Hoy escfribe Gonzalo del Cerro
Libro de Juan, arzobispo de Tesalónica
A principios del siglo VII, escribió el arzobispo Juan de Tesalónica un libro que narra la Dormición de nuestra Señora, la madre de Dios y siempre virgen María. En el fondo trata de reivindicar para su ciudad la devoción y el culto a la Virgen María, llevada al cielo en cuerpo y alma. Recoge los hechos que rodearon el tránsito de María en estrecha coincidencia con los datos conocidos ya por el Pseudo Melitón y por el libro de Juan el Teólogo.
Un “ángel grande” vino para anunciar a María que llegaba el día de su traslado al paraíso. Le entregó una palma que debían llevar los apóstoles en señal de triunfo. Prometía su intención de enviar a todos los apóstoles para que asistieran a sus honras fúnebres. Vendrían también con el Señor los ejércitos de los ángeles.
Estaba orando María en compañía de sus parientes cuando “se presentó el apóstol Juan, llamó a la puerta de María, abrió y entró” (c. 6). María se turbó, gimió, lloró y dijo a gritos: “Juan, hijo mío, no olvides lo que te recomendó tu maestro cuando yo le lloraba junto a la cruz”. El crucificado dijo entonces a su madre: “Juan es el que te cuidará”. En consecuencia con sus recuerdos, María concluyó el diálogo intimando a Juan: “Ahora, pues, Juan, hijo mío, no me abandones”. El apóstol no acababa de comprender el sentido del momento y se ofreció a la Señora para que le pidiera lo que necesitara. Ella le hizo entonces un encargo de la máxima confianza: “Juan, hijo mío, no necesito nada de las cosas de este mundo, pero puesto que pasado mañana voy a salir del cuerpo, te ruego que me hagas un acto de humanidad: que pongas en lugar seguro mi cuerpo y lo deposites solo en el sepulcro”. Buscaba la Virgen garantías de que los judíos no pudieran cumplir su proyecto de quemar el cuerpo que había engendrado al que ellos calificaban de impostor.
Juan cayó entonces en la cuenta de la trascendencia del momento, se arrodilló y lloró. Los presentes se contagiaron de su llanto. María pidió a todos tranquilidad y asió fuertemente a Juan diciendo: “Hijo mío, sé magnánimo conmigo y cesa de llorar”. María tomó a Juan mientras los demás cantaban salmos, lo introdujo en su habitación y le mostró la mortaja que tenía preparada. A continuación, le entregó la palma que le había dado el ángel y le pidió que la llevara delante de su féretro. Juan comprendió que el gesto podría originar disensiones, porque, según decía, “hay uno mayor que yo establecido como jefe sobre nosotros” (c. 6). Una mano extraña interpoló en el texto la causa, recordando que Pedro había sido nombrado el primero de todos los apóstoles.
En aquel momento, se produjo un fuerte trueno tan potente que todos los que se encontraban en aquel lugar quedaron consternados. Entonces bajaron de las nubes los apóstoles a las puertas de la casa de María. Enseguida llegó Juan al lugar donde se encontraban los apóstoles. Después de saludar a todos y cada uno, Pedro le preguntó de qué forma había llegado y cuánto tiempo pensaba quedarse. Juan refirió los detalles de su viaje. Se encontraba predicando en Sardes cuando una nube lo arrebató y lo transportó hasta Belén. Llamó a la puerta de la Virgen, entró y encontró a varios alrededor de María, que le dijo abiertamente: “Estoy para salir del cuerpo”. En consecuencia, rogaba a sus compañeros que no lloraran delante de la Señora para que nadie dudara de su fe en la resurrección.
Cuando los apóstoles entraron en la casa de María, les preguntó cómo habían llegado hasta allí y quién les había notificado que iba a salir de este mundo. Contaron del país desde donde habían sido trasladados y que habían sido arrebatados por nubes. Pedro tuvo un largo diálogo con María, que introdujo a los apóstoles en su habitación y les mostró los preparativos para su tránsito.
Llegó el alba del domingo y salió el sol. María oró y se tendió sobre el lecho. “Pedro estaba sentado junto a su cabeza y Juan a sus pies” (c. 12). Los demás apóstoles estaban alrededor de la Señora. Hacia la hora de tercia, se oyó un gran trueno proveniente del cielo y surgió un olor de perfume tan agradable que todos quedaron sumidos en el sueño, excepto los apóstoles y tres vírgenes a quienes el Señor conservó en vela para que pudieran contemplar el funeral y la gloria de la virgen María. Entró el Salvador en la estancia y saludó a los apóstoles y a su madre María. El Salvador tomó el alma de su madre y la depositó en las manos del arcángel Miguel después de envolverla en una especie de velos.
Pedro, los demás apóstoles y las tres vírgenes tributaron las honras fúnebres al cuerpo de María y lo depositaron en el féretro. Pedro tomó la palma que había traído el ángel y dijo a Juan: “Tú eres el virgen, tú eres el que debes ir cantando himnos delante del féretro con la palma en la mano”. Juan se resistía diciendo: “Tú eres nuestro padre y obispo; debes ir delante del féretro hasta que lo depositemos en su lugar”. Pedro tomó una solución de compromiso decidiendo que coronarían el féretro con la palma.
Transportaron el féretro entonando el salmo “Al salir Israel de Egipto” (Sal 114, 1). Tuvo lugar entonces el ataque de los judíos contra el féretro y sus portadores. Pero los ángeles los hirieron de ceguera. Los sacerdotes tropezaban contra las paredes, excepto un sacerdote, aquí anónimo, que se lanzó furioso contra el féretro y se agarró con sus manos donde estaba la palma. Sus manos se desprendieron de los codos. Pero Pedro le recomendó que besara el cuerpo de María, con lo que sus manos recobraron la salud. Pedro le entregó un retoño de la palma como remedio para comunicar la vista a los ciegos que creyeran que Jesús era el Hijo de Dios.
Los apóstoles transportaron el cuerpo de la Señora y lo depositaron en un sepulcro nuevo en el valle del Cedrón. A los tres días regresaron para honrar las reliquias de la Virgen María, pero cuando abrieron el ataúd, no encontraron otra cosa que unos lienzos. Y es que “la preciosa morada corporal había sido trasladada por Cristo Dios, que en ella se había encarnado, a la morada celestial” (c. 14).
(Foto: Tumba de la Virgen María en Jerusalén)
Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Libro de Juan, arzobispo de Tesalónica
A principios del siglo VII, escribió el arzobispo Juan de Tesalónica un libro que narra la Dormición de nuestra Señora, la madre de Dios y siempre virgen María. En el fondo trata de reivindicar para su ciudad la devoción y el culto a la Virgen María, llevada al cielo en cuerpo y alma. Recoge los hechos que rodearon el tránsito de María en estrecha coincidencia con los datos conocidos ya por el Pseudo Melitón y por el libro de Juan el Teólogo.
Un “ángel grande” vino para anunciar a María que llegaba el día de su traslado al paraíso. Le entregó una palma que debían llevar los apóstoles en señal de triunfo. Prometía su intención de enviar a todos los apóstoles para que asistieran a sus honras fúnebres. Vendrían también con el Señor los ejércitos de los ángeles.
Estaba orando María en compañía de sus parientes cuando “se presentó el apóstol Juan, llamó a la puerta de María, abrió y entró” (c. 6). María se turbó, gimió, lloró y dijo a gritos: “Juan, hijo mío, no olvides lo que te recomendó tu maestro cuando yo le lloraba junto a la cruz”. El crucificado dijo entonces a su madre: “Juan es el que te cuidará”. En consecuencia con sus recuerdos, María concluyó el diálogo intimando a Juan: “Ahora, pues, Juan, hijo mío, no me abandones”. El apóstol no acababa de comprender el sentido del momento y se ofreció a la Señora para que le pidiera lo que necesitara. Ella le hizo entonces un encargo de la máxima confianza: “Juan, hijo mío, no necesito nada de las cosas de este mundo, pero puesto que pasado mañana voy a salir del cuerpo, te ruego que me hagas un acto de humanidad: que pongas en lugar seguro mi cuerpo y lo deposites solo en el sepulcro”. Buscaba la Virgen garantías de que los judíos no pudieran cumplir su proyecto de quemar el cuerpo que había engendrado al que ellos calificaban de impostor.
Juan cayó entonces en la cuenta de la trascendencia del momento, se arrodilló y lloró. Los presentes se contagiaron de su llanto. María pidió a todos tranquilidad y asió fuertemente a Juan diciendo: “Hijo mío, sé magnánimo conmigo y cesa de llorar”. María tomó a Juan mientras los demás cantaban salmos, lo introdujo en su habitación y le mostró la mortaja que tenía preparada. A continuación, le entregó la palma que le había dado el ángel y le pidió que la llevara delante de su féretro. Juan comprendió que el gesto podría originar disensiones, porque, según decía, “hay uno mayor que yo establecido como jefe sobre nosotros” (c. 6). Una mano extraña interpoló en el texto la causa, recordando que Pedro había sido nombrado el primero de todos los apóstoles.
En aquel momento, se produjo un fuerte trueno tan potente que todos los que se encontraban en aquel lugar quedaron consternados. Entonces bajaron de las nubes los apóstoles a las puertas de la casa de María. Enseguida llegó Juan al lugar donde se encontraban los apóstoles. Después de saludar a todos y cada uno, Pedro le preguntó de qué forma había llegado y cuánto tiempo pensaba quedarse. Juan refirió los detalles de su viaje. Se encontraba predicando en Sardes cuando una nube lo arrebató y lo transportó hasta Belén. Llamó a la puerta de la Virgen, entró y encontró a varios alrededor de María, que le dijo abiertamente: “Estoy para salir del cuerpo”. En consecuencia, rogaba a sus compañeros que no lloraran delante de la Señora para que nadie dudara de su fe en la resurrección.
Cuando los apóstoles entraron en la casa de María, les preguntó cómo habían llegado hasta allí y quién les había notificado que iba a salir de este mundo. Contaron del país desde donde habían sido trasladados y que habían sido arrebatados por nubes. Pedro tuvo un largo diálogo con María, que introdujo a los apóstoles en su habitación y les mostró los preparativos para su tránsito.
Llegó el alba del domingo y salió el sol. María oró y se tendió sobre el lecho. “Pedro estaba sentado junto a su cabeza y Juan a sus pies” (c. 12). Los demás apóstoles estaban alrededor de la Señora. Hacia la hora de tercia, se oyó un gran trueno proveniente del cielo y surgió un olor de perfume tan agradable que todos quedaron sumidos en el sueño, excepto los apóstoles y tres vírgenes a quienes el Señor conservó en vela para que pudieran contemplar el funeral y la gloria de la virgen María. Entró el Salvador en la estancia y saludó a los apóstoles y a su madre María. El Salvador tomó el alma de su madre y la depositó en las manos del arcángel Miguel después de envolverla en una especie de velos.
Pedro, los demás apóstoles y las tres vírgenes tributaron las honras fúnebres al cuerpo de María y lo depositaron en el féretro. Pedro tomó la palma que había traído el ángel y dijo a Juan: “Tú eres el virgen, tú eres el que debes ir cantando himnos delante del féretro con la palma en la mano”. Juan se resistía diciendo: “Tú eres nuestro padre y obispo; debes ir delante del féretro hasta que lo depositemos en su lugar”. Pedro tomó una solución de compromiso decidiendo que coronarían el féretro con la palma.
Transportaron el féretro entonando el salmo “Al salir Israel de Egipto” (Sal 114, 1). Tuvo lugar entonces el ataque de los judíos contra el féretro y sus portadores. Pero los ángeles los hirieron de ceguera. Los sacerdotes tropezaban contra las paredes, excepto un sacerdote, aquí anónimo, que se lanzó furioso contra el féretro y se agarró con sus manos donde estaba la palma. Sus manos se desprendieron de los codos. Pero Pedro le recomendó que besara el cuerpo de María, con lo que sus manos recobraron la salud. Pedro le entregó un retoño de la palma como remedio para comunicar la vista a los ciegos que creyeran que Jesús era el Hijo de Dios.
Los apóstoles transportaron el cuerpo de la Señora y lo depositaron en un sepulcro nuevo en el valle del Cedrón. A los tres días regresaron para honrar las reliquias de la Virgen María, pero cuando abrieron el ataúd, no encontraron otra cosa que unos lienzos. Y es que “la preciosa morada corporal había sido trasladada por Cristo Dios, que en ella se había encarnado, a la morada celestial” (c. 14).
(Foto: Tumba de la Virgen María en Jerusalén)
Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro