Escribe Antonio Piñero
Pregunta:
Debatiendo con creyentes, estos argumentan la perfección de la Biblia, en el sentido de texto que no presenta contradicciones y donde todo encaja fantásticamente bien. Aparte de las ya conocidas por todos, me atrevo a sugerirle un par de ellas sobre las que he reflexionado últimamente (y que muy probablemente ya habrán sido señaladas previamente por alguien) y que afectan a dogmas importantes del catolicismo. Son las siguientes:
1- Jesús es Hijo de Dios (él mismo es Dios de hecho) concebido milagrosamente por María sin cópula ni nada parecido. Sin embargo, en Romanos 1:1-5, leemos:
“1 Pablo, siervo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, apartado para el evangelio de Dios, 2 que él había prometido antes por sus profetas en las santas Escrituras, 3 acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne, 4 que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos,5 y por quien recibimos la gracia y el apostolado, para la obediencia a la fe en todas las naciones por amor de su nombre”
En el texto se habla de “que era del linaje de David según la carne”, por lo que se reconoce la naturaleza carnal y enteramente humana de Jesús, ya que ese linaje, de ser cierto, sería exclusivamente el de José. Por otro lado, se lee “que fue declarado Hijo de Dios…”, lo que supone que en un momento dado de su vida Jesús llegó a esa situación, sin que hubiera una “paternidad” de Dios previa.
Conclusión: Estos versículos comprometen seriamente tanto la concepción milagrosa de Jesús como su papel de Hijo de Dios.
2- Cuando Adán y Eva pecaron, esa falta se transmitió a las siguientes generaciones, que quedaron marcadas por el pecado desde su misma concepción. En Levítico 24:16 se lee:
“Los padres no morirán por los hijos, ni los hijos por los padres; cada uno morirá por su pecado”
Conclusión: Aunque el contexto se refiere al trato a dispensar a sirvientes y demás, el dogma del pecado original queda en entredicho ¿Cómo pudo Dios establecer una norma que ni él mismo pudo aplicar a aquella incipiente humanidad?
Le ruego disculpe la extensión de la consulta, pero tengo verdadero interés en conocer su opinión al respecto, de la que quedaría muy agradecido.
RESPUESTA:
No puedo menos que estar de acuerdo con su opinión. Además existen en el mercado libros sobre las contradicciones de la Biblia. No hay más que buscar en Internet.
A lo que Usted dice añadiría que un mero análisis superficial de los Evangelios de la Infancia de Mateo 1 y Lucas 1 demuestran que son imposibles de casar entre sí. O un análisis de la historia de la pasión de Jesús está plagada de contradicciones. Por otro lado, nada es nuevo al respecto porque las Iglesias son conscientes de ello y siempre sostienen que el concepto mismo de revelación a través de cauces humanos, prfetas, hagiógrafos, evangelistas, etc. las suponen.
A propósito del Hijo de Dios, me permito enviarle una nota que he escrito 1 Tesaloniceses 1,10:
“Como indica Pablo luego, este hijo es Jesús, el cual –según la carne— es un ser humano, como se indica en Gal 4,4-5; Rm 1,3-4; 5,10. En este lugar recalca esa humanidad añadiendo que fue Dios el que lo resucitó. Igualmente afirma en otros pasajes que solo hay un Dios, el Dios de Jesús (1 Tes 1,9-10; 1 Cor 1,3; 8,6; 15,28; Flp 2,11; 2 Cor 1,3-4; 11,31) y que este es un mero intercesor celestial ante Dios Padre (Rm 8,34). Pablo refleja en su vocabulario que en la liturgia de sus comunidades hay diferencias en el culto: las expresiones más técnicas como latreúo: «adorar» (Rm 1,9; 12,1; Flp 3,3) y proskynéo: «hincar la rodilla ante alguien» (1 Cor 14,25) sólo las emplea Pablo para Dios Padre; la acción de gracias es siempre a Dios, nunca a Cristo o al «Señor» = Rm 1,8; 7,25; 1 Cor 1,4.14; Flp 1,3 y se especifica a veces que tal acción de gracias es «por medio de Jesucristo»: Rm 1,8; 7,25;
Sin embargo, en otros lugares da la impresión de que Pablo pensaba que Jesús tenía desde siempre algunas funciones como las de Yahvé: por ejemplo, la preexistencia (1 Cor 10,4: Jesús como la Sabiduría divina); es objeto de súplica, solo o junto con Dios (2 Cor 12,7-9); se invoca el nombre de Jesús como el de Dios (1 Cor 1,2); es Señor, como lo es Yahvé (1 Cor 1,9); es el Señor de la gloria (1 Cor 2,8); es Espíritu/posee el Espíritu/es Espíritu vivificante como Yahvé (2 Cor 3,15-18).
Tras la lectura de estos dos grandes bloques de textos en apariencia antagónicos se suscitan preguntas que quizás no se puedan responder netamente: ¿consideró Pablo a Jesús totalmente como Dios?, o bien ¿tuvo Pablo una concepción de Dios, monoteísta ciertamente, pero distinta a la nuestra?
Partiendo de la base de que el Apóstol es un judío mesiánico y apocalíptico; que no abandonó su religión que no emplea ante sus lectores gentiles la expresión «Hijo del Hombre» como título mesiánico, pero que sí acepta ese trasfondo como se prueba al dibujar a Jesús en su parusía transportado por nubes (Dn 7,13-14: un vehículo exclusivamente divino), se podría sostener que Pablo no parece haber sentido inconveniente mental alguno –como tampoco otros judíos «monoteístas» de su misma época– en admitir la existencia de una figura mesiánica con naturaleza doble e imprecisa a nuestros ojos. Es humana, porque al ser Pablo un judío cabal, este «hijo», el mesías, sólo puede entenderse metafóricamente, no ónticamente: para un judío Dios no tiene jamás un hijo físico y menos mortal. Pero, por otro lado, después de muerto ese mesías, es resucitado, elevado y exaltado al cielo por Dios y es transformado allí en una entidad divina. Habría, pues, en Pablo una mezcla de esquemas judíos –un mesías humano– con una noción grecorromana de adopción de un ser humano por parte de Dios y de apoteosis de este que se concierte en entidad divina.
La solución a este enigma podría estar en una concepción que solo ese halla testimoniadas en el judaísmo tardío, a saber que el concepto de ciertas entidades, que solo se dan en la tierra, pudo preexistir en la mente divina. En el Talmud de Babilonia, tratados Pesahim 54a y Nedarim 39b, y en midrás Tehillim 8,72 y 90,2-3, se nos dice que siete entidades fueron creadas por Dios antes que el universo; son, pues, preexistentes: «La Torá (la ley de Moisés), el arrepentimiento, el paraíso, la gehena o infierno, el trono de Gloria, el templo celestial y el nombre (o esencia) del mesías». Si esta idea hundiera sus raíces en la teología de la época del Segundo Templo, como parece a lo fue, se podría pensar que Pablo albergaba un pensamiento acerca del mesías parecido al reflejado en la obra del desconocido autor del Libro de las Parábolas de Henoc (obra precristiana anterior al año 70 e.c.), en concreto 1 Henoc 48,1-6 . En este capítulo se sostiene literalmente que el «nombre» del mesías es preexistente y que luego toma cuerpo en un hombre concreto, el profeta Henoc, el quinto varón después de Adán. Tras su vida, Henoc es trasladado al cielo (70,1-3) y desde allí vendrá a la tierra finalmente como mesías al final de los tiempos, actuando como juez de vivos y muertos (71,14-17).
Pablo podría pensar de Jesús de Nazaret/ o el Nazoreo algo parecido. Eso explica que en las cartas de Pablo el mesías, el Cristo, sea una entidad preexistente (1 Cor 10,4: la Roca que seguía a los israelitas en el desierto era el Mesías), y al mismo tiempo un hombre mortal en el tiempo, descendiente de David (Rm 1,3-5) en quien ese «nombre» o esencia del mesías se ha corporizado. Y, después de su paso por la tierra como hijo/agente de la divinidad, Jesús fue resucitado por Dios, exaltado al cielo y allí, en un acto de apoteosis, fue declarado por Dios mismo «señor y mesías», es decir, una entidad divina pero subordinada a Dios padre (1 Cor 15,28).
Otros judíos de la época del Segundo Templo, en torno a la época de Pablo, albergaron esta creencia en un agente humano de Dios, pero que a la vez –tras haber desaparecido de esta tierra—tiene su asiento en el cielo, por disposición divina, en un trono parecido al de aquel. Estos judíos concibieron la existencia de «dos tronos o dos poderes celestiales, uno grande y otro menor», uno para el Dios supremo; otro para el agente/mesías. Ello indica que ese ser humano, tras su muerte, vive en el cielo y está dotado de cualidades divinas, elevado al rango superior de «ayudante» en el reino supraceleste de una divinidad suprema y única y subordinado a esta.
Las raíces de esta concepción, extraña para una mentalidad del siglo XXI, se hunden en el judaísmo helenístico y comenzaron mucho antes de Pablo, en concreto cuando en los siglos III-I a.C. la teología judía distanció a Dios de la esfera terrenal, y lo trascendentalizó en grado tan eminente, que se vio como impedido a actuar directamente en el mundo material. Este proceso mental estuvo influido sin duda, o mejor, solo fue posible, porque el platonismo vulgarizado (p. *) –con su idea del Uno-Bien supertrascendente que se halla en la cumbre de todo el universo, y que emplea a un Demiurgo o agente divino para tratar las cosas de la materia, puro reflejo secundario de las ideas–, había calado en las mentes de los judíos espiritualistas de la época helenística, como una buena manera de explicar la dualidad espíritu / materia. Dios no podía «mancharse las manos» interviniendo directamente en los asuntos de su creación.
Esta concepción de la divinidad en época de Pablo era ya considerado por los judíos como un movimiento intelectual puramente judío e interior a su judaísmo, pero nosotros lo percibimos y encuadramos intelectualmente mejor: es judío ciertamente, pero impulsado por ideas helénicas, venidas de fuera, de un mundo de prestigio como el griego.
A esta tendencia de respeto y distancia hacia el Dios transcendente deben su nacimiento, quizás desde el siglo III a.C., las especulaciones judías sobre las hipóstasis de la divi¬nidad, Sabiduría, Palabra, Presencia, que para unos judíos eran meros modos de Dios que actuaban hacia fuera, hacia el mundo, dependientes de la divinidad, pero que otros consideraban personificados, hipostasiados, al no ser iguales al Dios transcendente. Muchos judíos intelectualizados comenzaron a pensar, desde esos años, que no fue la divinidad ultra suprema quien había operado directamente en el solemne momento de la creación, sino su Sabiduría, su Palabra o su Presencia personificadas… y al final de los tiempos, para enderezar el mal rumbo de la creación, el Mesías actuaría de un modo semejante.
La trascendencia divina queda a salvo. Los que concebían a estas entidades como meros modos, sin existencia real en sí mismos, serían estrictamente monoteístas. Pero los que las consideraban como entidades reales distintas del Dios trascendente apuntaban hacia una suerte de «binitarismo» rudimentario: una divinidad doble, una superior; otra, subordinada. En este segundo movimiento se halla el pensamiento paulino acerca del «hijo»”.
Saludos cordiales de Antonio Piñero
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com
Pregunta:
Debatiendo con creyentes, estos argumentan la perfección de la Biblia, en el sentido de texto que no presenta contradicciones y donde todo encaja fantásticamente bien. Aparte de las ya conocidas por todos, me atrevo a sugerirle un par de ellas sobre las que he reflexionado últimamente (y que muy probablemente ya habrán sido señaladas previamente por alguien) y que afectan a dogmas importantes del catolicismo. Son las siguientes:
1- Jesús es Hijo de Dios (él mismo es Dios de hecho) concebido milagrosamente por María sin cópula ni nada parecido. Sin embargo, en Romanos 1:1-5, leemos:
“1 Pablo, siervo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, apartado para el evangelio de Dios, 2 que él había prometido antes por sus profetas en las santas Escrituras, 3 acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne, 4 que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos,5 y por quien recibimos la gracia y el apostolado, para la obediencia a la fe en todas las naciones por amor de su nombre”
En el texto se habla de “que era del linaje de David según la carne”, por lo que se reconoce la naturaleza carnal y enteramente humana de Jesús, ya que ese linaje, de ser cierto, sería exclusivamente el de José. Por otro lado, se lee “que fue declarado Hijo de Dios…”, lo que supone que en un momento dado de su vida Jesús llegó a esa situación, sin que hubiera una “paternidad” de Dios previa.
Conclusión: Estos versículos comprometen seriamente tanto la concepción milagrosa de Jesús como su papel de Hijo de Dios.
2- Cuando Adán y Eva pecaron, esa falta se transmitió a las siguientes generaciones, que quedaron marcadas por el pecado desde su misma concepción. En Levítico 24:16 se lee:
“Los padres no morirán por los hijos, ni los hijos por los padres; cada uno morirá por su pecado”
Conclusión: Aunque el contexto se refiere al trato a dispensar a sirvientes y demás, el dogma del pecado original queda en entredicho ¿Cómo pudo Dios establecer una norma que ni él mismo pudo aplicar a aquella incipiente humanidad?
Le ruego disculpe la extensión de la consulta, pero tengo verdadero interés en conocer su opinión al respecto, de la que quedaría muy agradecido.
RESPUESTA:
No puedo menos que estar de acuerdo con su opinión. Además existen en el mercado libros sobre las contradicciones de la Biblia. No hay más que buscar en Internet.
A lo que Usted dice añadiría que un mero análisis superficial de los Evangelios de la Infancia de Mateo 1 y Lucas 1 demuestran que son imposibles de casar entre sí. O un análisis de la historia de la pasión de Jesús está plagada de contradicciones. Por otro lado, nada es nuevo al respecto porque las Iglesias son conscientes de ello y siempre sostienen que el concepto mismo de revelación a través de cauces humanos, prfetas, hagiógrafos, evangelistas, etc. las suponen.
A propósito del Hijo de Dios, me permito enviarle una nota que he escrito 1 Tesaloniceses 1,10:
“Como indica Pablo luego, este hijo es Jesús, el cual –según la carne— es un ser humano, como se indica en Gal 4,4-5; Rm 1,3-4; 5,10. En este lugar recalca esa humanidad añadiendo que fue Dios el que lo resucitó. Igualmente afirma en otros pasajes que solo hay un Dios, el Dios de Jesús (1 Tes 1,9-10; 1 Cor 1,3; 8,6; 15,28; Flp 2,11; 2 Cor 1,3-4; 11,31) y que este es un mero intercesor celestial ante Dios Padre (Rm 8,34). Pablo refleja en su vocabulario que en la liturgia de sus comunidades hay diferencias en el culto: las expresiones más técnicas como latreúo: «adorar» (Rm 1,9; 12,1; Flp 3,3) y proskynéo: «hincar la rodilla ante alguien» (1 Cor 14,25) sólo las emplea Pablo para Dios Padre; la acción de gracias es siempre a Dios, nunca a Cristo o al «Señor» = Rm 1,8; 7,25; 1 Cor 1,4.14; Flp 1,3 y se especifica a veces que tal acción de gracias es «por medio de Jesucristo»: Rm 1,8; 7,25;
Sin embargo, en otros lugares da la impresión de que Pablo pensaba que Jesús tenía desde siempre algunas funciones como las de Yahvé: por ejemplo, la preexistencia (1 Cor 10,4: Jesús como la Sabiduría divina); es objeto de súplica, solo o junto con Dios (2 Cor 12,7-9); se invoca el nombre de Jesús como el de Dios (1 Cor 1,2); es Señor, como lo es Yahvé (1 Cor 1,9); es el Señor de la gloria (1 Cor 2,8); es Espíritu/posee el Espíritu/es Espíritu vivificante como Yahvé (2 Cor 3,15-18).
Tras la lectura de estos dos grandes bloques de textos en apariencia antagónicos se suscitan preguntas que quizás no se puedan responder netamente: ¿consideró Pablo a Jesús totalmente como Dios?, o bien ¿tuvo Pablo una concepción de Dios, monoteísta ciertamente, pero distinta a la nuestra?
Partiendo de la base de que el Apóstol es un judío mesiánico y apocalíptico; que no abandonó su religión que no emplea ante sus lectores gentiles la expresión «Hijo del Hombre» como título mesiánico, pero que sí acepta ese trasfondo como se prueba al dibujar a Jesús en su parusía transportado por nubes (Dn 7,13-14: un vehículo exclusivamente divino), se podría sostener que Pablo no parece haber sentido inconveniente mental alguno –como tampoco otros judíos «monoteístas» de su misma época– en admitir la existencia de una figura mesiánica con naturaleza doble e imprecisa a nuestros ojos. Es humana, porque al ser Pablo un judío cabal, este «hijo», el mesías, sólo puede entenderse metafóricamente, no ónticamente: para un judío Dios no tiene jamás un hijo físico y menos mortal. Pero, por otro lado, después de muerto ese mesías, es resucitado, elevado y exaltado al cielo por Dios y es transformado allí en una entidad divina. Habría, pues, en Pablo una mezcla de esquemas judíos –un mesías humano– con una noción grecorromana de adopción de un ser humano por parte de Dios y de apoteosis de este que se concierte en entidad divina.
La solución a este enigma podría estar en una concepción que solo ese halla testimoniadas en el judaísmo tardío, a saber que el concepto de ciertas entidades, que solo se dan en la tierra, pudo preexistir en la mente divina. En el Talmud de Babilonia, tratados Pesahim 54a y Nedarim 39b, y en midrás Tehillim 8,72 y 90,2-3, se nos dice que siete entidades fueron creadas por Dios antes que el universo; son, pues, preexistentes: «La Torá (la ley de Moisés), el arrepentimiento, el paraíso, la gehena o infierno, el trono de Gloria, el templo celestial y el nombre (o esencia) del mesías». Si esta idea hundiera sus raíces en la teología de la época del Segundo Templo, como parece a lo fue, se podría pensar que Pablo albergaba un pensamiento acerca del mesías parecido al reflejado en la obra del desconocido autor del Libro de las Parábolas de Henoc (obra precristiana anterior al año 70 e.c.), en concreto 1 Henoc 48,1-6 . En este capítulo se sostiene literalmente que el «nombre» del mesías es preexistente y que luego toma cuerpo en un hombre concreto, el profeta Henoc, el quinto varón después de Adán. Tras su vida, Henoc es trasladado al cielo (70,1-3) y desde allí vendrá a la tierra finalmente como mesías al final de los tiempos, actuando como juez de vivos y muertos (71,14-17).
Pablo podría pensar de Jesús de Nazaret/ o el Nazoreo algo parecido. Eso explica que en las cartas de Pablo el mesías, el Cristo, sea una entidad preexistente (1 Cor 10,4: la Roca que seguía a los israelitas en el desierto era el Mesías), y al mismo tiempo un hombre mortal en el tiempo, descendiente de David (Rm 1,3-5) en quien ese «nombre» o esencia del mesías se ha corporizado. Y, después de su paso por la tierra como hijo/agente de la divinidad, Jesús fue resucitado por Dios, exaltado al cielo y allí, en un acto de apoteosis, fue declarado por Dios mismo «señor y mesías», es decir, una entidad divina pero subordinada a Dios padre (1 Cor 15,28).
Otros judíos de la época del Segundo Templo, en torno a la época de Pablo, albergaron esta creencia en un agente humano de Dios, pero que a la vez –tras haber desaparecido de esta tierra—tiene su asiento en el cielo, por disposición divina, en un trono parecido al de aquel. Estos judíos concibieron la existencia de «dos tronos o dos poderes celestiales, uno grande y otro menor», uno para el Dios supremo; otro para el agente/mesías. Ello indica que ese ser humano, tras su muerte, vive en el cielo y está dotado de cualidades divinas, elevado al rango superior de «ayudante» en el reino supraceleste de una divinidad suprema y única y subordinado a esta.
Las raíces de esta concepción, extraña para una mentalidad del siglo XXI, se hunden en el judaísmo helenístico y comenzaron mucho antes de Pablo, en concreto cuando en los siglos III-I a.C. la teología judía distanció a Dios de la esfera terrenal, y lo trascendentalizó en grado tan eminente, que se vio como impedido a actuar directamente en el mundo material. Este proceso mental estuvo influido sin duda, o mejor, solo fue posible, porque el platonismo vulgarizado (p. *) –con su idea del Uno-Bien supertrascendente que se halla en la cumbre de todo el universo, y que emplea a un Demiurgo o agente divino para tratar las cosas de la materia, puro reflejo secundario de las ideas–, había calado en las mentes de los judíos espiritualistas de la época helenística, como una buena manera de explicar la dualidad espíritu / materia. Dios no podía «mancharse las manos» interviniendo directamente en los asuntos de su creación.
Esta concepción de la divinidad en época de Pablo era ya considerado por los judíos como un movimiento intelectual puramente judío e interior a su judaísmo, pero nosotros lo percibimos y encuadramos intelectualmente mejor: es judío ciertamente, pero impulsado por ideas helénicas, venidas de fuera, de un mundo de prestigio como el griego.
A esta tendencia de respeto y distancia hacia el Dios transcendente deben su nacimiento, quizás desde el siglo III a.C., las especulaciones judías sobre las hipóstasis de la divi¬nidad, Sabiduría, Palabra, Presencia, que para unos judíos eran meros modos de Dios que actuaban hacia fuera, hacia el mundo, dependientes de la divinidad, pero que otros consideraban personificados, hipostasiados, al no ser iguales al Dios transcendente. Muchos judíos intelectualizados comenzaron a pensar, desde esos años, que no fue la divinidad ultra suprema quien había operado directamente en el solemne momento de la creación, sino su Sabiduría, su Palabra o su Presencia personificadas… y al final de los tiempos, para enderezar el mal rumbo de la creación, el Mesías actuaría de un modo semejante.
La trascendencia divina queda a salvo. Los que concebían a estas entidades como meros modos, sin existencia real en sí mismos, serían estrictamente monoteístas. Pero los que las consideraban como entidades reales distintas del Dios trascendente apuntaban hacia una suerte de «binitarismo» rudimentario: una divinidad doble, una superior; otra, subordinada. En este segundo movimiento se halla el pensamiento paulino acerca del «hijo»”.
Saludos cordiales de Antonio Piñero
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com