Escribe Pedro Castillo Maldonado
Otro tipo de corrupción que encontramos en la documentación es de carácter económico. A este campo pertenecen tanto las disputas territoriales, como las ganancias económicas irregulares del clero.
Respecto de lo primero, el concilio II de Sevilla (año 619) ―un sínodo provincial que nos transmite una fotografía muy precisa de las diócesis meridionales de comienzos del siglo VII― presenta una rica casuística. Allí el obispo Teodulfo de Málaga expuso cómo las diócesis de Écija, Granada y Cabra habían ganado territorialmente en detrimento de su propia jurisdicción (Conc. II Hisp., c. 1).
En relación con lo segundo, las ganancias económicas ilegítimas del clero, ya se ocupa de ellas in extenso el temprano concilio de Tarragona (año 516), conminando a que no se permita a los eclesiásticos comerciar abusivamente o ejercer la usura, ni a los prelados exceder de la tercia de las rentas de las iglesias a las que llegaban con motivo de su visita diocesana anual (cánones 2, 3 y 8). Incluso la venta de los sacramentos será una práctica común (c. 8).
Una vez más, conviene aclarar que en modo alguno era algo propio o exclusivo de las iglesias visigóticas. Fuera del ámbito godo, en el Reino suevo, contamos con una variopinta casuística en el concilio II de Braga (año 572). Allí advertimos a obispos que exigían estipendios a las iglesias diocesanas y rapiñaban las oblaciones de los feligreses hasta el extremo de originar la ruina de las mismas, a la vez que trataban como esclavos a sus clérigos (Conc. II Brac., c. 2).
Tan erróneo sería entender que los obispos suevos incurrían en estas corruptelas con más asiduidad que sus colegas del Reino visigodo, como que pusiesen más empeño en la corrección de estas faltas. Los nombramientos por simonía eran pues tan odiosos ―tan corruptos― a ojos de los allí reunidos… como comunes. Cinco años después el concilio VI de Toledo (año 638) se vería obligado a tratar de nuevo el tema, con nulos o exiguos resultados según demuestra la reiteración de la condena de la simonía en los concilios XI de Toledo (año 675) y III de Braga (año 675). La confusión entre patrimonio eclesiástico y personal suponía un extraordinario aliciente para los obispos y el resto de los clérigos, e incrementaba las posibilidades de enriquecimiento de unos y otros.
El obispo Gaudencio constituye todo un paradigma, pues dispuso de los bienes eclesiásticos, esclavos y libertos de la iglesia astigitana, en beneficio de sus parientes (Conc. I Hisp., c. 1-2). También los obispos galaicos denunciaban a quienes no dudaban en usar de los siervos de las iglesias en beneficio propio y con descuido del patrimonio eclesiástico (Conc. III Brac., c. 8). Pese a todo, un conjunto de normas al respecto y al carácter inalienable de los bienes eclesiásticos, los obispos dispusieron del patrimonio de las iglesias como si de comunes propietarios se trataran, no distinguiendo entre bienes personales y eclesiásticos, lo que propició innumerables problemas. Masona al final de sus días pretendía liberar a los siervos de la Iglesia como parte de su penitencia y acto energético-caritativo, pero al archidiácono Eleuterio (designado como coadjutor con derecho a sucesión) esta acción le parecería una pérdida patrimonial inadmisible. Su actitud soberbia habría de constarle ―ultio diuina, castigo divino― la vida, siendo finalmente Inocencio quien sucediera en la cátedra al santo varón Masona.
Sin embargo Eleuterio, tan denostado en el relato de las Vidas de los Santos Padres Emeritenses, encontró finalmente reposo eterno en la basílica de santa Eulalia. La presencia del sepulcro del archidiácono en tan excepcional lugar tal vez deba explicarse por formar parte de uno de los sectores existentes en el seno del clero emeritense, enfrentados muy probablemente por cuestiones patrimoniales. Eleuterio y sus partidarios sólo pudieron alcanzar momentáneamente la primacía, siendo derrotados finalmente por la facción de Inocencio ―y posiblemente del redactor de la biografía de Masona―.
Por su parte, el obispo Ricimiro también testó en favor de los pobres, pero esquilmando los bienes pertenecientes de la cátedra dumiense si hemos de dar crédito a los padres sinodales que revisaron su proceder en el concilio X de Toledo, del año 656 (item aliud Podríamos decir que la causa profunda de toda esta corrupción residía en la propia ideología de la institución, aristocrática y conformada por patronazgos personales, algo que se advierte nítidamente en las peticiones a favor de un candidato a la cátedra mentesana, Emila: el más importante de sus méritos era su origen noble, y los peticionarios ―Hermenegildo, Sunilano y Sesuldo― muy posiblemente fueran patrocinados de éste. Es clarificador de cómo el episcopado no dependía de las virtudes cristianas del candidato, sino de su posición social y de las relaciones que ésta conllevaba.
Con esta premisa, los obispos, auténticos aristócratas, tenían tal sentido patrimonial de su cátedra que llegaban a nombrar a sus sucesores como si el obispado se tratara de una herencia personal, según hemos advertido en la iglesia emeritense respecto de Paulo y Fidel. Con anterioridad también había sido el caso de Nundinario, que expresó su deseo de que le sucediera Ireneo, tal vez un familiar suyo en grado muy cercano, a quien no había dudado en nombrar obispo en un municipio de la diócesis de Barcelona, plausiblemente Tarrasa. Por más que el papa Hilario y los reunidos en la iglesia de Santa María de Roma se escandalizasen ante lo acontecido en la tarraconense (Epist. XV), avanzando el tiempo asistiremos a auténticas dinastías episcopales visigóticas.
Otra corrupción que afectaba a los eclesiásticos tenía que ver con la esfera política. Independientemente de la valoración que desde la óptica actual comporte la participación innegable de los clérigos en intentos de usurpación del trono, suponía una importante corrupción, por cuanto era un quebrantamiento del juramento de fidelidad con el monarca, que ―no se olvide― se consideraba un ungido de Dios a modo de vicario. Tal vez el caso más emblemático sea el del obispo Sisiberto de Toledo, que tuvo un papel muy principal en una conjura contra el rey Egica. Su actuación fue juzgada los días previos al concilio XVI de Toledo (año 693). La asamblea, convocada por el mismo Egica, se abrió con la lectura del tomo regio, en el que se exhortaba a los sinodales a condenar a quienes conjuraran contra la vida del monarca, sin excepción alguna.
La respuesta del sínodo no se haría esperar. Dedica una de sus disposiciones a garantizar la protección de la familia regia. Allí se afirma que, frente a la maligna obstinación de los conspiradores, el rey Egica se había mostrado generoso y magnánimo con ellos (Conc. XVI Tolet., c. 9). Pensamos que estamos ante un do ut des, esto es, que los padres sinodales ―tal vez temerosos de una investigación más exhaustiva― corresponden a la benevolencia del príncipe con la declaración de protección a su familia. De ser así, podríamos decir que es una suerte de «borrón y cuenta nueva»: el rey no investigaba más, a cambio de una promesa de protección para sus allegados y herederos. Es algo que cobra sentido si consideramos el ascendente que en el resto de las iglesias peninsulares necesariamente tendría el obispo toledano, que por lo que respecta a la ciudad regia sería aún mayor de tratarse de un antiguo abad de Agali.
En suma, la conjura frustrada contra Egica, en su rama clerical, bien pudiera no limitarse a Sisiberto, y muy posiblemente el concilio vería con alivio una condena restringida a éste. que ―ocasionalmente― incluso crearon sus propios episcopados. En 681 el obispo Esteban de Mérida confesaba ante sus colegas reunidos en concilio cómo había sido obligado por presiones del rey a hacer una nueva ordenación episcopal.
Seguiremos.
Saludos cordiales de Pedro Castillo Maldonado
y de Antonio Piñero
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Otro tipo de corrupción que encontramos en la documentación es de carácter económico. A este campo pertenecen tanto las disputas territoriales, como las ganancias económicas irregulares del clero.
Respecto de lo primero, el concilio II de Sevilla (año 619) ―un sínodo provincial que nos transmite una fotografía muy precisa de las diócesis meridionales de comienzos del siglo VII― presenta una rica casuística. Allí el obispo Teodulfo de Málaga expuso cómo las diócesis de Écija, Granada y Cabra habían ganado territorialmente en detrimento de su propia jurisdicción (Conc. II Hisp., c. 1).
En relación con lo segundo, las ganancias económicas ilegítimas del clero, ya se ocupa de ellas in extenso el temprano concilio de Tarragona (año 516), conminando a que no se permita a los eclesiásticos comerciar abusivamente o ejercer la usura, ni a los prelados exceder de la tercia de las rentas de las iglesias a las que llegaban con motivo de su visita diocesana anual (cánones 2, 3 y 8). Incluso la venta de los sacramentos será una práctica común (c. 8).
Una vez más, conviene aclarar que en modo alguno era algo propio o exclusivo de las iglesias visigóticas. Fuera del ámbito godo, en el Reino suevo, contamos con una variopinta casuística en el concilio II de Braga (año 572). Allí advertimos a obispos que exigían estipendios a las iglesias diocesanas y rapiñaban las oblaciones de los feligreses hasta el extremo de originar la ruina de las mismas, a la vez que trataban como esclavos a sus clérigos (Conc. II Brac., c. 2).
Tan erróneo sería entender que los obispos suevos incurrían en estas corruptelas con más asiduidad que sus colegas del Reino visigodo, como que pusiesen más empeño en la corrección de estas faltas. Los nombramientos por simonía eran pues tan odiosos ―tan corruptos― a ojos de los allí reunidos… como comunes. Cinco años después el concilio VI de Toledo (año 638) se vería obligado a tratar de nuevo el tema, con nulos o exiguos resultados según demuestra la reiteración de la condena de la simonía en los concilios XI de Toledo (año 675) y III de Braga (año 675). La confusión entre patrimonio eclesiástico y personal suponía un extraordinario aliciente para los obispos y el resto de los clérigos, e incrementaba las posibilidades de enriquecimiento de unos y otros.
El obispo Gaudencio constituye todo un paradigma, pues dispuso de los bienes eclesiásticos, esclavos y libertos de la iglesia astigitana, en beneficio de sus parientes (Conc. I Hisp., c. 1-2). También los obispos galaicos denunciaban a quienes no dudaban en usar de los siervos de las iglesias en beneficio propio y con descuido del patrimonio eclesiástico (Conc. III Brac., c. 8). Pese a todo, un conjunto de normas al respecto y al carácter inalienable de los bienes eclesiásticos, los obispos dispusieron del patrimonio de las iglesias como si de comunes propietarios se trataran, no distinguiendo entre bienes personales y eclesiásticos, lo que propició innumerables problemas. Masona al final de sus días pretendía liberar a los siervos de la Iglesia como parte de su penitencia y acto energético-caritativo, pero al archidiácono Eleuterio (designado como coadjutor con derecho a sucesión) esta acción le parecería una pérdida patrimonial inadmisible. Su actitud soberbia habría de constarle ―ultio diuina, castigo divino― la vida, siendo finalmente Inocencio quien sucediera en la cátedra al santo varón Masona.
Sin embargo Eleuterio, tan denostado en el relato de las Vidas de los Santos Padres Emeritenses, encontró finalmente reposo eterno en la basílica de santa Eulalia. La presencia del sepulcro del archidiácono en tan excepcional lugar tal vez deba explicarse por formar parte de uno de los sectores existentes en el seno del clero emeritense, enfrentados muy probablemente por cuestiones patrimoniales. Eleuterio y sus partidarios sólo pudieron alcanzar momentáneamente la primacía, siendo derrotados finalmente por la facción de Inocencio ―y posiblemente del redactor de la biografía de Masona―.
Por su parte, el obispo Ricimiro también testó en favor de los pobres, pero esquilmando los bienes pertenecientes de la cátedra dumiense si hemos de dar crédito a los padres sinodales que revisaron su proceder en el concilio X de Toledo, del año 656 (item aliud Podríamos decir que la causa profunda de toda esta corrupción residía en la propia ideología de la institución, aristocrática y conformada por patronazgos personales, algo que se advierte nítidamente en las peticiones a favor de un candidato a la cátedra mentesana, Emila: el más importante de sus méritos era su origen noble, y los peticionarios ―Hermenegildo, Sunilano y Sesuldo― muy posiblemente fueran patrocinados de éste. Es clarificador de cómo el episcopado no dependía de las virtudes cristianas del candidato, sino de su posición social y de las relaciones que ésta conllevaba.
Con esta premisa, los obispos, auténticos aristócratas, tenían tal sentido patrimonial de su cátedra que llegaban a nombrar a sus sucesores como si el obispado se tratara de una herencia personal, según hemos advertido en la iglesia emeritense respecto de Paulo y Fidel. Con anterioridad también había sido el caso de Nundinario, que expresó su deseo de que le sucediera Ireneo, tal vez un familiar suyo en grado muy cercano, a quien no había dudado en nombrar obispo en un municipio de la diócesis de Barcelona, plausiblemente Tarrasa. Por más que el papa Hilario y los reunidos en la iglesia de Santa María de Roma se escandalizasen ante lo acontecido en la tarraconense (Epist. XV), avanzando el tiempo asistiremos a auténticas dinastías episcopales visigóticas.
Otra corrupción que afectaba a los eclesiásticos tenía que ver con la esfera política. Independientemente de la valoración que desde la óptica actual comporte la participación innegable de los clérigos en intentos de usurpación del trono, suponía una importante corrupción, por cuanto era un quebrantamiento del juramento de fidelidad con el monarca, que ―no se olvide― se consideraba un ungido de Dios a modo de vicario. Tal vez el caso más emblemático sea el del obispo Sisiberto de Toledo, que tuvo un papel muy principal en una conjura contra el rey Egica. Su actuación fue juzgada los días previos al concilio XVI de Toledo (año 693). La asamblea, convocada por el mismo Egica, se abrió con la lectura del tomo regio, en el que se exhortaba a los sinodales a condenar a quienes conjuraran contra la vida del monarca, sin excepción alguna.
La respuesta del sínodo no se haría esperar. Dedica una de sus disposiciones a garantizar la protección de la familia regia. Allí se afirma que, frente a la maligna obstinación de los conspiradores, el rey Egica se había mostrado generoso y magnánimo con ellos (Conc. XVI Tolet., c. 9). Pensamos que estamos ante un do ut des, esto es, que los padres sinodales ―tal vez temerosos de una investigación más exhaustiva― corresponden a la benevolencia del príncipe con la declaración de protección a su familia. De ser así, podríamos decir que es una suerte de «borrón y cuenta nueva»: el rey no investigaba más, a cambio de una promesa de protección para sus allegados y herederos. Es algo que cobra sentido si consideramos el ascendente que en el resto de las iglesias peninsulares necesariamente tendría el obispo toledano, que por lo que respecta a la ciudad regia sería aún mayor de tratarse de un antiguo abad de Agali.
En suma, la conjura frustrada contra Egica, en su rama clerical, bien pudiera no limitarse a Sisiberto, y muy posiblemente el concilio vería con alivio una condena restringida a éste. que ―ocasionalmente― incluso crearon sus propios episcopados. En 681 el obispo Esteban de Mérida confesaba ante sus colegas reunidos en concilio cómo había sido obligado por presiones del rey a hacer una nueva ordenación episcopal.
Seguiremos.
Saludos cordiales de Pedro Castillo Maldonado
y de Antonio Piñero
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