Hoy escribe Fernando Bermejo
Aunque este no es un blog de reflexión filosófica, los lectores atentos se habrán percatado de que quien esto escribe concibe la actividad intelectual como indisociable de una tarea ética. Comprender e iluminar la realidad, para uno mismo y para otros, supone dotar de instrumentos para el examen lúcido de esta, y por tanto para desenmascarar las altísimas (inagotables) dosis de autoengaño, distorsión y tergiversación de lo real que constituyen los discursos humanos. Resulta claro que en el ámbito de la religión estos fenómenos de mistificación se nos ofrecen por doquier, con el añadido de que los intensos compromisos emocionales que genera favorecen la confusión perpetua del autoengaño con la Verdad.
En su obra A History of Christianity. The First Three Thousand Years, Diarmaid MacCulloch ha escrito historia sin perder de vista esa dimensión ética de la actividad intelectual cabal. Lo ha hecho, en un sentido muy básico, ya en la medida en que ha escrito con mucho cuidado y reflexión. Como ya señalé en su momento, MacCulloch no ha escrito su obra como se escriben tantas otras –cada vez más en nuestro tiempo–, es decir, a toda prisa y sin pensar lo suficiente, sino con la atención y el tiempo que requiere la obra de un orfebre de la palabra, aunque de un orfebre que es más que un esteta onanista productor de fuegos de artificio, porque la palabra es el medio en que aspiramos a decir lo real y, por tanto, el lugar de la verdad y (también) de su mistificación. MacCulloch no ha querido con su obra simplemente escribir un libro con el que obtener dinero y reconocimiento, sino producir una obra intelectualmente honrada, y prestar con ello un servicio poderoso y real a sus lectores.
Por otro lado, y lo que es no menos relevante, MacCulloch ha explicitado la dimensión moral de la historia, y de su propia obra, en la Introducción a su libro:
“No me avergüenza afirmar que aunque los historiadores modernos no tienen una capacidad especial para ser árbitros de la verdad o, más en general, de la religión, desempeñan de todos modos una tarea moral. Deberían buscar promover la razón y poner freno a la retórica que alimenta el fanatismo. No hay un fundamento más seguro para el fanatismo que la mala historia, la cual es, invariablemente, una historia simplificada en exceso”.
El modo de promover la cordura es no solo elaborar una descripción lo más independiente e imparcial posible, sino, como dice el autor unas líneas antes, “ayudar a los lectores a tomar distancia respecto al cristianismo, sea que lo amen o lo detesten, o tengan simplemente curiosidad por él”. Tomar distancia significa que, quienes tienden a identificar el cristianismo con una Verdad hipostasiada tengan la oportunidad de hacerse conscientes no solo de la gran cantidad de arbitrariedad, violencia y miseria moral que existe en la historia del cristianismo, sino también del carácter mudable, transitorio y a menudo idiota de sus doctrinas. Significa también, desde luego, al mismo tiempo, que quienes tengan la tendencia contraria (la de identificar al cristianismo con una Mentira hipostasiada), se tornen capaces de apreciar las dimensiones de dignidad, verdad y decencia que existen en la historia de esta religión, y su contribución –como casi todo lo humano, a menudo equívoca– a la formación de la sensibilidad y la cultura. Dicho de otro modo, significa aprender a ver el cristianismo como el fenómeno humano-demasiado-humano que, como todos los demás, es.
Esta voluntad de verdad que alienta en la obra de MacCulloch convierte en un imperativo no solo intelectual sino también ético que la versión de su obra a otras lenguas sea lo más fiel posible, sin incurrir en mistificaciones distorsionadoras que traicionen el sentido del original y siembren la confusión a diestro y siniestro. Esa misma voluntad de verdad contribuye a explicar que cualquiera que comparta el respeto por el valor intelectual y moral de la labor del historiador (y por la obra de este autor) sienta la necesidad imperiosa de denunciar cualquier mistificación producida en el proceso editorial, y no pueda sino considerar que los responsables de la eventual bazofia –desde el primero hasta el último (y no son pocos los eslabones en esta cadena)– son todos ellos esbirros y cómplices miserables, por muchas alharacas que exhiban y por mucho que se pavoneen a la hora de mostrar su presunto interés por la cultura. Porque la única actividad cultural cabal y respetable consiste en iluminar el mundo, no en oscurecerlo.
Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Aunque este no es un blog de reflexión filosófica, los lectores atentos se habrán percatado de que quien esto escribe concibe la actividad intelectual como indisociable de una tarea ética. Comprender e iluminar la realidad, para uno mismo y para otros, supone dotar de instrumentos para el examen lúcido de esta, y por tanto para desenmascarar las altísimas (inagotables) dosis de autoengaño, distorsión y tergiversación de lo real que constituyen los discursos humanos. Resulta claro que en el ámbito de la religión estos fenómenos de mistificación se nos ofrecen por doquier, con el añadido de que los intensos compromisos emocionales que genera favorecen la confusión perpetua del autoengaño con la Verdad.
En su obra A History of Christianity. The First Three Thousand Years, Diarmaid MacCulloch ha escrito historia sin perder de vista esa dimensión ética de la actividad intelectual cabal. Lo ha hecho, en un sentido muy básico, ya en la medida en que ha escrito con mucho cuidado y reflexión. Como ya señalé en su momento, MacCulloch no ha escrito su obra como se escriben tantas otras –cada vez más en nuestro tiempo–, es decir, a toda prisa y sin pensar lo suficiente, sino con la atención y el tiempo que requiere la obra de un orfebre de la palabra, aunque de un orfebre que es más que un esteta onanista productor de fuegos de artificio, porque la palabra es el medio en que aspiramos a decir lo real y, por tanto, el lugar de la verdad y (también) de su mistificación. MacCulloch no ha querido con su obra simplemente escribir un libro con el que obtener dinero y reconocimiento, sino producir una obra intelectualmente honrada, y prestar con ello un servicio poderoso y real a sus lectores.
Por otro lado, y lo que es no menos relevante, MacCulloch ha explicitado la dimensión moral de la historia, y de su propia obra, en la Introducción a su libro:
“No me avergüenza afirmar que aunque los historiadores modernos no tienen una capacidad especial para ser árbitros de la verdad o, más en general, de la religión, desempeñan de todos modos una tarea moral. Deberían buscar promover la razón y poner freno a la retórica que alimenta el fanatismo. No hay un fundamento más seguro para el fanatismo que la mala historia, la cual es, invariablemente, una historia simplificada en exceso”.
El modo de promover la cordura es no solo elaborar una descripción lo más independiente e imparcial posible, sino, como dice el autor unas líneas antes, “ayudar a los lectores a tomar distancia respecto al cristianismo, sea que lo amen o lo detesten, o tengan simplemente curiosidad por él”. Tomar distancia significa que, quienes tienden a identificar el cristianismo con una Verdad hipostasiada tengan la oportunidad de hacerse conscientes no solo de la gran cantidad de arbitrariedad, violencia y miseria moral que existe en la historia del cristianismo, sino también del carácter mudable, transitorio y a menudo idiota de sus doctrinas. Significa también, desde luego, al mismo tiempo, que quienes tengan la tendencia contraria (la de identificar al cristianismo con una Mentira hipostasiada), se tornen capaces de apreciar las dimensiones de dignidad, verdad y decencia que existen en la historia de esta religión, y su contribución –como casi todo lo humano, a menudo equívoca– a la formación de la sensibilidad y la cultura. Dicho de otro modo, significa aprender a ver el cristianismo como el fenómeno humano-demasiado-humano que, como todos los demás, es.
Esta voluntad de verdad que alienta en la obra de MacCulloch convierte en un imperativo no solo intelectual sino también ético que la versión de su obra a otras lenguas sea lo más fiel posible, sin incurrir en mistificaciones distorsionadoras que traicionen el sentido del original y siembren la confusión a diestro y siniestro. Esa misma voluntad de verdad contribuye a explicar que cualquiera que comparta el respeto por el valor intelectual y moral de la labor del historiador (y por la obra de este autor) sienta la necesidad imperiosa de denunciar cualquier mistificación producida en el proceso editorial, y no pueda sino considerar que los responsables de la eventual bazofia –desde el primero hasta el último (y no son pocos los eslabones en esta cadena)– son todos ellos esbirros y cómplices miserables, por muchas alharacas que exhiban y por mucho que se pavoneen a la hora de mostrar su presunto interés por la cultura. Porque la única actividad cultural cabal y respetable consiste en iluminar el mundo, no en oscurecerlo.
Saludos cordiales de Fernando Bermejo