a venerar a Cristo como divino, un ser a quien conviene incluso la proskínesis (doblar la rodilla ante la divinidad). Ahora bien, los seguidores de Jesús creyeron que su mesianismo comenzó ya en su ministerio terrestre, pero que se hizo patente y se intensificó con su exaltación por Dios en la resurrección. Y desde el cielo volverá a la tierra a implantar definitivamente su reino Los rasgos principales del Cristo viviente y exaltado son ser plenamente “señor y rey/mesías”.
Un punto interesante para los cristianos en la argumentación de nuestro autor es que el judaísmo precristiano había desarrollado ya la noción de un mesías con rasgos angélico-espirituales y celestes, características luego asumidas por el cristianismo. Textos judíos precristianos señalan en primer lugar la coordinación de las tareas angélicas con las labores de las figuras mesiánicas y luego, con más claridad, la concepción de un mesías con verdaderos rasgos angélicos y suprahumanos. Horbury indica cómo se crea dentro del judaísmo incluso una cierta idea de la preexistencia del mesías, si no como figura concreta, sí al menos como concepto. Probablemente debe entenderse del siguiente modo: al igual que los judíos estaban convencidos de que la ley otorgada a Moisés era eterna y preexistía en la mente divina antes de la creación del mundo, del mismo modo el concepto de mesías existía también en la mente de Dios antes del universo. Naturalmente este mesías está muy espiritualizado y es celestial. En torno a la época cristiana ya está bien formada la idea de que el mesías es una figura humana, ciertamente, pero dotada de virtudes y poderes celestes que pueden verse como manifestación y “encarnación” del Espíritu divino. A lo largo de la historia muchos grupos judíos, los cristianos entre ellos, han ido teniendo su mesías; pero han sido los últimos los que han acentuado hasta hoy este aspecto espiritual del mesianismo…, pero todo ello es profundamente judío.
Un problema metodológico de este libro puede ser la abundantísima utilización por parte de Horbury de textos judíos cronológicamente posteriores al Nuevo Testamento para completar las fuentes respecto al mesianismo israelita y los orígenes del cristianismo. Me refiero a los midrasim (composiciones judías que toman pie de uno o varios textos de la Escritura, y los reescriben en clave homilética o teológica para expresar con claridad una noción que no aparece claramente en el texto bíblico), a los targumim/targumes (traducciones parafrásticas del texto hebreo de la Biblia --leída los sábados en las sinagogas, que la gente normal no entendía bien ya que su lengua usual, en Israel, era el arameo, no el hebreo-- que incorporaban el texto original frases complementarias, o eliminaban sentencias aparentemente escandalosas, variaciones éstas que nos dan pistas sobre lo que se pensaba teológicamente en las sinagogas de esos tiempos) y a literatura rabínica en general, originada desde el siglo III d.C. Este sistema de retroproyección de nociones teológicas tomadas de fuentes posteriores está fuertemente lastrado metodológicamente por la dificultad de la fecha de composición, pero Horbury urge al lector a aceptar que, aunque los textos aducidos en refuerzo sean tardíos, sirven al menos para percibir corrientes comunes de exégesis que continúan en el judaísmo tiempo y tiempo sin variaciones perceptibles, líneas de evolución seguras, descubrimiento de textos del Antiguo Testamento que fueron considerados mesiánicos de modo continuo, etc.
En síntesis: aunque ayudado por el entorno de cultos paganos semejantes en su exaltación de seres humanos a entes divinos, el culto a Cristo se deriva directa y concretamente de la veneración muy antigua al soberano “mesiánico” judío (aparezca o no el vocablo “mesías”) dotado de virtudes especiales. Según Horbury, los títulos otorgado a Jesús como cristo o mesías en el Nuevo Testamento –Señor, Hijo del Hombre, Hijo de Dios, Salvador, sumo sacerdote (Epístola a los Hebreos) y Dios directamente (Evangelio Juan, Hebreos, Tito y 2 Pedro)— apuntan hacia una derivación directa de este mesianismo judío, terrenal, espiritual, celeste y poderoso en dones divinos.
El libro de Horbury es de una erudición avasalladora, pero no me acaba de convencer su argumentación. No llego a ver en el mesianismo de Jesús una relación única de causa y efecto sino una de las causas, importante sin duda, que llevan a su culto. Pero no percibo con nitidez una línea de continuidad entre la simple veneración por parte de los judíos del siglo I a las figuras mesiánicas de su pasado y la explosión del culto cristiano a Jesús que muestran ya las cartas de Pablo. No me parece correcto describir la veneración judía por sus héroes mesiánicos como un “culto”. Tampoco veo espontáneamente, al recordar el tenor de las cartas de Pablo, los primeros testimonios cristianos del culto a Cristo, que el Apóstol hubiera concebido a Jesús como una suerte de figura de monarca, un rey angélico/espiritual, lo que hubiera favorecido tal culto (a pesar de su designación de Jesús como “espíritu vivificante” en 1 Corintios 15,45). Sí me parecen acertadas dos cosas señaladas por Horbury: primera, la noción de preexistencia, al menos del concepto de mesías, apunta hacia el camino correcto en la generación de la divinización de Jesús y su culto. Segunda: a juzgar por el contenido del primer discurso de Pedro, recogido en Hechos de los Apóstoles 2, el mesianismo consolidado de Jesús tras su resurrección forma una de las bases sólidas de tal culto (pero no la única). Queda sin aclarar en la obra de Horbury cómo se dio concretamente el paso de la divinización de Jesús y qué razones psicológicas llevaron a los primeros cristianos al culto a su mesías, cuando sus connacionales judíos no lo rendían a las figuras que, según Horbury, eran casi iguales.
Para el resto del ensayo, he aquí el enlace:
http://www.revistadelibros.com/articulos/la-divinizacion-de-jesus
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com
Hace poco más de un mes publiqué en la “Revistadelibros”, que dirige el filósofo y escritor Álvaro Delgado Gal, un ensayo-reseña de cuatro libros que creo de máximo interés para el lector de este Blog. Son los siguientes:
William Horbury, Jewish Messianism and the Cult of Christ, SCM Press, Londres, 1998, 234 pp.
Larry W. Hurtado, ¿Cómo llegó Jesús ser Dios? Cuestiones históricas sobre la primitiva devoción a Jesús, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2013, 157 pp. ISBN: 978-84301-1821-2. Traducción de F. J. Molina de la Torre del original inglés, How on Earth Did Jesus become a God? Historical Questions about Earliest Devotion to Jesus.
James D. G. Dunn, ¿Dieron culto a Jesús los primeros cristianos? Los testimonios del Nuevo Testamento, Editorial Verbo Divino, Estella, 2011, 230 pp. ISBN: 978-84-9945-234-0. Traducción de J. Pérez Escobar, del original inglés, Did the First Christians Worship Jesus? The New Testament Evidence.
Daniel Boyarin, Espacios fronterizos. Judaísmo y cristianismo en la Antigüedad tardía, Editorial Trotta, 2013, 419 pp. ISBN: 978-84-9879-433-5. Traducción de Carlos A. Segovia del original inglés, Border Lines. The Partition of Judaeo-Christianity.
Como la edición, solo electrónica de esta prestigiosa revista, puede pasar desapercibida, voy a presentarles a Ustedes la reseña del primer libro, el de Horbury, y luego, les doy el enlace para el resto del ensayo, como parece conveniente. Como el conjunto del trabajo es larguito, creo que hay lectura para viernes y sábado. Espero que provechosa.
“Tres libros recientes, y un cuarto, de 1998, han planteado de manera diversa e interesante una de las mayores y fundamentales cuestiones de los orígenes del cristianismo: ¿cómo fue posible que un ser humano, el “rabino” Jesús de Nazaret, fuera estimado por sus seguidores, muy poco tiempo después de su muerte, no un simple hombre sino un ser divino? ¿Cómo puede entenderse históricamente este proceso? ¿Debe considerarse como algo único y sin parangón en la historia? Probablemente los lectores de Revistadelibros recordarán que hace poco se comentó en estas “páginas” el libro de Javier Gomá, Necesario pero imposible, que planteaba una cuestión análoga.
El primer libro no ha sido traducido al castellano, aunque lo merece, y afecta directamente al tema, por lo que lo incluimos aquí. Su autor es “Reader” de judaísmo y cristianismo primitivo en el Corpus Christi College de Cambridge. El libro ofrece un nuevo planteamiento de dos temas centrales para el credo cristiano. El primero es la importancia del mesianismo en el judaísmo de la época del Segundo Templo (desde la reconstrucción del santuario de Salomón en el siglo V a.C. hasta su destrucción en el 70 d.C. tras la Gran Revuelta judía iniciada en el 66), menos reconocida por los investigadores de lo que debería; el segundo, el origen del culto a Cristo, en apariencia una manifestación clara de la helenización del cristianismo para muchos estudiosos, pero cuyas raíces, según Horbury, hay que buscarlas en el judaísmo.
El libro comienza con una excelente introducción al “mesianismo” en el Antiguo Testamento, labor absolutamente necesaria porque en este corpus encontramos sólo un mesianismo indirecto. Como afirma con razón Florentino García Martínez, el editor y traductor al español de los Manuscritos del Mar Muerto (Trotta), de las 39 veces que aparece en él el vocablo “mesías” ninguna significa exactamente lo que entendemos hoy por tal término, pero las raíces de las concepciones que posteriormente emplearán el título de ‘mesías’ se hallan en textos del Antiguo Testamento que no emplean tal voca¬blo. Las bendiciones de Jacob (Génesis 49,10), el oráculo de Balaán (Números 24,17), la profecía de Natán (2 Samuel 7) y los salmos reales (como los Salmos 2 y 110) serán desarrollados por Isaías, Jeremías y Ezequiel hacia la espera de un futuro mesías heredero del trono de David. Las promesas de restauración del sacerdocio en Jeremías 33,14-26 y Zacarías 3 son el origen de la creencia en un mesías sacer¬do¬tal. Igual¬mente la misteriosa figu¬ra del siervo de Yahvé de los capítulos 40-55 de Isaías dará como resultado el desarrollo de la esperanza de un ‘mesías sufriente’, y el anuncio de Mal 3,1 de que Dios ha de enviar a su ‘ángel’ como mensajero para prepa¬rar su venida permitirá desarrollar la creencia de un mediador escatológico de origen no terrestre.
Horbury describe con precisión los prototipos mesiánicos, Moisés, David, el Hijo del Hombre de Daniel, El Siervo sufriente, ángeles especiales como Miguel, figuras del Antiguo Testamento que influirán en las ideas mesiánicas cristianas, y expone cómo en la época del Segundo Templo el mesianismo se hace moneda común entre las esperanzas del pueblo judío. El hecho de que la Biblia hebrea fuera traducida al griego (denominada Septuaginta o los “Setenta” traductores) en la Diáspora --desde el 270 a.C. en adelante-- contribuyó notablemente a la consolidación del mesianismo, pues toda ella se convirtió en una suerte de alegato mesiánico por la tarea de edición: ciertas transformaciones del texto base hebreo realizadas voluntariamente en el proceso de esa versión de una lengua a la otra. Horbury insiste con razón en este punto. El mesianismo en el corpus de los Apócrifos del Antiguo Testamento, casi todo él anterior al cristianismo, e igualmente en los escritos de Qumrán, proporciona también la base para afirmar la centralidad y la importancia de las esperanzas mesiánicas previas al cristianismo.
El siguiente paso de Horbury es destacar con toda razón la coherencia esencial del mesianismo a lo largo de siglos de desarrollo y consolidación, digamos hasta finales del siglo I de nuestra era: la figura del mesías, a pesar de tener rasgos variadísimos en el judaísmo, conserva siempre la unión de las esperanzas mesiánicas con la sucesión de reyes y gobernantes o personajes prominentes “israelitas”: Henoc, Melquisedec, Moisés, Josué David… hasta las diez u once “mesías” –Juan Bautista y Jesús de Nazaret incluidos-- que surgen desde la muerte de Herodes el Grande hasta el fin de la Gran Guerra entre Roma e Israel (66-70 d.C.). Incluso cuando el pueblo piensa en una liberación celestial, por Dios mismo o por sus agentes incluidos los ángeles, se trata de algo coherente con lo anterior, pues todo el conjunto se imagina en torno al reino divino en la tierra ejercido a través del rey “mesías”. La tesis central de Horbury es por ello afirmar la existencia de un vínculo de causa – efecto entre este floreciente mesianismo precristiano y el que se dio en la época herodiana y posterior, en la que nace el culto a Cristo como entidad mesiánica divina: ambos mesianismos están centrados en la figura de un rey mesías. Los parecidos entre el culto cristiano y el que se ofrecía a los héroes, soberanos en el mundo pagano no debe sorprender –sostiene Horbury-- porque el mesianismo judío, por la veneración hacia reyes y figuras mesiánicas, compartía muchos rasgos con estos cultos gentiles, principalmente griegos, a personas humanas.
Por tanto, debe insistirse –sostiene Horbury-- en que el mesianismo cristiano se halla en continuidad indudable con las concepciones judías, anteriores y posteriores al cristianismo, de veneración y exaltación de los gobernantes de Israel: el culto a Cristo, el “ungido” como los monarcas israelitas, nace directamente cuando los primeros seguidores de Jesús reconocen su carácter de rey mesiánico celestial. Caer en la cuenta de ello y aceptar sus consecuencias llevó, según Horbury, a venerar a Cristo como divino, un ser a quien conviene incluso la proskínesis (doblar la rodilla ante la divinidad). Ahora bien, los seguidores de Jesús creyeron que su mesianismo comenzó ya en su ministerio terrestre, pero que se hizo patente y se intensificó con su exaltación por Dios en la resurrección. Y desde el cielo volverá a la tierra a implantar definitivamente su reino Los rasgos principales del Cristo viviente y exaltado son ser plenamente “señor y rey/mesías”.
Un punto interesante para los cristianos en la argumentación de nuestro autor es que el judaísmo precristiano había desarrollado ya la noción de un mesías con rasgos angélico-espirituales y celestes, características luego asumidas por el cristianismo. Textos judíos precristianos señalan en primer lugar la coordinación de las tareas angélicas con las labores de las figuras mesiánicas y luego, con más claridad, la concepción de un mesías con verdaderos rasgos angélicos y suprahumanos. Horbury indica cómo se crea dentro del judaísmo incluso una cierta idea de la preexistencia del mesías, si no como figura concreta, sí al menos como concepto. Probablemente debe entenderse del siguiente modo: al igual que los judíos estaban convencidos de que la ley otorgada a Moisés era eterna y preexistía en la mente divina antes de la creación del mundo, del mismo modo el concepto de mesías existía también en la mente de Dios antes del universo. Naturalmente este mesías está muy espiritualizado y es celestial. En torno a la época cristiana ya está bien formada la idea de que el mesías es una figura humana, ciertamente, pero dotada de virtudes y poderes celestes que pueden verse como manifestación y “encarnación” del Espíritu divino. A lo largo de la historia muchos grupos judíos, los cristianos entre ellos, han ido teniendo su mesías; pero han sido los últimos los que han acentuado hasta hoy este aspecto espiritual del mesianismo…, pero todo ello es profundamente judío.
Un problema metodológico de este libro puede ser la abundantísima utilización por parte de Horbury de textos judíos cronológicamente posteriores al Nuevo Testamento para completar las fuentes respecto al mesianismo israelita y los orígenes del cristianismo. Me refiero a los midrasim (composiciones judías que toman pie de uno o varios textos de la Escritura, y los reescriben en clave homilética o teológica para expresar con claridad una noción que no aparece claramente en el texto bíblico), a los targumim/targumes (traducciones parafrásticas del texto hebreo de la Biblia --leída los sábados en las sinagogas, que la gente normal no entendía bien ya que su lengua usual, en Israel, era el arameo, no el hebreo-- que incorporaban el texto original frases complementarias, o eliminaban sentencias aparentemente escandalosas, variaciones éstas que nos dan pistas sobre lo que se pensaba teológicamente en las sinagogas de esos tiempos) y a literatura rabínica en general, originada desde el siglo III d.C. Este sistema de retroproyección de nociones teológicas tomadas de fuentes posteriores está fuertemente lastrado metodológicamente por la dificultad de la fecha de composición, pero Horbury urge al lector a aceptar que, aunque los textos aducidos en refuerzo sean tardíos, sirven al menos para percibir corrientes comunes de exégesis que continúan en el judaísmo tiempo y tiempo sin variaciones perceptibles, líneas de evolución seguras, descubrimiento de textos del Antiguo Testamento que fueron considerados mesiánicos de modo continuo, etc.
En síntesis: aunque ayudado por el entorno de cultos paganos semejantes en su exaltación de seres humanos a entes divinos, el culto a Cristo se deriva directa y concretamente de la veneración muy antigua al soberano “mesiánico” judío (aparezca o no el vocablo “mesías”) dotado de virtudes especiales. Según Horbury, los títulos otorgado a Jesús como cristo o mesías en el Nuevo Testamento –Señor, Hijo del Hombre, Hijo de Dios, Salvador, sumo sacerdote (Epístola a los Hebreos) y Dios directamente (Evangelio Juan, Hebreos, Tito y 2 Pedro)— apuntan hacia una derivación directa de este mesianismo judío, terrenal, espiritual, celeste y poderoso en dones divinos.
El libro de Horbury es de una erudición avasalladora, pero no me acaba de convencer su argumentación. No llego a ver en el mesianismo de Jesús una relación única de causa y efecto sino una de las causas, importante sin duda, que llevan a su culto. Pero no percibo con nitidez una línea de continuidad entre la simple veneración por parte de los judíos del siglo I a las figuras mesiánicas de su pasado y la explosión del culto cristiano a Jesús que muestran ya las cartas de Pablo. No me parece correcto describir la veneración judía por sus héroes mesiánicos como un “culto”. Tampoco veo espontáneamente, al recordar el tenor de las cartas de Pablo, los primeros testimonios cristianos del culto a Cristo, que el Apóstol hubiera concebido a Jesús como una suerte de figura de monarca, un rey angélico/espiritual, lo que hubiera favorecido tal culto (a pesar de su designación de Jesús como “espíritu vivificante” en 1 Corintios 15,45). Sí me parecen acertadas dos cosas señaladas por Horbury: primera, la noción de preexistencia, al menos del concepto de mesías, apunta hacia el camino correcto en la generación de la divinización de Jesús y su culto. Segunda: a juzgar por el contenido del primer discurso de Pedro, recogido en Hechos de los Apóstoles 2, el mesianismo consolidado de Jesús tras su resurrección forma una de las bases sólidas de tal culto (pero no la única). Queda sin aclarar en la obra de Horbury cómo se dio concretamente el paso de la divinización de Jesús y qué razones psicológicas llevaron a los primeros cristianos al culto a su mesías, cuando sus connacionales judíos no lo rendían a las figuras que, según Horbury, eran casi iguales.
Para el resto del ensayo, he aquí el enlace:
http://www.revistadelibros.com/articulos/la-divinizacion-de-jesus
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
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