Notas

La corrupción temprana del cristianismo (III) (548)

Redactado por Antonio Piñero el Miércoles, 31 de Diciembre 2014 a las 12:48

Hoy escribe Antonio Piñero

En la última entrega de este miniserie hice una cita del l Prof. Dr. Ramón Teja, en su artículo “El oro de Cirilo de Alejandría: compra de voluntades y sobornos en el Concilio Ecuménico de Éfeso I (431)” 327-337, publicado en la obra, G. Bravo - R. González Salinero (eds.), LA CORRUPCIÓN EN EL MUNDO ROMANO, Editorial Signifer, Madrid 2008. Y dije que iba a poner unos ejemplos sobre la corrupción eclesiástica. Son tres:

1: Las comidas con las autoridades
2: Los inicios del negocio de las reliquias.

Empiezo con el número 1 y utilizo el material del Dr. Teja. Retomo la cita repitiendo algo de lo que ya cité para tomar bien el hilo:

“Si ya resulta difícil y arriesgado establecer comparaciones entre países actuales sobre la valoración social de la corrupción, mucho más lo es, con el riesgo de caer en anacronismos groseros, trasladar nuestros hábitos y esquemas de valores a otras épocas históricas. Es una constatación evidente que la política en el Mundo Romano se basaba en formas de actuación que con nuestros esquemas de moral pública actual podríamos calificar sin ninguna duda como «corrupción». La venta de cargos, el nepotismo, el clientelismo, los favoritismos de todo tipo, etc., estaban profundamente arraigados en la praxis y las mentalidades colectivas de la época.

“Quizá la cuestión radica en saber hasta qué punto estas prácticas eran compatibles y desembocaron o no en una «privatización» del poder del Estado y luego de la Iglesia que con el tiempo, y con su asentamiento definitivo en el mundo grecorromano a partir del siglo IV se convierte, también y no solo, en otra estructura de poder. Nos vamos a limitar a plantear el tema/hipótesis de trabajo de que las formas de corrupción imperantes en el Imperio fueron aceptadas sin escrúpulos y, a veces, ampliamente superadas por los poderes eclesiásticos. Lo cual no debe extrañar. La Iglesia es una institución que surge en el Imperio Romano, se desarrolla y consolida durante el Imperio adaptándose a las mentalidades y formas de ejercicio del poder dominantes en la sociedad del momento.

El ejemplo nº 1, el contacto / banquetes con las autoridades para conseguir bienes para la Iglesia, o al revés, de las autoridades para conseguir algo que la Iglesia de otro modo no hubiera dado merece ser comentado con palabras del mismo Prof. Teja, porque la mentalidad es en ciertos aspectos muy parecida a la de ahora, y en otros hemos avanzado algo, quizás en que ya las cosas se hacen con mayor disimulo:

“En la sociedad romana ser admitido a la presencia de un poderoso significaba mucho más de lo que seguramente representa para nosotros. El acceso era acordado previamente, tras oportuna y meditada reflexión, pues implicaba escuchar al que accedía, condescender eventualmente a sus peticiones, prometer favores y, por lo tanto, concederle algún elemento de poder. Y la forma más apreciada era poder sentarse a la mesa con el poderoso. Ello suponía una especial atención para el privilegiado, porque no se hacía de una forma discreta y todos sabían lo que esto significaba. Un privilegio como éste era tan ambicionado que el poderoso senador del siglo IV Petronio Probo se vanagloriaba en su epitafio de «que disfrutó de la distinción de sentarse a la mesa con el emperador, conversando con él y con sus amigos» (CIL VI, 1756, lín. 11 E; cónsul en el 371, murió después del 388).

“En este contexto se puede explicar el significado de un pasaje de Eusebio de Cesarea en la Vita Constantini en que describe el banquete que Constantino ofreció a todos los obispos presentes en el Concilio de Nicea:

“Por el mismo tiempo se cumplió el vigésimo aniversario de su subida al Imperio. Mientras que en las restantes regiones se llevaban a cabo celebraciones públicas, el emperador en persona tuvo la iniciativa de organizar un banquete en homenaje de los ministros de Dios, y el hecho de comportarse como un comensal más con los que había hecho las paces, era como si rindiera, a través de ellos, este adecuado sacrificio. Y no faltó ningún obispo al festín imperial.

“El evento resultó de una grandiosidad superior a cualquiera intento de descripción: doríforos, hoplitas con las hojas de sus espadas desenvainadas, en círculo, velaban en guardia los accesos al palacio, por en medio de ellos, pasaban libres del temor los hombres de Dios, y se internaban en lo más íntimo de la mansión. Después, mientras algunos se acostaban junto a él, otros se recostaron en los lechos de madera, instalados a ambos costados. Uno podría imaginarse que se estaba representando una imagen del reino de Cristo y que lo que estaba ocurriendo «un sueño era, que no la realidad» (Odis., XIX, 547). Tras concluir de modo tan brillante el festín, todavía el emperador recibió a los presentes entre corteses saludos honrando con magnanimidad a cada uno con sus dádivas personales, según su rango (Vita Const., 3, 15). No sorprende que después todos los obispos asintiesen a las fórmulas dogmáticas patrocinadas por el Emperador”

Segundo ejemplo: en el 326 o a inicios del 327, Constantino envió a su madre, Elena, a las provincias de Oriente. Elena, según Eusebio, tenía solo una finalidad piadosa: viajar a Tierra Santa para conocerla y agradecer a Dios el don de haberle concedido su hijo Constantino. Pero la verdadera finalidad, como señala la historiadora Pepa Castillo, en su obra fue con el fin de conseguir la fidelidad de los cristianos, y sobre todo de sus obispos, a la causa del Emperador en Oriente, a saber afianzar allí su poder y conseguir finalmente ser el único augusto/emperador en las dos partes del Imperio. Y la manera era repartir abundantes dones que los obispos aceptaban muy gustosos. En concreto sobre Jerusalén estamos bien informados. Cuenta la tradición que fue a Elena a la que se le ocurrió la idea de construir una basílica encima de la gruta en recuerdo de la natividad del Salvador, pues desde mediados del siglo II se decía que Jesús había nacido en una gruta cercana a Belén, donde había además un pesebre. Sin embargo, lo más probable es que la primera idea fuera del obispo de Jerusalén y que santa Elena se encontrarse con los trabajos ya iniciados. Para ganarse la voluntad del obispo Macario, aportó cuantiosos medios económicos de modo que la obra siguió adelante. Parece que hacia el 327, y bajo la supervisión del obispo, los trabajos iban ya de tal modo que en el 333, con los nuevos dineros de Elena la estaba la basílica concluida.
Del obispo Macario se cuenta que fue el “inventor” de la reliquia, muy prestigiada, del Lignum Crucis. En las excavaciones ordenadas por santa Elena en el Gólgota se hallaron tres cruces (la de Jesús y sus dos “acompañantes”, muy probablemente seguidores suyos, no pacíficos, sino armados contra el Imperio). La cuestión era saber cuál era la de Cristo. Macario tomó las tres cruces y las acercó al lecho de una noble dama moribunda y e hicieron que su cuerpo rozara las tres cruces. Solo una de ellas hizo que la dama sanara al instante. También se dice que se hallaron los tres clavos que habían sujetado a Jesús en la cruz. Lo cierto es que, a partir de estos hallazgos, el comercio con estas reliquias fue tremendamente exitoso. Macario y luego su sucesor, Cirilo de Jerusalén, hicieron de su diócesis una de las más ricas de Oriente. El gran negocio de las reliquias había comenzado de una manera oficial.

En la época de Constantino y hasta bien entrado el siglo V encontramos un par de movimientos en la comunidad cristiana que optan decididamente por una iglesia de los pobres y de los puros, lo cual es un indicio absolutamente claro de que entre la masa de los cristianos se percibían síntomas de corrupción económica. Estos grupos son, por orden cronológico, el de los donatistas y los priscilianistas.

Seguiremos.

Saludos cordiales de Antonio Piñero
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com
Miércoles, 31 de Diciembre 2014
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