Notas

Juan de Zebedeo en la literatura apócrifa (HchJnPr)

Redactado por Antonio Piñero el Lunes, 18 de Octubre 2010 a las 07:08

Hoy escribe Gonzalo del Cerro

El ministerio de Juan en Patmos

El Apóstol continuaba su ministerio en la isla de Patmos predicando, catequizando y administrando el bautismo a los conversos. “Al día siguiente” después de los sucesos relacionados con Cínope, Juan salió de la casa de Mirón. Iba acompañado por Prócoro y por los treinta iluminados; con ellos se dirigió al hipódromo. Un judío, llamado Filón, experto en el conocimiento de la Ley, se puso a discutir con Juan acerca de los libros de Moisés y de los Profetas. Juan y Filón disentían en amplios espacios, ya que Filón insistía en la letra mientras que Juan interpretaba la Escritura según el espíritu. De acuerdo con sus criterios, Juan recordaba a Filón que la interpretación de la Biblia no tenía necesidad de vana palabrería, sino de un corazón puro.

Pero una vez más, pudo más el milagro que la dialéctica. Cuando Juan se apartó de Filón, se encontró con un joven aquejado de gravísima fiebre. Al lado del enfermo estaba un joven que interpeló a Juan a favor del febricitante. La respuesta no pudo ser más eficaz: “En el nombre de Jesucristo, de quien soy heraldo y siervo, levántate y vete sano a tu casa” (c. 31,2). Filón observó el prodigio y se acercó humildemente a Juan para preguntarle: “¿Qué es el amor? Juan dijo: “Dios es amor, y el que posee el amor, posee a Dios” (c. 32,1). Estas palabras están tomadas literalmente del pasaje de la primera carta del apóstol Juan (4,8), en la que también se hace una reflexión basada en esta afirmación. Una vez más, el Apócrifo hace una cita intencionada sin referencia expresa. Llama la atención la pregunta fuera de contexto y sin que preceda ninguna mención previa. Solamente sirve de pretexto para la glosa del texto de Juan sobre el tema.

Partiendo de la afirmación de Juan, Filón invitó a Juan a su casa para comer con él en amistad y compañía. La mujer de Filón, enferma de lepra, tenía conocimiento de la doctrina de Juan y le pidió la gracia del sello en Cristo. Apenas recibió el bautismo, quedó repentinamente limpia de la lepra. Al ver Filón el efecto del bautismo en su mujer, se postró a los pies de Juan y le pidió la misma gracia que había recibido su mujer. Juan “catequizó y bautizó” en el nombre de la Trinidad al pendenciero Filón (c. 32,2).

“Al día siguiente” salieron Juan y Prócoro de la casa de Mirón y se dirigieron al mar, en cuyas riberas había una muchedumbre reunida, que escuchaba de buen grado las instrucciones de Juan (c. 33). Acudieron los sacerdotes de Apolo, los mismos que habían recurrido a Cínope para pedirle ayuda contra el que había destruido el templo de su dios. Uno de aquellos sacerdotes pretendió tentar a Juan. Le habló de un hijo, cojo de ambos pies, cuya curación solicitaba con la promesa de convertirse a la fe del Crucificado. Exigía, además, que Juan curara primero al hijo enfermo. Pero el Apóstol le anunció que permanecería, él también, cojo de ambos pies. Entretanto, envió a Prócoro a buscar al hijo de sacerdote, al que ordenó ir caminando hasta donde estaba Juan. Se levantó y fue caminando hasta postrarse de hinojos ante el Apóstol. El padre vio lo sucedido con su hijo y se puso a gritar pidiendo piedad. Juan le hizo por tres veces la señal de la cruz y lo curó el momento. Después bautizó al padre y al hijo, quienes lo invitaron a su casa y a su mesa.

“Al día siguiente fuimos”, cuenta Prócoro, a un pórtico denominado Domecia. Había allí gran cantidad de gente que escuchaba la palabra de Juan. Entre los oyentes estaba un hombre enfermo de hidropesía desde hacía dieciséis años, que no podía ni pronunciar palabra ni ponerse en pie. Pidió con señas papel y tinta, y escribió dos líneas para Juan: “Apóstol de Cristo, Juan, yo miserable te ruego que tengas piedad de mi enfermedad” (c. 34.1). Juan le contestó con el mismo sistema escribiéndole que, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo quedaba libre de su enfermedad. El argumento del milagro animó a la muchedumbre a escuchar con mayor interés la palabra del Apóstol. Por su parte, el hidrópico curado se postró a los pies de Juan pidiendo el “sello en Cristo”. En efecto, Juan lo bautizó en el nombre de la Trinidad.

Cuando dejaban el pórtico de Domecia, se les acercó un emisario del gobernador, que solicitaba la urgente ayuda de Juan. El caso era que la mujer del gobernador estaba de parto, pero no acababa de dar a luz. Y sucedió que apenas puso Juan los pies en la casa de gobernador, la mujer pudo liberarse de la pesadumbre de su estado. A la pregunta de Juan sobre los motivos de su llamada, el gobernador le respondió que aspiraba a que su casa quedara bendecida por el Apóstol. La condición, en opinión de Juan, era que el gobernador debía creer en Cristo, el Hijo de Dios. La pronta respuesta del gobernador despejó cualquier sombra de duda: “He creído y creo en el Dios que te ha enviado para la salvación de todos los hombres que habitan en esta isla” (c. 35,2). Tal confesión no merecía menos que el bautismo que Juan administró al gobernador de Patmos. Su esposa solicitó la misma gracia, pero Juan le contestó que no era posible hasta que no saliera de la cuarentena. Pero se quedó en aquella casa durante tres días.

La permanencia en la capital de la isla había durado tres años. De allí salieron Juan y Prócoro para dirigirse a Mirinusa, población distante cincuenta millas. Se trataba de una pequeña población que poseía numerosos templos dedicados a los ídolos, a los que sus ciudadanos llamaban sus dioses. Alrededor de la ciudad corría un río, junto al que se preparaba la celebración de la neomenia del mes de Loos en el lugar llamado Piasterion. Allí estaba los principales de la ciudad con doce jóvenes atados a los que pensaban sacrificar en honor del dios Licos. Juan preguntó a uno de los presentes si él podía contemplar también al dios y le pidió que se lo mostrara a cambio de una perla de valor incalculable. Mientras hablaba Juan con el buen hombre, salía del río el dios, el demonio llamado Lico. Al punto se dirigió Juan a él de forma directa: “A ti te digo, espíritu malo: Escúchame” (c. 36,4). Y después de saber que moraba en aquel lugar desde hacía sesenta años, le intimó con autoridad: “Te ordeno en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo que salgas de esta isla”.

Cuando el hombre, que guiaba a Juan, vio que el espíritu malvado le obedecía literalmente desapareciendo de su vista, se postró a los pies del Apóstol queriendo saber quién era como para tener tan gran poder sobre los dioses. Cuando Juan le explicó que era discípulo de Cristo que le había enviado para desenmascarar a los demonios y librar a los hombres de su dominio, quiso ser también discípulo de aquel Cristo. De manera que, previa instrucción, lo bautizó en la forma acostumbrada. Ésa era la perla que Juan le había prometido.

En aquel momento llegaban los sacerdotes que llevaban a los doce jóvenes destinados al sacrificio. Tenían ya la espadas prontas para usarlas cuando el dios se lo ordenara, pero Juan les dirigió una orden llena de autoridad: “Oh varones que desconocéis el camino de la verdad, al demonio llamado Lico acabo de arrojarlo de esta isla en el nombre de Jesucristo, el Hijo de Dios. Vuestro afán en este lugar es, por tanto, inútil. Desatad a los muchachos, y yo os contaré del espíritu que os engañaba, cómo pretendía perder vuestras almas y la de estos muchachos” (c. 36,7). Como los sacerdotes permanecían silenciosos y desconcertados, Juan repitió la orden insistiendo en la idea de que el dios había sido expulsado y desterrado definitivamente de aquel lugar. Desató a los jóvenes y los envió a sus casas; quitó luego las espadas de las manos de los sacerdotes sin que ninguno de ellos opusiera la menor resistencia. Los presentes quedaron admirados y gozosos, sobre todo, por la liberación de los jóvenes. Aunque, como era de esperar, Juan se granjeó con su gesto la hostilidad de los sacerdotes de Lico.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 18 de Octubre 2010
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