Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Historia de Drusiana
La historia de esta mujer, esposa del que fuera general de Éfeso, ocupa un lugar destacado entre las tradiciones sobre Juan y concretamente en el contexto de este Apócrifo. Una vez que llegaron a Éfeso Juan y sus compañeros, se alojaron en casa de Andrónico, a donde acudieron los hermanos de la ciudad. Mientras todos gozaban de la presencia del apóstol, un cierto personaje, emisario de Satanás, se enamoró perdidamente de Drusiana aun sabiendo que era mujer casada.
Sus amigos trataron de disuadirle recordándole que ya había tenido problemas con su marido por haber adoptado una conducta de castidad absoluta. Nos enteramos ahora que su marido Andrónico la había encerrado en una tumba para hacerla morir si no renovaba su vida marital. Si no había consentido hacer vida de casada con su propio marido, no podía esperar el enamorado que cediera a sus pretensiones adúlteras.
Drusiana se sentía preocupada por haberse convertido en motivo de escándalo. Había contraído unas fiebres y pedía a Dios que la librara de causar el quebranto espiritual de aquel hombre. Y en efecto, Drusiana dejó esta vida en presencia de Juan y triste por las circunstancias causantes del desenlace. Su esposo Andrónico, entristecido especialmente por el modo del suceso, era consolado por Juan, conocedor de la virtud de la difunta. Pero el mismo Juan participaba de la tristeza de Andrónico. Y a los hermanos, que se congregaron para escuchar lo que diría sobre la difunta, les dirigió un largo discurso acerca de la importancia de cuidar lo eterno frente a lo efímero, el fin conseguido frente a un futuro inseguro.
Pero mientras Juan pronunciaba aquellos discursos, tuvo lugar el intento del enamorado de Drusiana, quien compró del administrador de Andrónico la facultad de entrar en la tumba de la difunta para ejecutar en su cuerpo los planes que el mismo diablo había puesto en su intención. El enamorado, Calímaco de nombre, se decía pensando en Drusiana: “Ya que no quisiste unirte conmigo en vida, te ultrajaré después de muerta” (c. 70,2). Valiéndose, pues, del corrupto administrador de Drusiana, abrieron la puerta de la sepultura y comenzaron a despojar el cadáver de sus vestidos. Y cuando solamente quedaba sobe el cuerpo de la mujer un camisón de franja doble, (la versión latina de los Milagros de Juan habla del “velo de la parte genital”), ocurrió un espectáculo tremendo. Surgió una serpiente que atacó al administrador y lo mató; a Calímaco, no lo mordió, sino que se enrolló en sus pies y se subió sobre él.
Al día siguiente, que era el tercero tras la muerte de Drusiana, iban muy de mañana al sepulcro Juan, Andrónico y los hermanos para celebrar allí la eucaristía. Buscaron las llaves de la tumba, pero no las encontraron. Entonces Juan dijo a Andrónico: “Se han perdido con razón, pues Drusiana no está ya en el sepulcro”. Cuando llegaron al monumento, se abrieron solas las puertas, y ellos vieron sobre la tumba a un joven hermoso que sonreía. Juan clamó en un grito: “También hasta aquí nos has precedido” (c. 73,1). Se oyó entonces una voz que decía: “He venido por causa de Drusiana, a la que vas a resucitar, y por el que ha muerto cerca de su tumba”. Y el Hermoso subió al cielo a la vista de todos.
Enseguida vio Juan en la otra parte del sepulcro a un joven y a una serpiente dormida sobre él. Igualmente descubrió al administrador, de nombre Fortunato, mordido por la serpiente y ya cadáver. El apóstol quedó desconcertado. Pero Andrónico entró en la tumba, vio a Drusiana vestida solamente con el camisón de doble franja, comprendió el proceso de lo ocurrido. Explicó entonces a Juan cómo Calímaco se había enamorado de Drusiana, a la que no había podido seducir. Y tal como confesó a sus amigos, había intentado ultrajarla después de muerta. Dios había evitado el ultraje castigando a los atrevidos por medio de la serpiente. Andrónico pidió a Juan que resucitara primero a Calímaco en la seguridad de que confirmaría sus sospechas. Así lo hizo Juan, quien preguntó al joven qué pretendía cuando entró en la tumba. Calímaco confirmó cuanto había dicho Andrónico. El apóstol quiso saber si había dado cumplimiento a sus insidias. Contestó el joven que no había habido posibilidad desde el momento en que la serpiente se interpuso delante de ellos, derribó a Fortunato y a él lo había dejado en el estado en que lo habían encontrado. Daba detalles del suceso contando que cuando ya había despojado a la mujer de sus vestiduras y volvía para ejecutar su locura, contempló a un joven hermosísimo que la cubría con su manto. De su rostro brotaban rayos de luz hacia el rostro de la mujer. Después le dijo: “Calímaco, muere para que vivas”.
Ese relato será luego la base de ciertos aspectos del resultado. Porque la realidad es que Calímaco sale muy bien parado del trance, en el que él era el verdadero responsable. Pero el augurio de su resurrección para la vida marca en cierto modo toda la trayectoria de su arrepentimiento. No sabía quién era el que lo sacaba de su enredo, pero acabó comprendiendo que era un ángel de Dios. El hombre muerto, el adúltero, el libertino, es ahora un hombre creyente y piadoso. Había resucitado, en efecto, en otro hombre, lo que glosa con gozo Juan. Pues no solamente alaba la actitud del resucitado, sino que descubre en él signos de un destino nuevo.
Andrónico pidió a Juan que resucitara también a Drusiana, puesto que ya era creyente el que había sido causa de la tristeza que la había llevado a la muerte. Y así lo hizo el apóstol con una fórmula llena de autoridad y confianza: “Drusiana, levántate” (c. 80,1). La mujer salió de su sepulcro, sorprendida al verse medio desnuda, a Juan postrado en tierra y a Calímaco sumido en oración y hecho un mar de lágrimas. Su esposo Andrónico le dio una completa información de todo lo sucedido.
Drusiana se vistió y descubrió a Fortunato tendido en el suelo y muerto. El gesto de la resucitada no podía ser más generoso. Pidió a Juan que también lo resucitara a pesar de haber tramado contra ella la peor traición. Calímaco no estaba de acuerdo con el deseo de Drusiana, basado en que la visión no había dicho nada al respecto. Juan, en cambio, hizo una apología del perdón universal que Dios concedía a todos los pecadores, empezando por Calímaco. Drusiana elevó una oración en la que recordaba los favores que Dios le había otorgado, incluso cuando su “antiguo marido” pretendía forzarla contra su voluntad. Acabó pidiendo la resurrección de Fortunato tomando la mano del traidor y diciendo: “Levántate, Fortunato, en el nombre de Jesucristo, nuestro Señor, aunque hayas sido el máximo enemigo de la sierva de Dios” (c. 83,1). Fortunato se levantó, contempló la situación, para él insoportable y huyó de la tumba.
Juan hizo un comentario del suceso en el que venía a concluir que Fortunato no tenía ni meritos ni disposición para resucitar. A continuación, tomó Juan pan para partirlo allí. Y después de una sentida plegaria, “hizo partícipes a todos los hermanos de la eucaristía del Señor” (c. 86,1). Anunció luego que había conocido en espíritu que Fortunato debía morir por la mordedura de la serpiente. Aunque vuelto a la vida por la plegaria de Drusiana, Fortunato no merecía vivir sin la correspondiente conversión. Uno de los jóvenes fue corriendo y lo encontró hinchado y muerto, pues la mancha negra había alcanzado ya el corazón. Cuando anunció a Juan que Fortunato había muerto hacía tres horas, Juan dijo: “Recuperas a tu hijo, oh diablo” (c. 86,2).
Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Historia de Drusiana
La historia de esta mujer, esposa del que fuera general de Éfeso, ocupa un lugar destacado entre las tradiciones sobre Juan y concretamente en el contexto de este Apócrifo. Una vez que llegaron a Éfeso Juan y sus compañeros, se alojaron en casa de Andrónico, a donde acudieron los hermanos de la ciudad. Mientras todos gozaban de la presencia del apóstol, un cierto personaje, emisario de Satanás, se enamoró perdidamente de Drusiana aun sabiendo que era mujer casada.
Sus amigos trataron de disuadirle recordándole que ya había tenido problemas con su marido por haber adoptado una conducta de castidad absoluta. Nos enteramos ahora que su marido Andrónico la había encerrado en una tumba para hacerla morir si no renovaba su vida marital. Si no había consentido hacer vida de casada con su propio marido, no podía esperar el enamorado que cediera a sus pretensiones adúlteras.
Drusiana se sentía preocupada por haberse convertido en motivo de escándalo. Había contraído unas fiebres y pedía a Dios que la librara de causar el quebranto espiritual de aquel hombre. Y en efecto, Drusiana dejó esta vida en presencia de Juan y triste por las circunstancias causantes del desenlace. Su esposo Andrónico, entristecido especialmente por el modo del suceso, era consolado por Juan, conocedor de la virtud de la difunta. Pero el mismo Juan participaba de la tristeza de Andrónico. Y a los hermanos, que se congregaron para escuchar lo que diría sobre la difunta, les dirigió un largo discurso acerca de la importancia de cuidar lo eterno frente a lo efímero, el fin conseguido frente a un futuro inseguro.
Pero mientras Juan pronunciaba aquellos discursos, tuvo lugar el intento del enamorado de Drusiana, quien compró del administrador de Andrónico la facultad de entrar en la tumba de la difunta para ejecutar en su cuerpo los planes que el mismo diablo había puesto en su intención. El enamorado, Calímaco de nombre, se decía pensando en Drusiana: “Ya que no quisiste unirte conmigo en vida, te ultrajaré después de muerta” (c. 70,2). Valiéndose, pues, del corrupto administrador de Drusiana, abrieron la puerta de la sepultura y comenzaron a despojar el cadáver de sus vestidos. Y cuando solamente quedaba sobe el cuerpo de la mujer un camisón de franja doble, (la versión latina de los Milagros de Juan habla del “velo de la parte genital”), ocurrió un espectáculo tremendo. Surgió una serpiente que atacó al administrador y lo mató; a Calímaco, no lo mordió, sino que se enrolló en sus pies y se subió sobre él.
Al día siguiente, que era el tercero tras la muerte de Drusiana, iban muy de mañana al sepulcro Juan, Andrónico y los hermanos para celebrar allí la eucaristía. Buscaron las llaves de la tumba, pero no las encontraron. Entonces Juan dijo a Andrónico: “Se han perdido con razón, pues Drusiana no está ya en el sepulcro”. Cuando llegaron al monumento, se abrieron solas las puertas, y ellos vieron sobre la tumba a un joven hermoso que sonreía. Juan clamó en un grito: “También hasta aquí nos has precedido” (c. 73,1). Se oyó entonces una voz que decía: “He venido por causa de Drusiana, a la que vas a resucitar, y por el que ha muerto cerca de su tumba”. Y el Hermoso subió al cielo a la vista de todos.
Enseguida vio Juan en la otra parte del sepulcro a un joven y a una serpiente dormida sobre él. Igualmente descubrió al administrador, de nombre Fortunato, mordido por la serpiente y ya cadáver. El apóstol quedó desconcertado. Pero Andrónico entró en la tumba, vio a Drusiana vestida solamente con el camisón de doble franja, comprendió el proceso de lo ocurrido. Explicó entonces a Juan cómo Calímaco se había enamorado de Drusiana, a la que no había podido seducir. Y tal como confesó a sus amigos, había intentado ultrajarla después de muerta. Dios había evitado el ultraje castigando a los atrevidos por medio de la serpiente. Andrónico pidió a Juan que resucitara primero a Calímaco en la seguridad de que confirmaría sus sospechas. Así lo hizo Juan, quien preguntó al joven qué pretendía cuando entró en la tumba. Calímaco confirmó cuanto había dicho Andrónico. El apóstol quiso saber si había dado cumplimiento a sus insidias. Contestó el joven que no había habido posibilidad desde el momento en que la serpiente se interpuso delante de ellos, derribó a Fortunato y a él lo había dejado en el estado en que lo habían encontrado. Daba detalles del suceso contando que cuando ya había despojado a la mujer de sus vestiduras y volvía para ejecutar su locura, contempló a un joven hermosísimo que la cubría con su manto. De su rostro brotaban rayos de luz hacia el rostro de la mujer. Después le dijo: “Calímaco, muere para que vivas”.
Ese relato será luego la base de ciertos aspectos del resultado. Porque la realidad es que Calímaco sale muy bien parado del trance, en el que él era el verdadero responsable. Pero el augurio de su resurrección para la vida marca en cierto modo toda la trayectoria de su arrepentimiento. No sabía quién era el que lo sacaba de su enredo, pero acabó comprendiendo que era un ángel de Dios. El hombre muerto, el adúltero, el libertino, es ahora un hombre creyente y piadoso. Había resucitado, en efecto, en otro hombre, lo que glosa con gozo Juan. Pues no solamente alaba la actitud del resucitado, sino que descubre en él signos de un destino nuevo.
Andrónico pidió a Juan que resucitara también a Drusiana, puesto que ya era creyente el que había sido causa de la tristeza que la había llevado a la muerte. Y así lo hizo el apóstol con una fórmula llena de autoridad y confianza: “Drusiana, levántate” (c. 80,1). La mujer salió de su sepulcro, sorprendida al verse medio desnuda, a Juan postrado en tierra y a Calímaco sumido en oración y hecho un mar de lágrimas. Su esposo Andrónico le dio una completa información de todo lo sucedido.
Drusiana se vistió y descubrió a Fortunato tendido en el suelo y muerto. El gesto de la resucitada no podía ser más generoso. Pidió a Juan que también lo resucitara a pesar de haber tramado contra ella la peor traición. Calímaco no estaba de acuerdo con el deseo de Drusiana, basado en que la visión no había dicho nada al respecto. Juan, en cambio, hizo una apología del perdón universal que Dios concedía a todos los pecadores, empezando por Calímaco. Drusiana elevó una oración en la que recordaba los favores que Dios le había otorgado, incluso cuando su “antiguo marido” pretendía forzarla contra su voluntad. Acabó pidiendo la resurrección de Fortunato tomando la mano del traidor y diciendo: “Levántate, Fortunato, en el nombre de Jesucristo, nuestro Señor, aunque hayas sido el máximo enemigo de la sierva de Dios” (c. 83,1). Fortunato se levantó, contempló la situación, para él insoportable y huyó de la tumba.
Juan hizo un comentario del suceso en el que venía a concluir que Fortunato no tenía ni meritos ni disposición para resucitar. A continuación, tomó Juan pan para partirlo allí. Y después de una sentida plegaria, “hizo partícipes a todos los hermanos de la eucaristía del Señor” (c. 86,1). Anunció luego que había conocido en espíritu que Fortunato debía morir por la mordedura de la serpiente. Aunque vuelto a la vida por la plegaria de Drusiana, Fortunato no merecía vivir sin la correspondiente conversión. Uno de los jóvenes fue corriendo y lo encontró hinchado y muerto, pues la mancha negra había alcanzado ya el corazón. Cuando anunció a Juan que Fortunato había muerto hacía tres horas, Juan dijo: “Recuperas a tu hijo, oh diablo” (c. 86,2).
Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro