Hoy escriben Sofya Gevorkyan & Carlos A. Segovia
Hoy nos arriesgamos en una dirección distinta, haciéndonos eco de un largo artículo en el que venimos trabajando sobre el trasfondo paulino de uno de los debates clave del pensamiento contemporáneo, a saber: el debate en torno al carácter supuestamente «contingente» del mundo.
Nuestra hipótesis puede formularse así: Pablo no sólo inventó un cierto tipo de universalismo, que cabe denominar «utópico» por contraposición al universalismo «distópico» del imperialismo romano, sino que hizo del «anarquismo» conceptual la piedra angular del primero.
Podría añadirse que, a partir de ese momento, la historia de Occidente no ha hecho más que oscilar entre ambos extremos: la utopía paulina («todos somos iguales ante Dios y, siéndolo de antemano, no somos, en rigor, nada más que eso») y la distopía romana («antes o después, todos seréis como Roma, o bien ya no seréis nada»).
¿Pero cómo escapar a esa lógica doblemente disolutoria de las diferencias, que en ambos casos quedan reducidas a «no ser», y en nombre de la cual toda diferencia, es decir, toda alteridad, ha sido, en la historia de Occidente, sacrificada en el altar de lo Mismo, ya sea entendido en tanto que algo impuesto (a semejanza del Uno romano y, más tarde, del Uno cristiano) o interpretado en tanto que ideal regulativo (como el Uno paulino y, más tarde, el Uno moderno)? ¿Cómo escapar a esa lógica sin caer, por reacción, en el espejismo de que la sola manera legítima de mirar a lo real, de hacerle justicia y de comprometerse con ello consistiría más bien en admitir que todo difiere, que la realidad es algo así como un tapiz aleatorio («contingente») formado por diferencias puras: «esto», «aquello» y «lo de más allá», una suma de deícticos a falta de toda regla? En suma, ¿cómo escapar a la lógica totalitaria del Uno, cualquiera que éste sea, sin caer, de rebote, en el caos indiscernible de los Muchos?
No podemos responder aquí a esta pregunta, pero es esencial formularla para que así se vea cuál es el horizonte al que apuntamos por detrás de lo escrito; adelantemos, en todo caso, que, dado que la pregunta tiene un cierto aire algebraico (¿Uno o Muchos?), la respuesta habrá de tenerlo también.
Y, ahora, girémonos hacia Pablo…
***
Pablo proclama la abolición de toda arché (1 Cor 15, 24: “principio / principado”; traducido por nosotros como “puntos de referencia”, como luego justificaremos) y de toda «ley» (Gál 3, 13), que debe verse, según él, como una «maldición» (Gál 3, 13): Cristo pone fin a la «ley» (Rom 10, 4) para que así la «justicia de Dios» (Rom 3, 21-24; 10, 4) pueda extienda «graciosa y gratuitamente» (Rom 3, 21-24) para quienes «creen» (Rom 3, 21-24; 10, 4) independientemente de «quiénes» sean (Gál 3, 28; Rom 3, 21-24); sólo al volverse ellos «uno» (Gál 3, 28) serán «liberados» (Rom 3, 21-24) de todo «poder» (1 Cor 15, 24) y podrán ser entonces lo que tanto la ley romana, con su distinción entre «esclavos» y «hombres libres» (Gál 3, 28), como la ley judía, con su distinción entre «judíos» y «gentiles» (Gál 3, 28), les impide ser: «iguales» los unos a los otros por medio de Cristo (Gál 3, 28).
Neil Elliot y Brigitte Kahl proporcionan el escenario de la proclamación paulina (*):
Roma atribuye el «destino» de los pueblos a la «piedad» de sus antepasados, y del «hecho» de que Eneas pusiera a salvo a su padre, su hijo y sus dioses ancestrales tras la destrucción de Troya, deduce su superioridad frente a los demás pueblos y su legitimidad para dominarlos. Así pues, la dominación romana se basa en la división («nosotros frente a los demás») y la división en la supremacía («nosotros por encima de todos los demás», al igual que el cristianismo reclamará más tarde para sí mismo).
Pablo, subraya Elliot, opone a al universalismo «excluyente» de Roma un universalismo «incluyente» basado en una contra-leyenda: la leyenda de Abraham, quien, a diferencia de Eneas, abandonó a su padre y a los dioses de su padre para seguir a Dios en la confianza de que así recibiría una nueva posteridad. De acuerdo con ello, Pablo opone a Cristo, cuya muerte y resurrección hizo posible la incorporación de numerosos gentiles a Israel en calidad descendientes de Abraham, a Augusto, prototipo de los emperadores romanos, cuya venganza contra los asesinos de su padre únicamente trajo paz a quienes participaron en su venganza o la aprobaron.
«Que Jesús diera su vida para la salvación de otros, y además pecadores; que se tratara, a ojos de Roma, de otros inferiores e indignos, condenados a muerte; y que, dando así pues su vida por ellos, Jesús fuera resucitado por Dios, dando ejemplo, de ese modo, de señorío, conforme a la voluntad de Dios Padre y a imagen de éste, todo esto perturba, confunde y desorganiza la dialéctica imperial de en torno a la enemistad y el antagonismo, la identidad y alianza, impulsando un movimiento fuera del campo de batalla romano», escribe Kahl.
Dicho de otro modo: en contraposición al Uno que busca someter a los Muchos, Pablo aspira a hacer de los Muchos un Uno aún más poderoso. Así pues, un tipo de unidad sustituye al otro, un tipo de universalismo remplaza al otro. En un caso (Roma), el Uno resulta de privilegiar, de Dos términos, Uno sobre el Otro hasta el punto de declarar al Otro inexistente a corto o largo plazo, es decir, resulta de corromper una estructura originalmente binaria («nosotros, romanos, y frente a nosotros todos los demás») tornándola unívoca («nosotros, romanos y, de ahora en adelante, todos los demás también como nosotros»). En el otro caso (Pablo), el Uno resulta de declarar que todo es Uno para empezar («todos somos justificados por Dios de idéntico modo, y esa verdad a antecede cualquier división»).
***
Seguramente no es necesario insistir en ello: el cristianismo heredará el modelo romano, no el paulino. Extra Ecclesiam nulla salus (“Fuera de la Iglesia no hay salvación”), tal será la nueva forma que cobre con él la pax romana. La historia de Occidente es la historia las permutaciones de esa fórmula: colonialismo, bolchevismo, nazismo, liberalismo, etc. Pero es también la historia de su contrapunto, puesto que, una y otra vez, frente a ella se alzará el mismo sueño utópico de un mundo sin divisiones ni imposiciones.
Bien mirado, se trata de una tentación no sólo occidental. Pierre Clastres (**) nos habla de un grupo de guaraníes que, buscando dejar atrás esta «tierra imperfecta» (ymy mba’emegua), se puso varias veces en camino en dirección al sol naciente, rumbo a una «tierra sin mal» (ywy mara-eÿ). Y añade: «una y otra vez, tras alcanzar la costa, se sentían engañados, una y otra vez experimentaban el mismo fracaso, una y otra vez hacía presa en ellos el mismo pesar, entre ellos y la “tierra sin mal” un mismo obstáculo se dibujaba infranqueable: la mer allée avec le soleil (Rimbaud)». Lo específicamente occidental tal vez sea entonces la fuerza con la que ese sueño ha prendido en el imaginario colectivo, a pesar de todo. Y acaso no sea arriesgar mucho decir que Pablo es el responsable último.
El problema es que la sustitución paulina hace saltar por los aires nada menos que la realidad. Porque, sencillamente, no puede haber realidad alguna sin arché (“principado” / “punto de referencia”), cualquiera que éste sea; o, mejor dicho, sin toda una colección de archaí (plural) susceptibles de determinar (1) qué es lo que debe prevalecer en cada caso (v.g. en una relación amorosa, al navegar, al componer una sinfonía, al batirse en duelo, etc.), (2) qué es lo que conduce a ello y (3) que es lo que lo impide. Esto es, siempre son necesarios puntos de referencia a partir de los cuales improvisar, puesto que la vida es improvisación; pero sin puntos de referencia no es posible improvisar nada (**). Y tan peligroso es en este sentido pretender que hay un «modelo» o un punto de referencia único para todo al que todo debe «subordinarse» (sólo hay una manera de amar, otra de navegar, etc.), como pretender que las cosas «dan lo mismo» porque en el fondo «todo es lo mismo» (amar y batirse en un duelo, navegar y componer una sinfonía).
Pero, a fuerza de costumbre, a nosotros esto último ya no nos parece tan peligroso, y éste es el verdadero peligro. Porque contra el primero estamos debidamente en guardia: huimos del totalitarismo en cuanto le vemos asomar las orejas. En cambio, al otro lobo se las perdonamos. O hacemos como si no se las viéramos. Y así se sigue que en nuestra realidad todo da lo mismo: el trabajo forzoso de menores en el tercer mundo coexiste con nuestros smartphones, los productos bio con la deforestación de la Amazonía, y así indefinidamente.
***
Es necesario, para terminar, justificar nuestra traducción de archaí por «puntos de referencia». Por un lado, arché significa «comienzo» u «origen». Por otro lado, significa «lo que gobierna» o «lo que rige». El término «principio» es indicado, pues reúne ambos significados. Sin embargo, de entre ellos, el primero, atestiguado en Homero, es también el más antiguo, mientras que el segundo está documentado por primera vez en Píndaro. Por otra parte, arché es un sustantivo verbal del verbo árchō, que significa «ser el primero» con valor temporal y, por derivación, «ser el primero» con valor de rango. Asimismo —y esto es algo que suele indebidamente pasarse por alto— al campo semántico al que pertenece dicho verbo griego pertenece también la raíz protoindoeuropea * h₂erǵ-, que significa «relucir» y de la que provienen palabras como argentum («plata» en latín) y argós («blanco» en griego). Por tanto, es posible traducir arché como: «lo antiguo que brilla y guía». Añadamos que corresponde solamente a la «inteligencia práctica» (phrónēsis), basada en el uso acertado y cumulativo, determinar cuáles puedan ser los archaí en cada caso.
Hacer de arché e imperium términos equivalentes es, en cambio, la raíz de todo el problema, ya sea que con ello se trate de imponer tal o cual autoridad de manera arbitraria o de deslegitimarla y revocarla. Y nunca es demasiado tarde para pensar qué es lo que esa «doble pinza» suprime, es decir, qué es lo que escapa tanto al Imperio de Roma como al Dios de Pablo.
Al fin y al cabo, los mayores peligros de toda sociedad son, como observa acertadamente Alain Côté, dos: el «exceso de indiferenciación» y el «exceso de diferenciación»; o, en términos de Bateson, la «cismogénesis simétrica» (que acumula réplicas de lo mismo, oponiéndolas entre sí para conjurar toda posible diferencia) y la «cismogénesis complementaria» (en la que toda relación es una relación de oposición subordinativa del tipo «amo» y «esclavo») (***).
(Más en http://polymorph.blog)
Saludos cordiales
Notas
(*) Véase Neil Elliot, The Arrogance of Nations: Reading Romans in the Shadow of Empire (Minneapolis: Fortress Press, 2008) y Brigitte Kahl, Galatians Re-imagined: Reading with the Eyes of the Vanquished (Minneapolis: Fortress Press, 2010).
(**) En La sociedad contra el estado, obra de la que hay traducción al castellano, aunque nosotros citamos aquí de memoria el original francés. Véase asimismo Hélène Clastres, La Terre sans Mal. Le prophétisme tupi-guarani (París: Seuil, 1975).
(***) De Côté pueden consultarse «Analogie et order sociale» (en L’Ethnographie, vol. 89, núm. 1 (1993): 43-59). De Bateson, Naven (Stanford, CA: Stanford University Press, 21958).
Saludos cordiales de Sofya Gevorkyan & Carlos A. Segovia
Hoy nos arriesgamos en una dirección distinta, haciéndonos eco de un largo artículo en el que venimos trabajando sobre el trasfondo paulino de uno de los debates clave del pensamiento contemporáneo, a saber: el debate en torno al carácter supuestamente «contingente» del mundo.
Nuestra hipótesis puede formularse así: Pablo no sólo inventó un cierto tipo de universalismo, que cabe denominar «utópico» por contraposición al universalismo «distópico» del imperialismo romano, sino que hizo del «anarquismo» conceptual la piedra angular del primero.
Podría añadirse que, a partir de ese momento, la historia de Occidente no ha hecho más que oscilar entre ambos extremos: la utopía paulina («todos somos iguales ante Dios y, siéndolo de antemano, no somos, en rigor, nada más que eso») y la distopía romana («antes o después, todos seréis como Roma, o bien ya no seréis nada»).
¿Pero cómo escapar a esa lógica doblemente disolutoria de las diferencias, que en ambos casos quedan reducidas a «no ser», y en nombre de la cual toda diferencia, es decir, toda alteridad, ha sido, en la historia de Occidente, sacrificada en el altar de lo Mismo, ya sea entendido en tanto que algo impuesto (a semejanza del Uno romano y, más tarde, del Uno cristiano) o interpretado en tanto que ideal regulativo (como el Uno paulino y, más tarde, el Uno moderno)? ¿Cómo escapar a esa lógica sin caer, por reacción, en el espejismo de que la sola manera legítima de mirar a lo real, de hacerle justicia y de comprometerse con ello consistiría más bien en admitir que todo difiere, que la realidad es algo así como un tapiz aleatorio («contingente») formado por diferencias puras: «esto», «aquello» y «lo de más allá», una suma de deícticos a falta de toda regla? En suma, ¿cómo escapar a la lógica totalitaria del Uno, cualquiera que éste sea, sin caer, de rebote, en el caos indiscernible de los Muchos?
No podemos responder aquí a esta pregunta, pero es esencial formularla para que así se vea cuál es el horizonte al que apuntamos por detrás de lo escrito; adelantemos, en todo caso, que, dado que la pregunta tiene un cierto aire algebraico (¿Uno o Muchos?), la respuesta habrá de tenerlo también.
Y, ahora, girémonos hacia Pablo…
***
Pablo proclama la abolición de toda arché (1 Cor 15, 24: “principio / principado”; traducido por nosotros como “puntos de referencia”, como luego justificaremos) y de toda «ley» (Gál 3, 13), que debe verse, según él, como una «maldición» (Gál 3, 13): Cristo pone fin a la «ley» (Rom 10, 4) para que así la «justicia de Dios» (Rom 3, 21-24; 10, 4) pueda extienda «graciosa y gratuitamente» (Rom 3, 21-24) para quienes «creen» (Rom 3, 21-24; 10, 4) independientemente de «quiénes» sean (Gál 3, 28; Rom 3, 21-24); sólo al volverse ellos «uno» (Gál 3, 28) serán «liberados» (Rom 3, 21-24) de todo «poder» (1 Cor 15, 24) y podrán ser entonces lo que tanto la ley romana, con su distinción entre «esclavos» y «hombres libres» (Gál 3, 28), como la ley judía, con su distinción entre «judíos» y «gentiles» (Gál 3, 28), les impide ser: «iguales» los unos a los otros por medio de Cristo (Gál 3, 28).
Neil Elliot y Brigitte Kahl proporcionan el escenario de la proclamación paulina (*):
Roma atribuye el «destino» de los pueblos a la «piedad» de sus antepasados, y del «hecho» de que Eneas pusiera a salvo a su padre, su hijo y sus dioses ancestrales tras la destrucción de Troya, deduce su superioridad frente a los demás pueblos y su legitimidad para dominarlos. Así pues, la dominación romana se basa en la división («nosotros frente a los demás») y la división en la supremacía («nosotros por encima de todos los demás», al igual que el cristianismo reclamará más tarde para sí mismo).
Pablo, subraya Elliot, opone a al universalismo «excluyente» de Roma un universalismo «incluyente» basado en una contra-leyenda: la leyenda de Abraham, quien, a diferencia de Eneas, abandonó a su padre y a los dioses de su padre para seguir a Dios en la confianza de que así recibiría una nueva posteridad. De acuerdo con ello, Pablo opone a Cristo, cuya muerte y resurrección hizo posible la incorporación de numerosos gentiles a Israel en calidad descendientes de Abraham, a Augusto, prototipo de los emperadores romanos, cuya venganza contra los asesinos de su padre únicamente trajo paz a quienes participaron en su venganza o la aprobaron.
«Que Jesús diera su vida para la salvación de otros, y además pecadores; que se tratara, a ojos de Roma, de otros inferiores e indignos, condenados a muerte; y que, dando así pues su vida por ellos, Jesús fuera resucitado por Dios, dando ejemplo, de ese modo, de señorío, conforme a la voluntad de Dios Padre y a imagen de éste, todo esto perturba, confunde y desorganiza la dialéctica imperial de en torno a la enemistad y el antagonismo, la identidad y alianza, impulsando un movimiento fuera del campo de batalla romano», escribe Kahl.
Dicho de otro modo: en contraposición al Uno que busca someter a los Muchos, Pablo aspira a hacer de los Muchos un Uno aún más poderoso. Así pues, un tipo de unidad sustituye al otro, un tipo de universalismo remplaza al otro. En un caso (Roma), el Uno resulta de privilegiar, de Dos términos, Uno sobre el Otro hasta el punto de declarar al Otro inexistente a corto o largo plazo, es decir, resulta de corromper una estructura originalmente binaria («nosotros, romanos, y frente a nosotros todos los demás») tornándola unívoca («nosotros, romanos y, de ahora en adelante, todos los demás también como nosotros»). En el otro caso (Pablo), el Uno resulta de declarar que todo es Uno para empezar («todos somos justificados por Dios de idéntico modo, y esa verdad a antecede cualquier división»).
***
Seguramente no es necesario insistir en ello: el cristianismo heredará el modelo romano, no el paulino. Extra Ecclesiam nulla salus (“Fuera de la Iglesia no hay salvación”), tal será la nueva forma que cobre con él la pax romana. La historia de Occidente es la historia las permutaciones de esa fórmula: colonialismo, bolchevismo, nazismo, liberalismo, etc. Pero es también la historia de su contrapunto, puesto que, una y otra vez, frente a ella se alzará el mismo sueño utópico de un mundo sin divisiones ni imposiciones.
Bien mirado, se trata de una tentación no sólo occidental. Pierre Clastres (**) nos habla de un grupo de guaraníes que, buscando dejar atrás esta «tierra imperfecta» (ymy mba’emegua), se puso varias veces en camino en dirección al sol naciente, rumbo a una «tierra sin mal» (ywy mara-eÿ). Y añade: «una y otra vez, tras alcanzar la costa, se sentían engañados, una y otra vez experimentaban el mismo fracaso, una y otra vez hacía presa en ellos el mismo pesar, entre ellos y la “tierra sin mal” un mismo obstáculo se dibujaba infranqueable: la mer allée avec le soleil (Rimbaud)». Lo específicamente occidental tal vez sea entonces la fuerza con la que ese sueño ha prendido en el imaginario colectivo, a pesar de todo. Y acaso no sea arriesgar mucho decir que Pablo es el responsable último.
El problema es que la sustitución paulina hace saltar por los aires nada menos que la realidad. Porque, sencillamente, no puede haber realidad alguna sin arché (“principado” / “punto de referencia”), cualquiera que éste sea; o, mejor dicho, sin toda una colección de archaí (plural) susceptibles de determinar (1) qué es lo que debe prevalecer en cada caso (v.g. en una relación amorosa, al navegar, al componer una sinfonía, al batirse en duelo, etc.), (2) qué es lo que conduce a ello y (3) que es lo que lo impide. Esto es, siempre son necesarios puntos de referencia a partir de los cuales improvisar, puesto que la vida es improvisación; pero sin puntos de referencia no es posible improvisar nada (**). Y tan peligroso es en este sentido pretender que hay un «modelo» o un punto de referencia único para todo al que todo debe «subordinarse» (sólo hay una manera de amar, otra de navegar, etc.), como pretender que las cosas «dan lo mismo» porque en el fondo «todo es lo mismo» (amar y batirse en un duelo, navegar y componer una sinfonía).
Pero, a fuerza de costumbre, a nosotros esto último ya no nos parece tan peligroso, y éste es el verdadero peligro. Porque contra el primero estamos debidamente en guardia: huimos del totalitarismo en cuanto le vemos asomar las orejas. En cambio, al otro lobo se las perdonamos. O hacemos como si no se las viéramos. Y así se sigue que en nuestra realidad todo da lo mismo: el trabajo forzoso de menores en el tercer mundo coexiste con nuestros smartphones, los productos bio con la deforestación de la Amazonía, y así indefinidamente.
***
Es necesario, para terminar, justificar nuestra traducción de archaí por «puntos de referencia». Por un lado, arché significa «comienzo» u «origen». Por otro lado, significa «lo que gobierna» o «lo que rige». El término «principio» es indicado, pues reúne ambos significados. Sin embargo, de entre ellos, el primero, atestiguado en Homero, es también el más antiguo, mientras que el segundo está documentado por primera vez en Píndaro. Por otra parte, arché es un sustantivo verbal del verbo árchō, que significa «ser el primero» con valor temporal y, por derivación, «ser el primero» con valor de rango. Asimismo —y esto es algo que suele indebidamente pasarse por alto— al campo semántico al que pertenece dicho verbo griego pertenece también la raíz protoindoeuropea * h₂erǵ-, que significa «relucir» y de la que provienen palabras como argentum («plata» en latín) y argós («blanco» en griego). Por tanto, es posible traducir arché como: «lo antiguo que brilla y guía». Añadamos que corresponde solamente a la «inteligencia práctica» (phrónēsis), basada en el uso acertado y cumulativo, determinar cuáles puedan ser los archaí en cada caso.
Hacer de arché e imperium términos equivalentes es, en cambio, la raíz de todo el problema, ya sea que con ello se trate de imponer tal o cual autoridad de manera arbitraria o de deslegitimarla y revocarla. Y nunca es demasiado tarde para pensar qué es lo que esa «doble pinza» suprime, es decir, qué es lo que escapa tanto al Imperio de Roma como al Dios de Pablo.
Al fin y al cabo, los mayores peligros de toda sociedad son, como observa acertadamente Alain Côté, dos: el «exceso de indiferenciación» y el «exceso de diferenciación»; o, en términos de Bateson, la «cismogénesis simétrica» (que acumula réplicas de lo mismo, oponiéndolas entre sí para conjurar toda posible diferencia) y la «cismogénesis complementaria» (en la que toda relación es una relación de oposición subordinativa del tipo «amo» y «esclavo») (***).
(Más en http://polymorph.blog)
Saludos cordiales
Notas
(*) Véase Neil Elliot, The Arrogance of Nations: Reading Romans in the Shadow of Empire (Minneapolis: Fortress Press, 2008) y Brigitte Kahl, Galatians Re-imagined: Reading with the Eyes of the Vanquished (Minneapolis: Fortress Press, 2010).
(**) En La sociedad contra el estado, obra de la que hay traducción al castellano, aunque nosotros citamos aquí de memoria el original francés. Véase asimismo Hélène Clastres, La Terre sans Mal. Le prophétisme tupi-guarani (París: Seuil, 1975).
(***) De Côté pueden consultarse «Analogie et order sociale» (en L’Ethnographie, vol. 89, núm. 1 (1993): 43-59). De Bateson, Naven (Stanford, CA: Stanford University Press, 21958).
Saludos cordiales de Sofya Gevorkyan & Carlos A. Segovia