Hoy escribe Fernando Bermejo
Hoy comienzo a comentar brevemente un libro reciente de Karen Armstrong, En defensa de Dios. El sentido de la religión, Paidós, Barcelona, 2009 (he Case for God. What Religion Really Means<, Random House, London, 2009).
El propósito de este libro de la prolífica ex-monja católica y sedicente “monoteísta freelance” es ambicioso, como muestra ya la combinación de título y subtítulo. Lejos de ser un tratado a favor de la existencia de Dios –que la autora, creyente, presupone– pretende constituir una respuesta a las críticas a la religión formulada por los “nuevos ateos” (y, de paso, a los fundamentalistas religiosos de toda índole).
Los traductores Agustín López y María Tabuyo han hecho, como de costumbre, un buen trabajo. Pocos lapsus son detectables –la mención del s. XVII en lugar del VII (p. 62), la versión de una cifra errónea de musulmanes (“mil millones trescientos mil” en lugar de “mil trescientos millones”: p. 333) o la del adjetivo “superhuman” por el substantivo “superhombre” (p. 337)–, pero debe tenerse en cuenta que hay diversos errores ya en el texto original, varios de los cuales han sido subsanados en la versión castellana.
Nos hallamos ante un libro de tesis: la religión en su forma tradicional –en diferentes culturas, ya desde las cavernas de Lascaux- habría estado caracterizada por una intuición que se ha perdido y debería ser recuperada: el único modo de acceder al Dios trascendente e irreductible a los esfuerzos humanos por aprehenderlo (“El Dios desconocido” se titula la primera parte del libro) es mediante una forma de vida que consiste en el cultivo de una praxis exigente y disciplinada y permite un modo diferente de consciencia, una forma especialmente sutil y profunda de experimentar la realidad.
Según Armstrong, en algún momento de la modernidad (“el Dios moderno” es el título de la segunda parte) se habría producido una perversión de esa concepción: la conversión de la religión en un asunto de creencia, de tal modo que el asentimiento a ciertos dogmas, y no la praxis, determinaría el valor de la adhesión. En esta concepción –juzgada como reduccionista y errónea- de la religión como un conjunto de postulados sobre la naturaleza de Dios, el mundo y el ser humano coincidirían tanto los creyentes como los ateos modernos.
Lo dicho permite entrever ya que el libro no es una obra de historia o filosofía, sino de teología: está destinado a rescatar la idea de Dios tanto de sus "denigradores" como de los más ardientes –en ocasiones, literalmente- fundamentalistas, de tal modo que sustrae la religión a toda posible crítica. La autora sugiere además que el ateísmo es algo llamado a ser superado (pp. 349ss y passim). Todo esto, con los arbitrarios juicios de valor que comporta, resulta sospechoso en alguien que no se presenta como teóloga, sino como historiadora de las religiones. En realidad, Armstrong no tiene talante de historiadora, aunque sí lo tiene, como veremos, de teóloga.
Continuará.
Saludos cordiales de Fernando Bermejo