Notas

El cristiano que quemaba cruces

Redactado por Antonio Piñero el Miércoles, 1 de Febrero 2012 a las 09:01

Hoy escribe Fernando Bermejo

Entre las muchas historias inolvidables que el estudio de ese período de oro y hierro que fue la denominada Edad Media nos depara, una de mis favoritas es la que tiene como protagonista a Pierre de Bruys (o Bruis, o Bruix, o Bruyns, que al menos de todas estas formas es conocido).

Este personaje, que la fértil imaginación de un Jorge Luis Borges habría podido inventar, fue un cristiano y sacerdote idiosincrásico, de esos que los pastores de la grey califican de heréticos. Había nacido en Bruys, una pequeña villa de la región de los Altos Alpes, allá donde Francia linda con el Piamonte. Su persona y su figura nos son conocidas a través de dos tocayos suyos, ellos mismos más conocidos iconos del Medievo: Pedro Abelardo, que lo menciona en su Introducción a la teología y sobre todo por Pedro el Venerable, que dedicó un tratado entero a refutar sus doctrinas.

Bruys fue –por desgracia para él– lo bastante sensato como para percatarse del fenomenal tinglado en que consistía el cristianismo que le rodeaba, aunque –también por desgracia para él– no lo bastante como para dejar a los demás al albur de sus locuras e intentar pasar inadvertido en las tierras del Delfinado. Creyente vehemente, imbuido de un tan bienintencionado como vano espíritu de reforma, se puso a predicar a sus contemporáneos unas cuantas ideas que no eran del todo nuevas, pero sí un tanto subversivas.

Y así, hacia el año del Señor de 1118, se puso a contar a quienes querían escucharle –y sin duda también a quienes no querían– cosas como que bautizar a niños carentes de raciocinio era un acto totalmente inútil, pues una conversión real requería fe y conciencia; que la eucaristía no debe ser celebrada, pues no contiene la verdadera carne y sangre de Cristo; o que los sacrificios, oraciones, limosnas y todas las otras así llamadas “buenas obras” ofrecidas como sufragios a la intención de los difuntos no son de provecho alguno para ellos. Ideas, como cualquiera puede ver, peregrinas y aberrantes donde las haya.

Pero el bueno de Pierre fue algo más allá. No contento con decir cosas para épater les bourgeois –o, mejor dicho en este caso, para épater les paysans–, se dedicó a hacerlas. Imbuido por lo que, quién sabe, tal vez fuera una especial sensibilidad, predicó sin ambages que la cruz no es en absoluto digna de veneración, pues es el instrumento del suplicio de Cristo, lugar de indecible y de (en perspectiva cristiana) injusto sufrimiento. Siendo así, concluyó, la cruz debe ser deshonrada por todos los medios posibles. Y para demostrar la fuerza de la convicción, él mismo pasó de las palabras a los hechos, y –en un acto paradójico que habría hecho las delicias de no pocos maestros Zen– se dedicó a quemar públicamente cruces allí donde se le presentaba la ocasión.

Resulta previsible que una personalidad como la de Pierre de Bruys –un tipo en las antípodas de aquellos a los que les gusta contemporizar a diestro y siniestro para quedar bien con todo el mundo– estuviera destinada a tener, antes o después, algún encontronazo con la realidad. Y, en efecto, en una ocasión en que, en el pueblo de Saint-Gilles, daba rienda suelta a sus proclividades estaurocáusticas, los piadosos aldeanos, horrorizados por tal sacrilegio, cogieron a nuestro Pierre y, ni cortos ni perezosos, lo pusieron a arder a fuego lento allí mismo, substituyendo las cruces de madera por la carne humana y dejando así constancia, ante sus conciencias y ante los siglos venideros, de su ardiente fe y de su incombustible caridad.

No sabemos ni sabremos qué pasó por la cabeza de Pierre de Bruys mientras sus devotos correligionarios lo quemaban. Quizás maldijo el día en que había nacido. Quizás vislumbró que había ido demasiado lejos. O quizás no. Quizás perdonó a la chusma de sus asesinos. Quizás llegó a preguntarse si ser crucificado le habría causado mayor o menor sufrimiento que ser quemado vivo. Quizás sintió que esa era la hora en que, más que nunca, se identificaría con el Cristo al que amaba. Tal vez lloró de rabia y de dolor, aunque sin duda no lo bastante como para apagar la hoguera, encendida luego tan a menudo por los fieles de la “religión del amor”.

Probablemente pensó que el Dios en el que creía le estaría esperando, más allá de tanta necedad y de tanta barbarie, para abrirle de par en par las puertas del paraíso.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 1 de Febrero 2012
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