Escribe Antonio Piñero:
La divinización de seres humanos, el pensar que existen “hombres divinos” está en el fondo del culto al soberano. Y este es un aspecto importantísimo del culto cívico griego y romano, cuyo clímax se alcanzó en la religiosidad de la época helenística. Tema tremendo que afecta al cristianismo de lleno –como he escrito ya– y que fue uno de los motivos de choque frontal entre la religión pagana y el cristianismo, porque la deificación de un ser humano es un precedente y una vía psicológica por la que los cristianos pudieron considerar a un hombre, Jesús de Nazaret, un ser divino. También es importante ya que el culto al soberano es el inicio de una teoría política por la que se rodea más tarde a los monarcas cristianos de un aura divina, que va desde el Medioevo hasta casi la época moderna. Según Jn 19,11 (escena muy probablemente no histórica) dijo Jesús a Poncio Pilato: “Jesús: «No tendrías contra mí ningún poder, si no se te hubiera dado de arriba»”.
Por estas razones estimo que puede ser interesante para los amantes de la historia antigua y del cristianismo del primer siglo detenerse en este aspecto de la religión griega que empieza a mostrarse desde tiempos de Alejandro Magno, que fue pronto deificado por la leyenda. El culto al soberano comenzó como una expresión de gratitud a los benefactores (siempre los poderosos) y se transformó luego en expresión de homenaje y de lealtad. Al principio debió de ser un caso de ‘don’ al gobernante (mezcla de zalamería y gratitud), sin aparentemente pedir nada a cambio (sólo indirectamente). Con otras palabras, al principio fue una manifestación de extremo respeto (muy parecido, sin llegar a ser igual) al respeto que se tiene por los dioses, y sin –naturalmente— esperar del soberano ninguna asistencia sobrenatural, tal como se esperaba de los dioses.
En esos primeros momentos el sentido religioso de la veneración respetuosa por el soberano (mejor así en los primeros momentos que el sintagma ‘culto al soberano’) servía para dar testimonio de lealtad y para satisfacer la ambición de las familias principales, que se aseguraban el afecto del más poderoso. Sin embargo, como sabemos por testimonios a lo largo de la historia, el bienestar material y político producido por un buen gobierno en época de bonanza puede suscitar en la plebe ignorante un sentimiento casi religioso de gratitud y veneración. Veamos los antecedentes y sus presupuestos
El culto al soberano, y en época imperial pagana el culto al emperador reinante, encuentra su razón próxima en la paz, prosperidad y florecimiento general de las provincias orientales del Imperio desde la paz augústea hasta casi el final del siglo II d.C. Pero su transfondo es mucho más antiguo: el Oriente griego había tenido para ello una larga preparación. Aunque los latinos habían honrado desde siempre los manes, es decir, los espíritus, de los antepasados y los genios de los grandes hombres (como si el espíritu de esos altos personajes se uniera con el espíritu de esos dioses o diosecillos tutelares), los romanos habían siempre mantenido clara la distinción entre lo divino y lo humano. Pero los griegos habían difuminado los contornos de esa distinción, y el influjo de lo griego, de la religiosidad griega, se verá en las expresiones del culto al emperador en época imperial, que es la máxima expresión del culto al soberano. Los orígenes de este fenómeno religioso son diversos, pero se han señalado (sobre todo por el autor francés Festugière) tres causas principales:
1. Influencias orientales
A. El faraón en Egipto era rey porque era divino, hijo de un dios, de un dios encarnado, el faraón precedente. Su coronación confirmaba a los ojos de todos su divinidad, y al rey se le transfería en ese acto poderes más que humanos que procedían de objetos sagrados. Este carácter divino de los faraones pasó a sus sucesores, los Ptolomeos (Ptolomeo I Lago, general de Alejandro, que le tocó en herencia Egipto), y ciertamente explica su posición respecto a sus súbditos egipcios (la mayoría del país). Egipto, pues, por su influencia sobre Grecia (los griegos tenían una suerte de veneración y admiración por la civilización egipcia), proporciona una fuente importante para el desarrollo del culto al soberano en el mundo griego.
B. La “divinidad” de los monarcas asirio-babilonios y la de sus sucesores, los emperadores persas, no es menos cierta aunque con otros matices. En este ámbito, sin embargo, el rey era más una divinidad oficial, una divinidad por razón de oficio. Era propiamente el siervo elegido de los dioses para el ejercicio en la tierra de ciertas funciones divinas. El orden político estaba divinamente dispuesto, y el rey era el lazo necesario entre el pueblo y los poderes divinos. Las insignias del cargo estaban cargadas con los poderes de la realeza, y hacían del recipiendario un sujeto apto para gobernar. El rey tenía el lugar de la divinidad en relación con el pueblo.
C. Resultó que diversos rasgos del ceremonial persa de la corte pasaron a los reinos helenísticos y de ahí a las cortes reales griegas. Los seléucidas (descendientes de Seleuco I, general de Alejandro Magno, a quien le tocó en el reparto tras la muerte del general la zona de Siria y el Oriente hasta el Éufrates) siguieron las costumbres de los países sobre los que gobernaban y lo mudaron en ropaje griego (héroes, hijos de dioses y humanas): los seléucidas fueron ‘los hijos de Apolo’. Los atálidas (descendientes de Átalo I) en Pérgamo, Asia Menor, también afirmaron que descendían del dios Dioniso (el Baco latino). Es notable que los primeros testimonios de una manifestación de culto a un soberano provengan de suelo griego, en Asia Menor. Hay que concluir que el concepto de que el rey estaba de algún modo relacionado con la divinidad se derivaba por un lado de las ideas de los países del Próximo Oriente combinadas con ideas griegas en torno a los héroes y la posibilidad de ciertos humanos de pasar al ámbito de lo divino.
2. Influencias griegas
El honor tributado por los griegos a los soberanos helenísticos tenía también, como he apuntado, antecedentes griegos. El pensamiento religioso griego vulgar había divinizado a ciertos humanos sobresalientes. Lo que sabemos sobre los “héroes” –hombres de hazañas extraordinarias por lo que después de su muerte son divinizados: pasan normalmente a ser como estrellas del firmamento– muestra que la línea divisoria entre hombres y dioses (concebidos antropomórficamente, a modo de hombres) no era en absoluto infranqueable. Los héroes griegos fueron claramente hombres, aunque la inmensa mayoría de ellos tenían una semilla divina, habían sido engendrados por un dios y una mortal. Por sus hazañas se habían transformado en dioses a causa de los beneficios conferidos a otros, o a causa de sus hazañas extraordinarias.
Una segura prueba de divinidad era la potencia para otorgar beneficios a los hombres; por ello el culto a los héroes, y luego a los monarcas, comienza como actos de homenaje por los beneficios recibidos. Esta actitud (con mezcla de motivos religiosos, o quizás fundamentalmente religiosa) abría la posibilidad de tratar a hombres sobresalientes en esta vida como dignos ya de recibir honores (parecidos a) los divinos. Hay que confesar, sin embargo, que debemos esperar hasta el s. I a.C. para ver cómo a un hombre en vida se le designa como “héroe” (Julio César). Los dioses eran considerados por los griegos como el tipo supremo de la excelencia humana (desde Homero, y a la inversa la sociedad aristocrática, la de los héroes, es la contrapartida de la sociedad divina en torno a Zeus). Los dioses eran una aristocracia elevada más bien que otro orden totalmente distinto de cosas. Y además podían unirse a mortales y engendrar humanos.
Por otro lado, en la época tampoco se distinguía nítidamente entre honor y homenaje, por un lado, y veneración/culto, por otro. En la tragedia “Las Suplicantes”, Esquilo hace decir a sus personajes:
“Debemos rezar y ofrecer sacrificios a los argivos, de modo igual que a los Olímpicos, puesto que aquellos son sin duda nuestros libertadores” (v. 980).
Está bien claro: se pueden ofrecer sacrificios a seres humanos por actos de liberación. Por ello el conceder a un ser humano un honor semejante a los de la divinidad no era demasiado para un griego si veía que ese hombre había realizado actos extraordinarios de beneficencia; esos tales debían ser tratados como dioses. Isócrates, en un epinicio dedicado a Filipo de Macedonia, había declarado que si el rey llegara a derrotar a Persia no le quedaba ya nada más que transformarse en dios (es decir, un asunto de status o de rango). Cuando su hijo Alejandro cumplió en toda la línea este viejo sueño griego, el único honor apropiado (en esta línea de pensamiento) era concederle honores iguales a los de un dios.
En su Ética a Nicómaco (1145A) Aristóteles, maestro de Alejandro Magno, había señalado ya que gracias a un exceso de areté, “excelencia, virtud, hechos valerosos”, los hombres podían convertirse en dioses. Con estas ideas debemos relacionar la teoría de Evémero de Mesenia (siglo IV a.C.), citada hasta hoy día como una de las explicaciones de los orígenes de la religión, acerca de que los dioses no eran más que hombres que habían recibido honores divinos por sus hazañas (con otras palabras: los dioses son una creación humana, la línea divisoria entre dioses y hombres no es nítida e infranqueable).
La máxima griega, “Conócete a ti mismo”, que no significa lo que entiende normalmente la gente, sino “Eres humano. No quieras elevarte a dios” –que estaba inscrita en el frontón del templo de Apolo en Delfos para que todos los griegos meditaran sobre ella– no tiene sentido si no había en el ambiente la posibilidad de que algunos mortales desearon convertirse en dios, o al menos en semidioses. Desde otro ángulo, debemos recordar también la idea griega, desde los seguidores del dios tracio Orfeo, órficos, de que hay algo divino en los humanos. En Platón, y luego en la gnosis, se generaliza: es el alma de los hombres, o al menos en ciertos hombres sobresalientes.
El próximo día nos detendremos en el primer caso conocido de un hombre al que se ofreció honores divinos en vida fue Lisandro, el espartano, (en la Guerra del Peloponeso, el general que dio la puntilla a Atenas, hacia el 404 a.C.), ya, pues, ¡en el siglo V antes de Cristo!
Concluiremos el próximo día.
Saludos cordiales de Antonio Piñero
www.ciudadanojesus.com
La divinización de seres humanos, el pensar que existen “hombres divinos” está en el fondo del culto al soberano. Y este es un aspecto importantísimo del culto cívico griego y romano, cuyo clímax se alcanzó en la religiosidad de la época helenística. Tema tremendo que afecta al cristianismo de lleno –como he escrito ya– y que fue uno de los motivos de choque frontal entre la religión pagana y el cristianismo, porque la deificación de un ser humano es un precedente y una vía psicológica por la que los cristianos pudieron considerar a un hombre, Jesús de Nazaret, un ser divino. También es importante ya que el culto al soberano es el inicio de una teoría política por la que se rodea más tarde a los monarcas cristianos de un aura divina, que va desde el Medioevo hasta casi la época moderna. Según Jn 19,11 (escena muy probablemente no histórica) dijo Jesús a Poncio Pilato: “Jesús: «No tendrías contra mí ningún poder, si no se te hubiera dado de arriba»”.
Por estas razones estimo que puede ser interesante para los amantes de la historia antigua y del cristianismo del primer siglo detenerse en este aspecto de la religión griega que empieza a mostrarse desde tiempos de Alejandro Magno, que fue pronto deificado por la leyenda. El culto al soberano comenzó como una expresión de gratitud a los benefactores (siempre los poderosos) y se transformó luego en expresión de homenaje y de lealtad. Al principio debió de ser un caso de ‘don’ al gobernante (mezcla de zalamería y gratitud), sin aparentemente pedir nada a cambio (sólo indirectamente). Con otras palabras, al principio fue una manifestación de extremo respeto (muy parecido, sin llegar a ser igual) al respeto que se tiene por los dioses, y sin –naturalmente— esperar del soberano ninguna asistencia sobrenatural, tal como se esperaba de los dioses.
En esos primeros momentos el sentido religioso de la veneración respetuosa por el soberano (mejor así en los primeros momentos que el sintagma ‘culto al soberano’) servía para dar testimonio de lealtad y para satisfacer la ambición de las familias principales, que se aseguraban el afecto del más poderoso. Sin embargo, como sabemos por testimonios a lo largo de la historia, el bienestar material y político producido por un buen gobierno en época de bonanza puede suscitar en la plebe ignorante un sentimiento casi religioso de gratitud y veneración. Veamos los antecedentes y sus presupuestos
El culto al soberano, y en época imperial pagana el culto al emperador reinante, encuentra su razón próxima en la paz, prosperidad y florecimiento general de las provincias orientales del Imperio desde la paz augústea hasta casi el final del siglo II d.C. Pero su transfondo es mucho más antiguo: el Oriente griego había tenido para ello una larga preparación. Aunque los latinos habían honrado desde siempre los manes, es decir, los espíritus, de los antepasados y los genios de los grandes hombres (como si el espíritu de esos altos personajes se uniera con el espíritu de esos dioses o diosecillos tutelares), los romanos habían siempre mantenido clara la distinción entre lo divino y lo humano. Pero los griegos habían difuminado los contornos de esa distinción, y el influjo de lo griego, de la religiosidad griega, se verá en las expresiones del culto al emperador en época imperial, que es la máxima expresión del culto al soberano. Los orígenes de este fenómeno religioso son diversos, pero se han señalado (sobre todo por el autor francés Festugière) tres causas principales:
1. Influencias orientales
A. El faraón en Egipto era rey porque era divino, hijo de un dios, de un dios encarnado, el faraón precedente. Su coronación confirmaba a los ojos de todos su divinidad, y al rey se le transfería en ese acto poderes más que humanos que procedían de objetos sagrados. Este carácter divino de los faraones pasó a sus sucesores, los Ptolomeos (Ptolomeo I Lago, general de Alejandro, que le tocó en herencia Egipto), y ciertamente explica su posición respecto a sus súbditos egipcios (la mayoría del país). Egipto, pues, por su influencia sobre Grecia (los griegos tenían una suerte de veneración y admiración por la civilización egipcia), proporciona una fuente importante para el desarrollo del culto al soberano en el mundo griego.
B. La “divinidad” de los monarcas asirio-babilonios y la de sus sucesores, los emperadores persas, no es menos cierta aunque con otros matices. En este ámbito, sin embargo, el rey era más una divinidad oficial, una divinidad por razón de oficio. Era propiamente el siervo elegido de los dioses para el ejercicio en la tierra de ciertas funciones divinas. El orden político estaba divinamente dispuesto, y el rey era el lazo necesario entre el pueblo y los poderes divinos. Las insignias del cargo estaban cargadas con los poderes de la realeza, y hacían del recipiendario un sujeto apto para gobernar. El rey tenía el lugar de la divinidad en relación con el pueblo.
C. Resultó que diversos rasgos del ceremonial persa de la corte pasaron a los reinos helenísticos y de ahí a las cortes reales griegas. Los seléucidas (descendientes de Seleuco I, general de Alejandro Magno, a quien le tocó en el reparto tras la muerte del general la zona de Siria y el Oriente hasta el Éufrates) siguieron las costumbres de los países sobre los que gobernaban y lo mudaron en ropaje griego (héroes, hijos de dioses y humanas): los seléucidas fueron ‘los hijos de Apolo’. Los atálidas (descendientes de Átalo I) en Pérgamo, Asia Menor, también afirmaron que descendían del dios Dioniso (el Baco latino). Es notable que los primeros testimonios de una manifestación de culto a un soberano provengan de suelo griego, en Asia Menor. Hay que concluir que el concepto de que el rey estaba de algún modo relacionado con la divinidad se derivaba por un lado de las ideas de los países del Próximo Oriente combinadas con ideas griegas en torno a los héroes y la posibilidad de ciertos humanos de pasar al ámbito de lo divino.
2. Influencias griegas
El honor tributado por los griegos a los soberanos helenísticos tenía también, como he apuntado, antecedentes griegos. El pensamiento religioso griego vulgar había divinizado a ciertos humanos sobresalientes. Lo que sabemos sobre los “héroes” –hombres de hazañas extraordinarias por lo que después de su muerte son divinizados: pasan normalmente a ser como estrellas del firmamento– muestra que la línea divisoria entre hombres y dioses (concebidos antropomórficamente, a modo de hombres) no era en absoluto infranqueable. Los héroes griegos fueron claramente hombres, aunque la inmensa mayoría de ellos tenían una semilla divina, habían sido engendrados por un dios y una mortal. Por sus hazañas se habían transformado en dioses a causa de los beneficios conferidos a otros, o a causa de sus hazañas extraordinarias.
Una segura prueba de divinidad era la potencia para otorgar beneficios a los hombres; por ello el culto a los héroes, y luego a los monarcas, comienza como actos de homenaje por los beneficios recibidos. Esta actitud (con mezcla de motivos religiosos, o quizás fundamentalmente religiosa) abría la posibilidad de tratar a hombres sobresalientes en esta vida como dignos ya de recibir honores (parecidos a) los divinos. Hay que confesar, sin embargo, que debemos esperar hasta el s. I a.C. para ver cómo a un hombre en vida se le designa como “héroe” (Julio César). Los dioses eran considerados por los griegos como el tipo supremo de la excelencia humana (desde Homero, y a la inversa la sociedad aristocrática, la de los héroes, es la contrapartida de la sociedad divina en torno a Zeus). Los dioses eran una aristocracia elevada más bien que otro orden totalmente distinto de cosas. Y además podían unirse a mortales y engendrar humanos.
Por otro lado, en la época tampoco se distinguía nítidamente entre honor y homenaje, por un lado, y veneración/culto, por otro. En la tragedia “Las Suplicantes”, Esquilo hace decir a sus personajes:
“Debemos rezar y ofrecer sacrificios a los argivos, de modo igual que a los Olímpicos, puesto que aquellos son sin duda nuestros libertadores” (v. 980).
Está bien claro: se pueden ofrecer sacrificios a seres humanos por actos de liberación. Por ello el conceder a un ser humano un honor semejante a los de la divinidad no era demasiado para un griego si veía que ese hombre había realizado actos extraordinarios de beneficencia; esos tales debían ser tratados como dioses. Isócrates, en un epinicio dedicado a Filipo de Macedonia, había declarado que si el rey llegara a derrotar a Persia no le quedaba ya nada más que transformarse en dios (es decir, un asunto de status o de rango). Cuando su hijo Alejandro cumplió en toda la línea este viejo sueño griego, el único honor apropiado (en esta línea de pensamiento) era concederle honores iguales a los de un dios.
En su Ética a Nicómaco (1145A) Aristóteles, maestro de Alejandro Magno, había señalado ya que gracias a un exceso de areté, “excelencia, virtud, hechos valerosos”, los hombres podían convertirse en dioses. Con estas ideas debemos relacionar la teoría de Evémero de Mesenia (siglo IV a.C.), citada hasta hoy día como una de las explicaciones de los orígenes de la religión, acerca de que los dioses no eran más que hombres que habían recibido honores divinos por sus hazañas (con otras palabras: los dioses son una creación humana, la línea divisoria entre dioses y hombres no es nítida e infranqueable).
La máxima griega, “Conócete a ti mismo”, que no significa lo que entiende normalmente la gente, sino “Eres humano. No quieras elevarte a dios” –que estaba inscrita en el frontón del templo de Apolo en Delfos para que todos los griegos meditaran sobre ella– no tiene sentido si no había en el ambiente la posibilidad de que algunos mortales desearon convertirse en dios, o al menos en semidioses. Desde otro ángulo, debemos recordar también la idea griega, desde los seguidores del dios tracio Orfeo, órficos, de que hay algo divino en los humanos. En Platón, y luego en la gnosis, se generaliza: es el alma de los hombres, o al menos en ciertos hombres sobresalientes.
El próximo día nos detendremos en el primer caso conocido de un hombre al que se ofreció honores divinos en vida fue Lisandro, el espartano, (en la Guerra del Peloponeso, el general que dio la puntilla a Atenas, hacia el 404 a.C.), ya, pues, ¡en el siglo V antes de Cristo!
Concluiremos el próximo día.
Saludos cordiales de Antonio Piñero
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