Notas
Escribe Gonzalo Fontana
La nota de esta semana es un resumen de la segunda parte de un artículo bastante largo que ya he mencionado en alguna otra ocasión: G. Fontana, “Falsificación histórica y apología mesiánica en el cristianismo primitivo”, en MARCO, F. et al. (eds.), Fraude, mentiras y engaños en el Mundo Antiguo, Universidad de Barcelona, 2014, pp. 225-253. ISBN: 978-84-475-3889-8. He de confesar, que, a día de hoy, reformularía y matizaría algunas de las cosas que escribí en aquellos momentos. Equivocarse es el privilegio de quien somete su trabajo a una permanente revisión crítica. Con todo, sigo manteniendo lo sustancial del trabajo. Espero que pueda resultar de algún interés a los lectores del blog. Hace unos días, veíamos que el Evangelio de Lucas se servía de un aparato historizante con el fin de reformular la imagen del mesías judío, y darle así un perfil más asumible en su propio contexto sociopolítico. No obstante, no fueron los grupos gentiles la única facción cristiana que se sirvió de la historia con fines semejantes. Así, lo hicieron también los grupos judeocristianos más primitivos, los cuales, unas décadas atrás, ya habían realizado una operación inversa, al insistir precisamente en la caracterización de Jesús como mesías davídico. Dicho sea de paso, el Evangelio de Marcos insiste una y otra vez en que el mesías Jesús no es un mesías davídico, lo cual está destinado a sacar al movimiento cristiano de cualquier ecuación política: “¿Cómo pueden los escribas decir que el Mesías es hijo de David? David mismo dijo, movido por el Espíritu Santo: Dijo el Señor a mi Señor Siéntate a mi diestra Hasta que ponga a tus enemigos Debajo de tus pies. [Salmo 110,1-4] El mismo David le llama Señor; ¿cómo entonces puede ser hijo suyo?” (Mc 12, 35-37a) Con todo, muchos autores consideran indubitable que el Jesús histórico fue identificado con la figura del mesías davídico: “ya antes de los acontecimientos pascuales, algunos discípulos probablemente le creyeron Hijo de David.” (J. P. Meier), una figura que entronca con las promesas realizadas a la dinastía reinante en Judá: “Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; tu trono estará firme, eternamente” (2Sam 7, 16). Compuesta durante el reinado de Josías (639-608 a. C), esta profecía constituye una perfecta expresión de la alianza entre la dinastía davídica y el sacerdocio del Templo de Jerusalén. Con todo, poco duraron tales promesas: Sedecías, hijo de Josías y último de los monarcas de Judá, pudo ver —es un decir, porque Nabucodonosor le arrancó los ojos— cómo su linaje era extirpado para siempre del trono de David. Sin embargo, por mucho que la vieja monarquía hubiera desaparecido siglos atrás, el judaísmo del s. I volvió sus esperanzas hacia un mesías de corte nacionalista que lo había de liberar del yugo opresor. Así lo evidencian los Salmos de Salomón: “Tú, Señor, escogiste a David como rey sobre Israel; Tú le hiciste juramento sobre su posteridad de que nunca dejaría de existir ante Ti su casa real. Por nuestras transgresiones se alzaron contra nosotros los pecadores; aquellos a quienes nada prometiste nos asaltaron y expulsaron, nos despojaron por la fuerza y no glorificaron tu honroso Nombre. Dispusieron su casa real con fausto cual corresponde a su excelencia, dejaron desierto el trono de David con la soberbia de cambiarlo (...) Míralo, Señor, y suscítales un rey, un hijo de David, en el momento que Tú elijas, oh Dios, para que reine en Israel tu Siervo. Rodéale de fuerza, para quebrantar a los príncipes injustos, para purificar a Jerusalén de los gentiles que la pisotean, destruyéndola, para expulsar con tu justa sabiduría a los pecadores de tu heredad, para quebrar el orgullo del pecador como vaso de alfarero, para machacar con vara de hierro todo su ser, para aniquilar a las naciones impías con la palabra de su boca, para que ante su amenaza huyan los gentiles de su presencia y para dejar convictos a los pecadores con el testimonio de sus corazones. Reunirá (el Rey) un pueblo santo al que conducirá con justicia...” (Psalm. Sal. 17, 4-26) [trad. A. Piñero] “Bajo la férula correctora del Ungido del Señor [ὑπὸ ῥάβδον παιδείας χριστοῦ κυρίου], en la fidelidad a su Dios, con la sabiduría del Espíritu, la justicia y la fuerza, para dirigir al hombre hacia obras justas en la fidelidad a su Dios, para ponerlos a todos en presencia del Señor, como una generación santa que vive en la fidelidad a su Dios en momentos de misericordia. (Psalm. Sal. 18, 7-9) [trad. A. Piñero] Y en ese sentido, la presencia del mesías davídico se hace más intensa y significativa en aquellos textos cristianos de impronta judía más marcada; sobre todo, en el Apocalipsis joánico: “Pero uno de los Ancianos me dice: No llores; mira, ha triunfado el León de la tribu de Judá, el Retoño de David; él podrá abrir el libro y sus siete sellos.” (Ap 5, 5) Evidentemente, no es ésta la única figura sobre la que se ahormó la tipología literario-teológica del Jesús canónico: junto a ella, coexisten otras, como la de un mesías sacerdotal sui generis (Heb 5, 6; 6, 20), el misterioso “Hijo del hombre”, figura apocalíptica de época helenística (Dan 7, 11-14), y, sobre todo, la del “Siervo doliente” forjada por el genio del Deutero-Isaías (Is 53), creándose de esta manera una amalgama original y compacta en la que es difícil determinar los estratos y circunstancias en las que cada una de ellas fue vertida en la tradición. Pues bien, frente a las figuras del “Siervo doliente” y del “Hijo del hombre”, tan desasidas de cualquier realidad histórica concreta, la del mesías davídico obligaba a los creyentes a una operación de primer orden: demostrar los vínculos genealógicos entre Jesús y David: “En realidad, unos pocos, cuidadosos, que tenían para sí registros privados o que se acordaban de los nombres o los habían copiado, se gloriaban de tener a salvo la memoria de su nobleza. Ocurrió que de éstos eran los que dijimos antes, llamados despósinoi por causa de su parentesco con la familia del Salvador y que, desde las aldeas judías de Nazaret y Cocaba, visitaron el resto del país y explicaron la precedente genealogía [davídica de Jesús].” (Eus. HE I 7, 14) [trad. de A. Velasco-Delgado] Perteneciente a la perdida Carta a Arístides de Julio Africano (ca. 160-ca. 240), texto conocido sólo por la transcripción de Eusebio de Cesarea, el precedente fragmento da cuenta del origen de las pormenorizadas genealogías de Jesús que se hallan en los textos evangélicos (Mt 1, 2-16; Lc 3, 23-38), las cuales remontarían nada menos que a los registros familiares de los “hermanos del Señor”, los desposynoi, el grupo de parientes de Jesús que, habiendo aceptado su mesianidad tras el conjunto de apariciones galileas que sucedieron a su resurrección, se sumaron activamente a la difusión de la Buena Nueva (1Cor 15, 3-5). En la medida en que carecemos de ninguna información suplementaria, no nos es posible aceptar sin más la noticia de que fueron los “hermanos del Señor” quienes precisamente trasladaron a la tradición cristiana los listados genealógicos que obran hoy en los evangelios. Dicho sea de paso, recordemos que gran parte del contenido de la obra de Julio Africano está destinado a armonizar, con argumentos francamente abstrusos, las evidentes discrepancias entre los listados que suministran Mateo y Lucas. Más verosímil es que tal aserto corresponda, en realidad, a una tradición genéricamente judeo-cristiana, cuyos grupos tenían en alta estima a la familia de Jesús. Otra cosa es que Eusebio utilice tal tradición como recurso argumentativo con el fin de reforzar la autoridad de esos listados, altamente discutibles por el cúmulo de mutuas discrepancias que ofrecen entre sí. Ahora bien, la creación de estas narraciones ubicaba de lleno al mesías judeocristiano en el contexto político de la Palestina de su tiempo: si Jesús era el mesías davídico, era evidente que la dinastía herodiana carecía de timbres de legitimidad para reinar; y lo que es más, su mera existencia constituía una amenaza para Herodes y sus descencientes, tal como evidencia el célebre episodio evangélico: “Nacido Jesús en Belén de Judea, en tiempo del rey Herodes, unos magos que venían del Oriente se presentaron en Jerusalén, diciendo: ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle. En oyéndolo, el rey Herodes se sobresaltó y con él toda Jerusalén. Convocó a todos los sumos sacerdotes y escribas del pueblo, y por ellos se estuvo informando del lugar donde había de nacer el Cristo.” (Mt 2, 1-4) De hecho, el motivo no sólo afectaba al personaje del mesías Jesús. Su creación tuvo que provocar una reevaluación de la propia posición política de su familia, elevada a categoría regia por obra y gracia de una operación exegética. En efecto, según él, los “hermanos del Señor” hicieron circular noticias que desacreditaban nada menos que a la propia dinastía reinante. Y con esto pasamos ya del terreno de la teología al de la política y la historia: “En efecto, los parientes carnales del Salvador, bien por aparentar o bien, simplemente, por enseñar, pero siendo veraces en todo, transmitieron también lo que sigue: unos ladrones idumeos asaltaron Ascalón, ciudad de Palestina; de un templo de Apolo, que estaba construido delante de los muros, se llevaron cautivo, además de los otros despojos, a Antípatro, hijo de cierto hieródulo llamado Herodes. No pudiendo el sacerdote pagar un rescate por su hijo, Antípatro fue educado en las costumbres de los idumeos, y más tarde trabó amistad con Hircano, el sumo sacerdote de Judea. (...) A Antípatro, asesinado por envidia de su mucha y buena fortuna, le sucedió su hijo Herodes, que más tarde, por decisión de Antonio y Augusto y por decreto senatorial, reinará sobre los judíos. De él fueron hijos Herodes y los otros tetrarcas. Todos estos datos coinciden con las historias de los griegos.” (Eus. HE I 7, 11-12) [trad. de A. Velasco-Delgado] Nos hallamos aquí ante lo que es una curiosa —y poco conocida— versión difamatoria sobre el linaje de Herodes el Grande. Y como se ve, fue empleada como argumentación para reforzar la condición davídica de Jesús; y muy posiblemente también para enfatizar la situación de su propia familia en el incipiente movimiento cristiano. Pues bien, a pesar de que el texto de Julio Africano atribuye en exclusiva la versión a los parientes de Jesús, es más verosímil que ésta no sea sino uno más de los relatos denigratorios que ya circulaban previamente por la Palestina del siglo I y destinados a poner en solfa la legitimidad del monarca idumeo. Éste, como demuestra el relato de Josefo, no se debía de sentir muy seguro de sus títulos de legitimidad, cuando fomentó la circulación de versiones más halagüeñas acerca de su origen: “Nicolás de Damasco asegura que Antípatro pertenecía a una familia que procedía de los judíos principales que habían llegado a Judea desde Babilonia [cf. BJ I 122]. Pero lo dice por halagar a Herodes, su hijo, convertido por el azar en rey de los judíos.” (AJ XIV 8; asimismo, Josefo [AJ XIV 1, 3] hace de él un notable Idumeo, hijo de un tal Antipas). Sin embargo, carecemos de la más mínima indicación acerca del origen concreto del relato difamatorio transmitido por Julio Africano. M. J. Lagrange apuntó con prudencia que podría proceder ya de la obra de Nicolás de Damasco, ya de la de Tolomeo de Ascalón, un autor del que apenas sabemos nada. En cualquier caso, está claro que el fragmento transmitido por Julio Africano formaba parte del aparato argumental con el que los enemigos políticos de Herodes trataron de desacreditarlo. Éste no era sólo el usurpador idumeo impuesto por el gobierno romano; era algo mucho peor: un gentil de origen despreciable, el nieto del esclavo de un templo pagano ubicado en el corazón de la patria de los filisteos. Por otra parte, resulta muy significativa la noticia del propio Africano de que los “hermanos del Señor” procedían de la aldea de Cocaba. Varias han sido las propuestas para identificar este lugar; y la más sugerente de ellas es la de Epifanio de Salamina, quien sostenía que correspondía a la Cochaba de la Basanítide (Transjordania), en donde precisamente se habían refugiado los grupos judeo-cristianos jerosolimitanos (cf. Eus. HE III 5, 3), los cuales, con el tiempo, acabarían dando lugar a los ebionitas y nazarenos, quienes permanecieron apegados a la Ley judía y a cristologías bajas: “Esta herejía de los Nazarenos se halla en la zona de Berea, en los alrededores de la Celesiria, en la Decápolis, en la región en torno a Pella, y en la Basanítide, en la aldea llamada Cocaba, que en hebreo se denomina Cochaba.” (Haer. XXIX 7; asimismo, XXX 2; 16) [trad. G. Fontana] Por otra parte, hay que tener en cuenta el hecho de que el cronista cristiano, si bien probablemente de orígenes gentiles, no sólo había nacido en Jerusalén, y por añadidura había pasado una parte de su vida adulta en Palestina, en donde pudo haber tenido contacto directo con grupos judeo-cristianos, de los que habría podido obtener la información. Seguiremos el próximo día analizando los indicios expuestos hasta aquí Saludos cordiales de Gonzalo Quintana Universidad de Zaragoza
Jueves, 28 de Enero 2016
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Editado por
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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