Hoy escribe Antonio Piñero
Seguimos comentando el libro de C. J. den Heyer, Pablo, un hombre de dos mundos (El Almendro 2003).
Nuestro autor se pregunta qué pensaba Pablo de la ley de Moisés en sus “años obscuros”, es decir, de “formación”, a la vez que hacía algunos escarceos misioneros, como predicador dependiente de la iglesia de Antioquía. Probablemente, nada –responde- ya que mientras se dedicó Pablo a predicar a los judíos no debió de tocar el tema de la Ley, y ni era necesario.
Pero cuando se decidió a predicar plenamente a los gentiles, y esto fue más tarde, el judío helenístico que era Pablo, un hombre pragmático y más flexible que sus colegas fariseos de Palestina/Israel, debió de caer en la cuenta de que Dios tenía otros planes acerca de la salvación de los seres humanos: no podía llegar el fin del mundo y que al menos ciertos paganos buenos no participaran del mundo futuro. No se podían condenar en masa los paganos.
Por ello, poco a poco, llegó al convencimiento de que la Ley –gran obstáculo para la conversión de los gentiles- sólo podía tener una validez temporal, hasta la venida de Cristo- y que sólo y en todo caso podría ser válida para los judíos. De hecho incluso llega a postular para ellos Pablo que podrían salvarse sólo con la fe en Jesús aunque dejaran de cumplir una Ley obsoleta (posición de Gálatas).
Pero en la epístola a los Romanos, echa Pablo marcha atrás. Volvió a resurgir el judío Pablo e hizo una encendida defensa de la Ley, aunque con toda claridad admitiendo su validez sólo para los judíos. Heyer insiste en que la teología de Pablo era “contextual”: se pronunciaba, avanzaba y precisaba según las circunstancias de sus lectores y según las ocasiones.
Heyer no obtiene aquí más consecuencias. Yo añadiría por mi cuenta que algunos investigadores (recuerdo de memoria un libro de H. Räisänen, aunque no me acuerdo del título exacto, en el que defiende que Pablo es un teólogo inconsecuente; casi lo tilda de un tanto inconstante y de opinión volátil, de cambiar de opinión según la audiencia que tenía ante sus ojos conforme a su dicho “Me hago todo a todos; con los judíos me muestro judío y con los griegos, griego”.
También dentro de la etapa de Pablo en Antioquía, como es natural, discute Heyer la posición de Pedro y la de Pablo a propósito de la famosa disputa relatada en Gál 2,11-14:
« “Pero cuando Pedro vino a Antioquía, me opuse a él cara a cara, porque era de condenar. 12 Porque antes de venir algunos de parte de Jacobo, él comía con los gentiles, pero cuando vinieron, empezó a retraerse y apartarse, porque temía a los de la circuncisión. 13 Y el resto de los judíos se le unió en su hipocresía, de tal manera que aun Bernabé fue arrastrado por la hipocresía de ellos. 14 Pero cuando vi que no andaban con rectitud en cuanto a la verdad del evangelio, dije a Pedro delante de todos: Si tú, siendo judío, vives como los gentiles y no como los judíos, ¿por qué obligas a los gentiles a vivir como judíos” »
Pienso que al leer los comentarios de Heyer a esta disputa entre Pablo y Pedro se le nota un tanto la fobia antipetrina protestante (= iglesia romana) y su disposición interna, positiva, respecto a Pablo, pues destaca con rotundidad y nitidez la inconsecuencia de la posición de Pedro.
En efecto, la negativa de éste a comer con los gentiles, convertidos ya en seguidores plenos de Cristo no casa, en primer lugar, con lo que transmite Mt 16,16-17: si Jesús fundó su iglesia sobre esa roca (= Pedro), éste debería comportarse como el jefe de todos los creyentes, no sólo de la facción judeocristiana más estricta.
Segundo, el presunto espíritu universal de Pedro tampoco casa con el desprecio que mostró hacia los pobres “helenistas” que huyeron de Jerusalén tras la muerte de su jefe, Esteban. Pedro se quedó en la capital…, tan tranquilo, con lo que demostró que nada quería saber con esos “aperturistas” iniciales hacia los paganos.
Tercero: el espíritu de Pedro reflejado en la disputa antioquena, que hemos transcrito arriba, tampoco casa con la escena que pinta Lucas en Hch 10, 1-48: Pedro recibe en visión divina la revelación de que todos los alimentos son puros (cf especialmente Hch 10, 15 “De nuevo, por segunda vez, llegó a él una voz: Lo que Dios ha limpiado, no lo llames tú impuro”. ¿Cómo es posible que este mismo Pedro que había recibido tal orden del cielo, y que llegó a bautizar al centurión Cornelio, ¡un pagano!, luego se retirara de comer con los paganocristianos, obedeciendo las órdenes de la gente de Santiago, venidas de Jerusalén, porque éstos comían “cosas impuras”?
Heyer muestra en estas páginas de su libro que el autor de Hechos dulcifica o distorsiona la historia, pretendiendo en este caso mostrar una unidad imposible en la iglesia primitiva, haciendo que el verdadero “inventor” de la misión a los paganos fuera Pedro (¡y por revelación divina!) y no Pablo.
El tema del “decreto” en el Concilio de Jerusalén
Heyer apenas discute en profundidad el problema de cómo los Hechos de los apóstoles (cap. 15: “Concilio de Jerusalén”) afirman que Santiago, jefe de la iglesia jerusalemita, emitió un documento de consenso, compuesto de dos secciones Pablo ideas principales (más una tercera, de carácter práctico: dar limosna a los pobres de la comunidad madre, como muestra de unidad eclesial):
a) podía continuarse la misión a los gentiles;
b) éstos, sin embargo, debían cumplir ciertas normas de la Ley, las llamadas “leyes noáquicas” de Génesis 9,3ss, cuyo precepto más llamativo para un ex pagano era no ingerir carne con su sangre.
Heyer afirma que Pablo aceptó y “firmó” ese convenio, pero que luego no lo nombra y no lo cumple asqueado como estaba por el incumplimiento de la cláusula a) del mismo decreto por parte de los judeocristianos de Jerusalén.
VALORACIÓN:
Hemos indicado en notas anteriores, de hace ya tiempo, cómo la solución para el absoluto silencio de Pablo (tanto en Gálatas, como en resto de su correspondencia) respecto a este famoso decreto con tres prescripciones, y su falta de cumplimiento por su parte se explica mucho mejor si se supone que el autor de Hechos está confundiendo las fechas y mezclando las cosas. Ese decreto se produjo más tarde, no en el Concilio de Jerusalén.
En efecto, Pablo afirma rotundamente –y parece que tiene razón- en Gálatas 2, que en tal asamblea “Nada me impusieron”, es decir, que no hubo decreto alguno.
En mi opinión, y en la de otros muchos, este decreto nació después de la Asamblea, y en la propia y sola iglesia jerusalemita, por su cuenta, cuando vieron que se disparaban las conversiones de gentiles que no guardaban la Ley. Fue entonces cuando enviaron emisarios a Antioquía a urgir ciertas normas que ellos habían pensado que debían cumplir los conversos del paganismo, es decir, las “Leyes de Noé”.
Y fue entonces cuando Pedro les hizo tanto caso, tanto que desde ese momento desistió de participar en la mesa común con los paganocristianos. Y además, otros “pesos pesados” de la iglesia de Antioquía, como el antiguo compañero de Pablo Bernabé, se unieron a Pedro en el cumplimiento de ese decreto, que en el fondo consagraba la división entre paganocristianos y judeocristianos.
Y entonces fue cuando Pablo se enfadó…, y pasado muy poco tiempo, dejó a Bernabé, a la comunidad de Antioquia, y con el refuerzo de Silas y Timoteo, inició su etapa de misionero independiente.
Esta me parece ser la mejor hipótesis y no la de Heyer que sitúa el conflicto entre Pedro y Pablo antes del Concilio de Jerusalén y como causa inmediata de que éste se celebrara…, en contra de los datos proporcionados por la Epístola a los Gálatas.
Concluiremos pronto.
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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