Escribe Gonzalo Fontana Elboj
Universidad de Zaragoza
Desengañémonos: la más elemental de las reflexiones sobre la verdad del mundo nos pone ante una realidad tan incuestionable como poco alentadora para las gentes de la academia: durante muchos siglos, los únicos conocimientos precisos que la mayoría de la población europea tuvo sobre la Roma pagana se reducían a dos muy escuetas noticias relativas, respectivamente, a Augusto y a Poncio Pilato. Y ello sólo porque ambos conformaban los jalones del drama de Jesús de Nazaret, nacido en Belén por un decreto imperial y ajusticiado en Jerusalén por la arbitraria actuación de un pusilánime jerarca romano. De no ser por eso, aquella masa iletrada jamás habría tenido ninguna noción más concreta de su glorioso, pero fenecido, pasado romano.
De hecho, resulta irónico que un oscuro prefecto provincial, que, en otras circunstancias, sólo habría merecido el interés de algún epigrafista puntilloso Poncio Pilato (véase Annales Epigrapahiques 1963, 104; Cesarea Maritima), haya alcanzado un renombre que muchos de sus coetáneos habrían considerado ciertamente inmerecido. Con todo, la reiterada fórmula del Credo dominical —“padeció so el poder de Poncio Pilato”— instruía eficazmente a la feligresía. Muchos más eran, claro está, los méritos del príncipe para perdurar en el recuerdo de los hombres; y, sin embargo, sin el vínculo circunstancial con Jesús, y en un mundo en el que Roma era patrimonio de las gentes de letras, también su nombre habría arrumbado en el olvido de los más. No menospreciemos el poder del Leteo.
Una pequeña inquisición callejera hoy día sobre el origen y el nombre de la ciudad de Zaragoza sería reveladora y edificante. Con todo, y por más que no se tratara de un genuino recuerdo histórico, la liturgia navideña mantuvo vivo el nombre de Augusto César: a poco latín que entendieran, durante 15 siglos los fieles supieron del nacimiento de Jesús en su reinado: “Factum est autem in diebus illis, exiit edictum a Caesare Augusto ut describeretur universus orbis...” = En aquellos días salió un edicto de César... Hoy, empero, 50 años de liturgia postconciliar, así como los estragos de varios planes educativos, nos aconsejan verter al cotidiano romance la sonora y arrinconada Vulgata:
Sucedió que por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento tuvo lugar siendo gobernador de Siria Cirino. Iban todos a empadronarse, cada uno a su ciudad. Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito... (Lc 2, 1-7)
Una lectura superficial de las breves frases con las que el autor del tercer evangelio da comienzo a su narración podría inducirnos a suponer que éstas constituyen una relación aséptica de las circunstancias del nacimiento de Jesús, acaecido en Belén con motivo de un censo romano: el empleo de la fórmula “siendo gobernador de Siria Cirino” —con ese genitivo absoluto tan familiar para quien cursó su bachillerato de letras— sería, sin más, un recurso estereotipado para datar el acontecimiento en el marco de una prosa historizante. Ahora bien, no podemos despachar la cuestión de forma tan sencilla. Y es que la mención no es, en ningún caso, una simple indicación temporal: el evangelista tenía muy poderosas razones para imbricar su relato en un marco histórico tan preciso; y es que necesitaba conciliar dos hechos: de un lado, que Jesús procedía de la norteña Galilea, lo mismo que su familia, residente habitual en aquella región (Mc 6, 1-3); de otro, que el Mesías tenía, indefectiblemente, que nacer en Belén de Judá, patria del rey David, tal como habían predicho los profetas (Miqueas 5, 1, 3; Mateo 2, 5-6).
Nos hallaríamos, pues, ante un relato de esos que los especialistas llaman “narraciones haggádicas” (narraciones expansivas a propósito de la Biblia propia de rabinos) y que están destinados a dar cumplimiento a los vaticinios veterotestamentarios: como el Mesías que tenía que nacer en Belén, el evangelista habría creado un relato en el que Jesús nacía en Belén. Mas, ¿cómo pudo ser así, si su familia residía en Galilea? Porque los padres de Jesús habían tenido que salir de Nazaret para ir a empadronarse en Belén, lugar al que José se sentiría vinculado por ser descendiente de David. O de otra manera, el autor lucano habría buscado una situación histórica concreta como marco narrativo verosímil para el nacimiento de Jesús, operación que, de paso, le permitía establecer una solapada distancia con el sistema ideológico augusteo:
Al afirmar que la salvación tiene lugar en la historia, toma un color político: la teología política de Augusto, reforzada especialmente en Oriente por la veneración religiosa del monarca, queda aquí desenmascarada y absorbida por la afirmación cristológica. (F. Bovon El Evangelio según san Lucas I (Lc 1, 1-9, 50), Salamanca, Sígueme, pp. 171-175. 2005, p. 172)
Ahora bien, semejante ambientación, si bien muy exitosa desde el punto de vista teológico, resultaba de lo más problemática como relato histórico: así lo manifiesta J. A. Fitzmyer (El evangelio según San Lucas, Madrid, Cristiandad, 1987, vol. II, pp. 207-220.), el más prestigioso de los comentaristas del Evangelio de san Lucas: “... quedará bien claro que la cuestión del censo es un recurso puramente literario para relacionar a José y María, residentes en Nazaret, con Belén”. En efecto, no es fácil aceptar que el galileo José tratara de censarse en la aldea en la que había nacido un ilustre antepasado mil años antes. ¿O acaso resulta verosímil que tuviera posesiones en Belén? Es de suponer que el poder romano, interesado en la recaudación fiscal, desease censar a sus súbditos en su residencia y no en lugares con los que no tenían nada que ver desde el punto de vista tributario. Así, por ejemplo, lo demuestra el edicto de un prefecto de Egipto en 104 d. C., en donde se explicita que el censo se ha de realizar en el domicilio, y no en el lugar de origen:
Gayo Vibio Máximo, procurador de Egipto, declara: ‘Habiéndose iniciado el censo por casas, es preciso que se anuncie a todos aquellos que, por cualquier causa estén ausentes de sus nomos, que regresen a sus hogares, no sólo para que cumplan el acostumbrado menester del censo, sino para que se dediquen a los cultivos que les conciernan’. (Papiro de Londres III 904). [trad. G. Fontana]
Más todavía se puede decir de los demás problemas que suscita el texto: como subraya el padre Fitzmyer, los censos romanos eran de alcance provincial y no universal, tal como quiere dar a entender el autor evangélico; por no hablar del grave error cronológico de datar el censo en vida de Herodes el Grande (muerto el a. 4 a. C.), siendo que este empadronamiento, según consigna Flavio Josefo (Antigüedades de los Judíos XVIII 2), aconteció en el año 6 d. C. Así pues, el objetivo de esta pequeña nota es el de determinar, sin excesivos tecnicismos, si los yerros del pasaje se deben a simples deslices de un autor más fajado en la exégesis escriturística que en el arte de la precisión histórica, o si son, más bien, resultado de una operación deliberada. O de otra manera, nuestro pequeño homenaje a Augusto consistirá en tratar de explicar por qué razones el autor del tercer evangelio decidió incluirlo en su relato.
No obstante, y antes de proseguir con nuestra argumentación, hemos de aclarar que la solución a este problema ya ha sido ampliamente trabajada por muchas generaciones de historiadores y pasa, necesariamente, por el examen de ciertas cuestiones que aquí resultan inabordables: de un lado, habría que averiguar si Quirino organizó, en realidad, dos censos, hipótesis que exigiría que hubiera sido dos veces gobernador de Siria, lo cual es muy poco verosímil y además nos arrastraría a una discusión epigráfica muy compleja. En efecto, es posible reconstruir en parte su carrera política a partir de varias inscripciones fragmentarias y de difícil interpretación gramatical. En rigor, y según las interpretemos, nos hallaremos ante una u otra solución. Y es que, como señala F. Bovon, “se ha escrito todo lo posible para armonizar a Lucas y a Flavio Josefo”, y para ello se ha releído el material epigráfico de las formas más interesadas y retorcidas. Así, el muy acreditado Theodor Mommsen no tuvo ningún empacho en atribuir a nuestro gobernador de Siria una inscripción muy dañada (Corpus Inscriptionum Latinarum XIV 3613), en la que, de hecho, no había atisbo de su nombre. Sin embargo, una vez aceptado que él era el titular del epígrafe —tal era la autoridad del sabio germano—, ya estaba claro que había sido gobernador de Siria en dos ocasiones y, por tanto, no había discrepancia entre la nota de Lucas y la información historiográfica de Josefo, textos que estaban aludiendo, pues, a distintas realidades históricas.
Sin embargo, a día de hoy, la crítica contemporánea ya ha desistido de buscar ese fantasmal primer censo de Quirino: existe un consenso universal en que sólo hubo un único censo, el del año 6 d.C. Otro problema del que tampoco nos podremos ocupar aquí pasa por desentrañar el sentido de la expresión “haúte he apographè próte”, la que el traductor de la Biblia de Jerusalén ha despachado con su “Este primer empadronamiento...”. En efecto, como enfatiza el padre Fitzmayer, “la construcción es bastante áspera en griego y crea problemas para interpretar la frase...”, es evidente que un examen de esta cuestión sólo nos llevaría a una extemporánea discusión sobre sintaxis griega, impropia de este ámbito.
Mañana concluimos
Saludos cordiales de Gonzalo Fontana
Universidad de Zaragoza
Desengañémonos: la más elemental de las reflexiones sobre la verdad del mundo nos pone ante una realidad tan incuestionable como poco alentadora para las gentes de la academia: durante muchos siglos, los únicos conocimientos precisos que la mayoría de la población europea tuvo sobre la Roma pagana se reducían a dos muy escuetas noticias relativas, respectivamente, a Augusto y a Poncio Pilato. Y ello sólo porque ambos conformaban los jalones del drama de Jesús de Nazaret, nacido en Belén por un decreto imperial y ajusticiado en Jerusalén por la arbitraria actuación de un pusilánime jerarca romano. De no ser por eso, aquella masa iletrada jamás habría tenido ninguna noción más concreta de su glorioso, pero fenecido, pasado romano.
De hecho, resulta irónico que un oscuro prefecto provincial, que, en otras circunstancias, sólo habría merecido el interés de algún epigrafista puntilloso Poncio Pilato (véase Annales Epigrapahiques 1963, 104; Cesarea Maritima), haya alcanzado un renombre que muchos de sus coetáneos habrían considerado ciertamente inmerecido. Con todo, la reiterada fórmula del Credo dominical —“padeció so el poder de Poncio Pilato”— instruía eficazmente a la feligresía. Muchos más eran, claro está, los méritos del príncipe para perdurar en el recuerdo de los hombres; y, sin embargo, sin el vínculo circunstancial con Jesús, y en un mundo en el que Roma era patrimonio de las gentes de letras, también su nombre habría arrumbado en el olvido de los más. No menospreciemos el poder del Leteo.
Una pequeña inquisición callejera hoy día sobre el origen y el nombre de la ciudad de Zaragoza sería reveladora y edificante. Con todo, y por más que no se tratara de un genuino recuerdo histórico, la liturgia navideña mantuvo vivo el nombre de Augusto César: a poco latín que entendieran, durante 15 siglos los fieles supieron del nacimiento de Jesús en su reinado: “Factum est autem in diebus illis, exiit edictum a Caesare Augusto ut describeretur universus orbis...” = En aquellos días salió un edicto de César... Hoy, empero, 50 años de liturgia postconciliar, así como los estragos de varios planes educativos, nos aconsejan verter al cotidiano romance la sonora y arrinconada Vulgata:
Sucedió que por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento tuvo lugar siendo gobernador de Siria Cirino. Iban todos a empadronarse, cada uno a su ciudad. Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito... (Lc 2, 1-7)
Una lectura superficial de las breves frases con las que el autor del tercer evangelio da comienzo a su narración podría inducirnos a suponer que éstas constituyen una relación aséptica de las circunstancias del nacimiento de Jesús, acaecido en Belén con motivo de un censo romano: el empleo de la fórmula “siendo gobernador de Siria Cirino” —con ese genitivo absoluto tan familiar para quien cursó su bachillerato de letras— sería, sin más, un recurso estereotipado para datar el acontecimiento en el marco de una prosa historizante. Ahora bien, no podemos despachar la cuestión de forma tan sencilla. Y es que la mención no es, en ningún caso, una simple indicación temporal: el evangelista tenía muy poderosas razones para imbricar su relato en un marco histórico tan preciso; y es que necesitaba conciliar dos hechos: de un lado, que Jesús procedía de la norteña Galilea, lo mismo que su familia, residente habitual en aquella región (Mc 6, 1-3); de otro, que el Mesías tenía, indefectiblemente, que nacer en Belén de Judá, patria del rey David, tal como habían predicho los profetas (Miqueas 5, 1, 3; Mateo 2, 5-6).
Nos hallaríamos, pues, ante un relato de esos que los especialistas llaman “narraciones haggádicas” (narraciones expansivas a propósito de la Biblia propia de rabinos) y que están destinados a dar cumplimiento a los vaticinios veterotestamentarios: como el Mesías que tenía que nacer en Belén, el evangelista habría creado un relato en el que Jesús nacía en Belén. Mas, ¿cómo pudo ser así, si su familia residía en Galilea? Porque los padres de Jesús habían tenido que salir de Nazaret para ir a empadronarse en Belén, lugar al que José se sentiría vinculado por ser descendiente de David. O de otra manera, el autor lucano habría buscado una situación histórica concreta como marco narrativo verosímil para el nacimiento de Jesús, operación que, de paso, le permitía establecer una solapada distancia con el sistema ideológico augusteo:
Al afirmar que la salvación tiene lugar en la historia, toma un color político: la teología política de Augusto, reforzada especialmente en Oriente por la veneración religiosa del monarca, queda aquí desenmascarada y absorbida por la afirmación cristológica. (F. Bovon El Evangelio según san Lucas I (Lc 1, 1-9, 50), Salamanca, Sígueme, pp. 171-175. 2005, p. 172)
Ahora bien, semejante ambientación, si bien muy exitosa desde el punto de vista teológico, resultaba de lo más problemática como relato histórico: así lo manifiesta J. A. Fitzmyer (El evangelio según San Lucas, Madrid, Cristiandad, 1987, vol. II, pp. 207-220.), el más prestigioso de los comentaristas del Evangelio de san Lucas: “... quedará bien claro que la cuestión del censo es un recurso puramente literario para relacionar a José y María, residentes en Nazaret, con Belén”. En efecto, no es fácil aceptar que el galileo José tratara de censarse en la aldea en la que había nacido un ilustre antepasado mil años antes. ¿O acaso resulta verosímil que tuviera posesiones en Belén? Es de suponer que el poder romano, interesado en la recaudación fiscal, desease censar a sus súbditos en su residencia y no en lugares con los que no tenían nada que ver desde el punto de vista tributario. Así, por ejemplo, lo demuestra el edicto de un prefecto de Egipto en 104 d. C., en donde se explicita que el censo se ha de realizar en el domicilio, y no en el lugar de origen:
Gayo Vibio Máximo, procurador de Egipto, declara: ‘Habiéndose iniciado el censo por casas, es preciso que se anuncie a todos aquellos que, por cualquier causa estén ausentes de sus nomos, que regresen a sus hogares, no sólo para que cumplan el acostumbrado menester del censo, sino para que se dediquen a los cultivos que les conciernan’. (Papiro de Londres III 904). [trad. G. Fontana]
Más todavía se puede decir de los demás problemas que suscita el texto: como subraya el padre Fitzmyer, los censos romanos eran de alcance provincial y no universal, tal como quiere dar a entender el autor evangélico; por no hablar del grave error cronológico de datar el censo en vida de Herodes el Grande (muerto el a. 4 a. C.), siendo que este empadronamiento, según consigna Flavio Josefo (Antigüedades de los Judíos XVIII 2), aconteció en el año 6 d. C. Así pues, el objetivo de esta pequeña nota es el de determinar, sin excesivos tecnicismos, si los yerros del pasaje se deben a simples deslices de un autor más fajado en la exégesis escriturística que en el arte de la precisión histórica, o si son, más bien, resultado de una operación deliberada. O de otra manera, nuestro pequeño homenaje a Augusto consistirá en tratar de explicar por qué razones el autor del tercer evangelio decidió incluirlo en su relato.
No obstante, y antes de proseguir con nuestra argumentación, hemos de aclarar que la solución a este problema ya ha sido ampliamente trabajada por muchas generaciones de historiadores y pasa, necesariamente, por el examen de ciertas cuestiones que aquí resultan inabordables: de un lado, habría que averiguar si Quirino organizó, en realidad, dos censos, hipótesis que exigiría que hubiera sido dos veces gobernador de Siria, lo cual es muy poco verosímil y además nos arrastraría a una discusión epigráfica muy compleja. En efecto, es posible reconstruir en parte su carrera política a partir de varias inscripciones fragmentarias y de difícil interpretación gramatical. En rigor, y según las interpretemos, nos hallaremos ante una u otra solución. Y es que, como señala F. Bovon, “se ha escrito todo lo posible para armonizar a Lucas y a Flavio Josefo”, y para ello se ha releído el material epigráfico de las formas más interesadas y retorcidas. Así, el muy acreditado Theodor Mommsen no tuvo ningún empacho en atribuir a nuestro gobernador de Siria una inscripción muy dañada (Corpus Inscriptionum Latinarum XIV 3613), en la que, de hecho, no había atisbo de su nombre. Sin embargo, una vez aceptado que él era el titular del epígrafe —tal era la autoridad del sabio germano—, ya estaba claro que había sido gobernador de Siria en dos ocasiones y, por tanto, no había discrepancia entre la nota de Lucas y la información historiográfica de Josefo, textos que estaban aludiendo, pues, a distintas realidades históricas.
Sin embargo, a día de hoy, la crítica contemporánea ya ha desistido de buscar ese fantasmal primer censo de Quirino: existe un consenso universal en que sólo hubo un único censo, el del año 6 d.C. Otro problema del que tampoco nos podremos ocupar aquí pasa por desentrañar el sentido de la expresión “haúte he apographè próte”, la que el traductor de la Biblia de Jerusalén ha despachado con su “Este primer empadronamiento...”. En efecto, como enfatiza el padre Fitzmayer, “la construcción es bastante áspera en griego y crea problemas para interpretar la frase...”, es evidente que un examen de esta cuestión sólo nos llevaría a una extemporánea discusión sobre sintaxis griega, impropia de este ámbito.
Mañana concluimos
Saludos cordiales de Gonzalo Fontana