Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Santiago el de Alfeo en las Historias Apostólicas del Pseudo Abdías
Aparece Saulo de Tarso como perseguidor
Los apóstoles intentaban convencer al pueblo y al pontífice para que recibieran el anuncio de la nueva fe y aceptaran a Jesús como Mesías. Y en eso estaban cuando se presentó “un hombre enemigo”, que reprendió a los judíos por su credulidad ante las enseñanzas de unos hombres desgraciados que iban conducidos por un mago. El hombre enemigo era nada menos que Saulo de Tarso.
Santiago intentó refutar sus argumentos, pero Saulo excitó al pueblo y promovió sediciones y alboroto, de modo que no era posible ni siquiera oír la palabra del apóstol. Como un auténtico poseso, intentaba Saulo llevar a la muerte a todos los apóstoles entre una lluvia de insultos y amenazas. Llamaba a los presentes indolentes y perezosos por su cobarde inacción.
Saulo tomó entonces un tizón del altar y se lanzó contra los apóstoles arrastrando a otros al ataque. Se organizó un alboroto incontrolado y se produjo un inmenso clamor de los que herían y de los heridos con abundante derramamiento de sangre. De pronto, “el hombre enemigo” se lanzó contra Santiago y lo arrojó de cabeza desde los escalones más altos. De aquella caída le quedó a Santiago una notable cojera. Termina el apócrifo la relación de los incidentes revelando la identidad del que denomina “hombre enemigo”: “Es manifiesto que el hombre enemigo era Saulo, a quien después el Señor destinó para el ministerio del apostolado” (c. 3,4).
Martirio de Santiago, el Justo
Entretanto el “presidente” Festo envió a Pablo al César al que había apelado. Al ver los judíos que sus proyectos de perder a Pablo habían quedado frustrados, volvieron toda su crueldad contra Santiago, el hermano del Señor. Lo pusieron en medio de todo el pueblo y le exigieron que negara la fe en Cristo. Como era de esperar, levantó la voz para proclamar que Jesucristo era en verdad el Hijo de Dios y el Salvador de los hombres. Fue demasiado para los irritados judíos, que tomaron la determinación de darle muerte. Tanto más cuanto que aquel Santiago era calificado por todos de hombre justo. La ocasión les resultaba propicia, porque había muerto el procurador Festo, por lo que la provincia de Judea se encontraba sin prefecto ni príncipe.
Aunque la muerte de Santiago había sido dada a conocer por Clemente de Alejandría, poseemos una narración detallada escrita por Hegesipo, escritor de la primera generación posterior a los apóstoles. El texto de Hegesipo, del quinto libro de sus Comentarios, está recogido por Eusebio de Cesarea en su Historia Eclesiástica. (H. E., II 23,1-3). Traza Hegesipo un perfil de la vida sacrificada de Santiago el Justo y la consecuencia de su comportamiento. Éstas son sus palabras: “Santiago, el hermano del Señor, que fue llamado por todos «El Justo», recibió la Iglesia en compañía de los apóstoles y permaneció desde los tiempos del Señor hasta nuestros días. Muchos recibieron el nombre de Santiago, pero éste fue santo desde el vientre de su madre. No bebió vino ni bebida alguna embriagadora, ni comió carne de animal, ni a su cabeza subió hierro. No se ungió con óleo ni hizo uso de los baños. A él solo le estaba permitido entrar en el Santo de los Santos. No usaba vestiduras de lana, sino solamente de lino. Entraba solo en el templo y permanecía arrodillado orando por el perdón del pueblo, de tal manera que de orar se habían formado en sus rodillas unos callos como de camello, pues doblaba continuamente las rodillas y nunca cesaba en la oración” (c. 5,1-2).
La predicación de Santiago llevó a muchos judíos a la fe, por la que creían que Jesucristo era el Mesías, venido al mundo para salvarlo de sus pecados. Pero unos herejes del pueblo no creían ni que Jesús había resucitado ni que vendría a juzgar al mundo y a dar a cada uno según sus obras. Por el contrario, algunos príncipes habían aceptado la doctrina de Santiago, lo que era causa de graves disensiones entre los judíos. Se acercaron a él y le rogaban que hablara al pueblo para volverle al camino de la fe de sus padres. Pues todos le tenían en gran estima y creerían en su palabra. Le rogaron que subiera a lo más alto del pináculo del templo para que desde allí fuera escuchado por todos los peregrinos que habían llegado a Jerusalén para la celebración de la Pascua.
Los escribas y fariseos pusieron a Santiago sobre el pináculo del templo y le pidieron a gritos que convenciera al pueblo de que estaba equivocado acerca de Jesús. Santiago respondió que Cristo estaba ya sentado a la derecha del Padre y que vendría al fin del mundo sobre las nubes del cielo a juzgar a todos los hombres para dar a cada uno el pago de sus obras.
Muchos de los presentes quedaron convencidos por la palabra de Santiago, lo que provocó un grave disgusto en los escribas y fariseos. Estos judíos estaban arrepentidos de haber hecho hablar a Santiago y decían a grandes gritos: “Hemos obrado mal al hacer que éste diera testimonio semejante sobre Jesús. Pero subamos y precipitémoslo desde arriba para que los demás queden aterrados y no le crean” (c. 6,1). Acompañaban estos gestos de pesar con otro grito: “También el Justo se ha equivocado”. A pesar de todo seguían considerando y confesando a Santiago como el Justo.
Sin embargo, subieron hasta el pináculo del templo, tomaron a Santiago y lo precipitaron desde arriba. No contentos con eso, viendo que todavía vivía, se animaban unos a otros para lapidar el caído. Empezaron, pues, a lanzar piedras contra Santiago, que oraba a Dios por ellos como Jesús en la cruz cuando excusaba a sus verdugos diciendo: “No saben lo que hacen” (Lc 23,34). Un piadoso sacerdote, de la estirpe de los recabitas, aquellos que lucharon en tiempos del rey Jehú contra los adoradores de Baal, intercedió por Santiago pidiendo que cesaran de su actitud, ya que el justo al que apedreaban estaba orando por ellos. Fue entonces cuando uno de ellos, que era batanero, tomando un palo de los que usan en su profesión, golpeó con él en la cabeza al santo apóstol hasta la muerte.
De este modo dejó la vida con semejante martirio el hermano del Señor, “aquél que fue testigo de la verdad para judíos y gentiles al testificar que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios vivo, que con el Padre y el Espíritu Santo domina y reina por todos los siglos de los siglos” (c. 6,4). El autor del apócrifo refiere finalmente que el cuerpo de Santiago el Justo fue sepultado en el lugar de su martirio junto al templo.
(Osario de Santiago el Justo)
Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Santiago el de Alfeo en las Historias Apostólicas del Pseudo Abdías
Aparece Saulo de Tarso como perseguidor
Los apóstoles intentaban convencer al pueblo y al pontífice para que recibieran el anuncio de la nueva fe y aceptaran a Jesús como Mesías. Y en eso estaban cuando se presentó “un hombre enemigo”, que reprendió a los judíos por su credulidad ante las enseñanzas de unos hombres desgraciados que iban conducidos por un mago. El hombre enemigo era nada menos que Saulo de Tarso.
Santiago intentó refutar sus argumentos, pero Saulo excitó al pueblo y promovió sediciones y alboroto, de modo que no era posible ni siquiera oír la palabra del apóstol. Como un auténtico poseso, intentaba Saulo llevar a la muerte a todos los apóstoles entre una lluvia de insultos y amenazas. Llamaba a los presentes indolentes y perezosos por su cobarde inacción.
Saulo tomó entonces un tizón del altar y se lanzó contra los apóstoles arrastrando a otros al ataque. Se organizó un alboroto incontrolado y se produjo un inmenso clamor de los que herían y de los heridos con abundante derramamiento de sangre. De pronto, “el hombre enemigo” se lanzó contra Santiago y lo arrojó de cabeza desde los escalones más altos. De aquella caída le quedó a Santiago una notable cojera. Termina el apócrifo la relación de los incidentes revelando la identidad del que denomina “hombre enemigo”: “Es manifiesto que el hombre enemigo era Saulo, a quien después el Señor destinó para el ministerio del apostolado” (c. 3,4).
Martirio de Santiago, el Justo
Entretanto el “presidente” Festo envió a Pablo al César al que había apelado. Al ver los judíos que sus proyectos de perder a Pablo habían quedado frustrados, volvieron toda su crueldad contra Santiago, el hermano del Señor. Lo pusieron en medio de todo el pueblo y le exigieron que negara la fe en Cristo. Como era de esperar, levantó la voz para proclamar que Jesucristo era en verdad el Hijo de Dios y el Salvador de los hombres. Fue demasiado para los irritados judíos, que tomaron la determinación de darle muerte. Tanto más cuanto que aquel Santiago era calificado por todos de hombre justo. La ocasión les resultaba propicia, porque había muerto el procurador Festo, por lo que la provincia de Judea se encontraba sin prefecto ni príncipe.
Aunque la muerte de Santiago había sido dada a conocer por Clemente de Alejandría, poseemos una narración detallada escrita por Hegesipo, escritor de la primera generación posterior a los apóstoles. El texto de Hegesipo, del quinto libro de sus Comentarios, está recogido por Eusebio de Cesarea en su Historia Eclesiástica. (H. E., II 23,1-3). Traza Hegesipo un perfil de la vida sacrificada de Santiago el Justo y la consecuencia de su comportamiento. Éstas son sus palabras: “Santiago, el hermano del Señor, que fue llamado por todos «El Justo», recibió la Iglesia en compañía de los apóstoles y permaneció desde los tiempos del Señor hasta nuestros días. Muchos recibieron el nombre de Santiago, pero éste fue santo desde el vientre de su madre. No bebió vino ni bebida alguna embriagadora, ni comió carne de animal, ni a su cabeza subió hierro. No se ungió con óleo ni hizo uso de los baños. A él solo le estaba permitido entrar en el Santo de los Santos. No usaba vestiduras de lana, sino solamente de lino. Entraba solo en el templo y permanecía arrodillado orando por el perdón del pueblo, de tal manera que de orar se habían formado en sus rodillas unos callos como de camello, pues doblaba continuamente las rodillas y nunca cesaba en la oración” (c. 5,1-2).
La predicación de Santiago llevó a muchos judíos a la fe, por la que creían que Jesucristo era el Mesías, venido al mundo para salvarlo de sus pecados. Pero unos herejes del pueblo no creían ni que Jesús había resucitado ni que vendría a juzgar al mundo y a dar a cada uno según sus obras. Por el contrario, algunos príncipes habían aceptado la doctrina de Santiago, lo que era causa de graves disensiones entre los judíos. Se acercaron a él y le rogaban que hablara al pueblo para volverle al camino de la fe de sus padres. Pues todos le tenían en gran estima y creerían en su palabra. Le rogaron que subiera a lo más alto del pináculo del templo para que desde allí fuera escuchado por todos los peregrinos que habían llegado a Jerusalén para la celebración de la Pascua.
Los escribas y fariseos pusieron a Santiago sobre el pináculo del templo y le pidieron a gritos que convenciera al pueblo de que estaba equivocado acerca de Jesús. Santiago respondió que Cristo estaba ya sentado a la derecha del Padre y que vendría al fin del mundo sobre las nubes del cielo a juzgar a todos los hombres para dar a cada uno el pago de sus obras.
Muchos de los presentes quedaron convencidos por la palabra de Santiago, lo que provocó un grave disgusto en los escribas y fariseos. Estos judíos estaban arrepentidos de haber hecho hablar a Santiago y decían a grandes gritos: “Hemos obrado mal al hacer que éste diera testimonio semejante sobre Jesús. Pero subamos y precipitémoslo desde arriba para que los demás queden aterrados y no le crean” (c. 6,1). Acompañaban estos gestos de pesar con otro grito: “También el Justo se ha equivocado”. A pesar de todo seguían considerando y confesando a Santiago como el Justo.
Sin embargo, subieron hasta el pináculo del templo, tomaron a Santiago y lo precipitaron desde arriba. No contentos con eso, viendo que todavía vivía, se animaban unos a otros para lapidar el caído. Empezaron, pues, a lanzar piedras contra Santiago, que oraba a Dios por ellos como Jesús en la cruz cuando excusaba a sus verdugos diciendo: “No saben lo que hacen” (Lc 23,34). Un piadoso sacerdote, de la estirpe de los recabitas, aquellos que lucharon en tiempos del rey Jehú contra los adoradores de Baal, intercedió por Santiago pidiendo que cesaran de su actitud, ya que el justo al que apedreaban estaba orando por ellos. Fue entonces cuando uno de ellos, que era batanero, tomando un palo de los que usan en su profesión, golpeó con él en la cabeza al santo apóstol hasta la muerte.
De este modo dejó la vida con semejante martirio el hermano del Señor, “aquél que fue testigo de la verdad para judíos y gentiles al testificar que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios vivo, que con el Padre y el Espíritu Santo domina y reina por todos los siglos de los siglos” (c. 6,4). El autor del apócrifo refiere finalmente que el cuerpo de Santiago el Justo fue sepultado en el lugar de su martirio junto al templo.
(Osario de Santiago el Justo)
Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro