Escribe Gonzalo del Cerro
La literatura apócrifa, testigo de la tradición
La teología proclama que la revelación ha llegado a la Iglesia por dos caminos: la Sagrada Escritura y la Tradición. Son las dos fuentes clásicas de la revelación. Dios ha hablado a través de los libros inspirados. Pero su voz ha seguido sonando “muchas veces y de distintas maneras”, si se me permite hacer uso de la fórmula inicial de la epístola bíblica a los hebreos (Heb 1, 1). En muchos pasos, en repetidas entregas, con testigos y testimonios diversos Dios ha hablado a nuestros padres. Y esa “palabra de Dios, que no está encadenada”, como leemos en la segunda carta a Timoteo (2 Tim 2, 9), sigue sembrando su doctrina, su semilla, su magisterio.
Cuando el apóstol Pablo comunicaba a los corintios el anuncio más importante de la historia cristiana, es decir, la muerte y la resurrección de Cristo, se servía de dos verbos característicos: paradídōmi y paralambanō transmitir y recibir. “Os he transmitido (parédōka) lo que yo he recibido (parélabon)” (1 Cor 15, 3). Era la práctica de la “parádosis”, la transmisión, la tradición. La teología se construye con el apoyo de esas dos grandes bases: la Biblia y la Tradición. La transmisión de unas doctrinas que van tomando poco a poco cuerpo compacto en lo que el autor de las Pastorales califica como “depósito” (parathēkē), un depósito que hay que guardar cuidadosamente con la ayuda de Dios (1 Tim 6, 20; 2 Tim 1, 12.14).
Una escala importante en el proceso de formación de ese depósito es el amplio conjunto de la literatura apócrifa. El calificativo de “apócrifo” se ha ido cargando con el tiempo de connotaciones negativas. Su contraposición con los escritos canónicos produjo la falsa apreciación de que se enfrentaban unas obras inspiradas, aceptadas en el Canon y transmisoras de la verdad, con otras no inspiradas, no admitidas en el Canon y sin las debidas garantías de credibilidad. En la lengua corriente, el término “apócrifo” ha venido a significar algo así como lo que no es auténtico, con ciertos matices de falsedad, cuando no de engaño.
Orígenes (s. III), al comentar el principio del evangelio de Lucas, recuerda que los evangelios fueron no solamente los cuatro aceptados y confiados a las iglesias cristianas. Otros muchos autores, como dice Lucas, “intentaron ordenar la narración” (conati sunt ordinare narrationem), pero no lo consiguieron, porque les faltaba la gracia del Espíritu Santo (Homilia in Lucam I, PG 13, c. 1802). Al hecho de que no fueran reconocidos como inspirados y canónicos se añadió el detalle de que obras apócrifas fueron utilizadas y manipuladas por los herejes, que fueron los que dieron al calificativo de “apócrifos” el matiz de reservados para su secta y apartados o retirados del uso común.
Desde el punto de vista etimológico, el término “apócrifo” se deriva de apokrýptō (separar, ocultar). La realidad es que la terminología ha venido a significar un conjunto de escritos, paralelo por su género literario a los libros bíblicos, pero que no han sido reconocidos como sagrados ni incluidos en el Canon o lista de libros inspirados. De ahí que la relación de los apócrifos del Nuevo Testamento comprenda evangelios, hechos, cartas y apocalipsis. Ello no es impedimento para que tales obras sean un testimonio vivo de la fe de su tiempo. Es verdad que los Apócrifos contienen abundantes elementos de carácter legendario, pero no lo es menos que sus enseñanzas son la expresión histórica de una fe, que pasó con el tiempo al “depósito” de la doctrina oficial del pueblo cristiano. Los libros apócrifos no han dejado solamente vestigios en la liturgia y en al arte, sino que son en ocasiones la única fuente documental de dogmas importantes para la Iglesia. Fueron en muchos aspectos otros tantos modelos de los "Cristianismos derrotados" por la postura oficial de la Iglesia según la expresión de Antonio Piñero.
Saludos de Gonzalo del Cerro
La literatura apócrifa, testigo de la tradición
La teología proclama que la revelación ha llegado a la Iglesia por dos caminos: la Sagrada Escritura y la Tradición. Son las dos fuentes clásicas de la revelación. Dios ha hablado a través de los libros inspirados. Pero su voz ha seguido sonando “muchas veces y de distintas maneras”, si se me permite hacer uso de la fórmula inicial de la epístola bíblica a los hebreos (Heb 1, 1). En muchos pasos, en repetidas entregas, con testigos y testimonios diversos Dios ha hablado a nuestros padres. Y esa “palabra de Dios, que no está encadenada”, como leemos en la segunda carta a Timoteo (2 Tim 2, 9), sigue sembrando su doctrina, su semilla, su magisterio.
Cuando el apóstol Pablo comunicaba a los corintios el anuncio más importante de la historia cristiana, es decir, la muerte y la resurrección de Cristo, se servía de dos verbos característicos: paradídōmi y paralambanō transmitir y recibir. “Os he transmitido (parédōka) lo que yo he recibido (parélabon)” (1 Cor 15, 3). Era la práctica de la “parádosis”, la transmisión, la tradición. La teología se construye con el apoyo de esas dos grandes bases: la Biblia y la Tradición. La transmisión de unas doctrinas que van tomando poco a poco cuerpo compacto en lo que el autor de las Pastorales califica como “depósito” (parathēkē), un depósito que hay que guardar cuidadosamente con la ayuda de Dios (1 Tim 6, 20; 2 Tim 1, 12.14).
Una escala importante en el proceso de formación de ese depósito es el amplio conjunto de la literatura apócrifa. El calificativo de “apócrifo” se ha ido cargando con el tiempo de connotaciones negativas. Su contraposición con los escritos canónicos produjo la falsa apreciación de que se enfrentaban unas obras inspiradas, aceptadas en el Canon y transmisoras de la verdad, con otras no inspiradas, no admitidas en el Canon y sin las debidas garantías de credibilidad. En la lengua corriente, el término “apócrifo” ha venido a significar algo así como lo que no es auténtico, con ciertos matices de falsedad, cuando no de engaño.
Orígenes (s. III), al comentar el principio del evangelio de Lucas, recuerda que los evangelios fueron no solamente los cuatro aceptados y confiados a las iglesias cristianas. Otros muchos autores, como dice Lucas, “intentaron ordenar la narración” (conati sunt ordinare narrationem), pero no lo consiguieron, porque les faltaba la gracia del Espíritu Santo (Homilia in Lucam I, PG 13, c. 1802). Al hecho de que no fueran reconocidos como inspirados y canónicos se añadió el detalle de que obras apócrifas fueron utilizadas y manipuladas por los herejes, que fueron los que dieron al calificativo de “apócrifos” el matiz de reservados para su secta y apartados o retirados del uso común.
Desde el punto de vista etimológico, el término “apócrifo” se deriva de apokrýptō (separar, ocultar). La realidad es que la terminología ha venido a significar un conjunto de escritos, paralelo por su género literario a los libros bíblicos, pero que no han sido reconocidos como sagrados ni incluidos en el Canon o lista de libros inspirados. De ahí que la relación de los apócrifos del Nuevo Testamento comprenda evangelios, hechos, cartas y apocalipsis. Ello no es impedimento para que tales obras sean un testimonio vivo de la fe de su tiempo. Es verdad que los Apócrifos contienen abundantes elementos de carácter legendario, pero no lo es menos que sus enseñanzas son la expresión histórica de una fe, que pasó con el tiempo al “depósito” de la doctrina oficial del pueblo cristiano. Los libros apócrifos no han dejado solamente vestigios en la liturgia y en al arte, sino que son en ocasiones la única fuente documental de dogmas importantes para la Iglesia. Fueron en muchos aspectos otros tantos modelos de los "Cristianismos derrotados" por la postura oficial de la Iglesia según la expresión de Antonio Piñero.
Saludos de Gonzalo del Cerro