Escribe Antonio Piñero
Difícil día este, aunque siempre lleno de buenos augurios para quien estaba tratando un tema, “patrones de recurrencia” que no pega hoy ni con la mejor cola. Paso entonces a transcribir un pasaje de una vida popular de san José que escribí para RBA, y cuyo existir y porvenir entre los torbellinos de la prensa desconozco. Naturalmente el texto tiene sabor navideño y está basado parcialmente en los apócrifos neotestamentarios de la infancia:
»Ocurrió 3774 años después de la creación del mundo, el día veinte de mayo, según la tradición. José sintió que este fenómeno singular de quietud universal había durado tan sólo unos instantes. Pasados esos momentos, el patriarca pudo continuar su búsqueda. Mas he aquí que en el camino que llevaba a la gruta divisó a una muchacha que bajaba directamente a su encuentro. En una mano llevaba unos lienzos y en la otra un taburete, que usaban las comadronas en Israel para sentarse al lado de las parturientas. En una casa hebrea no había sillas normalmente, y cada partera llevaba su propio avío para asistir a las que estaban de parto. José adivinó enseguida el oficio de la muchacha y le preguntó: “Hija, ¿a dónde vas con ese taburete?”. Respondió la joven: “Me ha mandado aquí mi maestra, ya que un adolescente alto, vestido de blanco, muy bello, apareció por nuestra casa con toda prisa, y nos indicó el camino para asistir a un nuevo parto, pues una joven estaba para dar a luz por vez primera. Mi ama, Zelomí, me envió por delante. Ella, anciana, viene detrás. Lo cierto es que yo no conocía la existencia de esta cueva. He preguntado por el pueblo y otros tampoco sabían nada de ella”.
»Efectivamente, poco después apareció la anciana. José la urgió para que se acercara prestamente con él a la gruta. La mujer dijo a José: “Ya soy vieja y débil, y mi joven aprendiza carece de experiencia. Por eso he avisado también a otra partera para que nos ayude. Espero que venga enseguida”. Se encaminaron todos juntos a la cueva. Zelomí se interesaba por María y formulaba muchas preguntas a José, quien mostraba poco interés en responderle. Presionado, acabó por decirle que María era en realidad sólo su esposa o prometida. La partera inquirió: “¿No es tu mujer aún?”. José dijo: “No todavía. Es María, una de las que se criaron en el Templo y ha concebido de modo sobrenatural”. Replicó la partera: “¿Cómo puede ser verdad esto?”. José dijo bruscamente: “Pues ven y verás”. Y no añadió ni una palabra más.
Salomé, la partera
»Por fin entraron en la cueva. José dijo a las dos mujeres: “Pasad y asistid a María, mi esposa”. La comadrona se sobrecogió de miedo al penetrar en el interior de la cueva por la brillantísima y misteriosa luz que había dentro. Fuera, el sol había comenzado su declinación y era esperable una cierta oscuridad. Pero –gran sorpresa-- cuando se hallaron delante de María, ya esta había dado a luz sola, y se encontrada sentada sobre una piedra redonda, con un hermoso niño entre sus brazos: había alumbrado a su hijo lejos de los hombres y sin ayuda ninguna. María sonreía, mientras José, Zelomí y su ayudante contemplaban atónitos la escena.
»José dijo a María, extrañado igualmente del repentino y rapidísimo parto de su esposa en solitario: “Aquí te he traído a estas mujeres... al menos por si necesitas algún remedio”. Pasó un poco de tiempo mientras la partera examinaba al niño y a su madre, y José se mantenía respetuosamente a distancia. De repente, Zelomí se puso a gritar con tan grandes voces que retumbaron todos los rincones de la caverna. Entre exclamaciones de asombro, dijo estas claras palabras: “¡Misericordia, Señor y Dios grande, pues jamás se ha visto lo que yo veo: que unos pechos estén henchidos de leche y, a la vez, un niño recién nacido esté anunciando en silencio la virginidad de su madre! Ninguna mancha de sangre en el recién nacido, ningún dolor ni secuelas en la parturienta. ¡Esto es una maravilla! Con razón, la luz de esta gruta se ha multiplicado y oscurece con su resplandor el fulgor del sol”.
»Zelomí permaneció un buen rato más dentro de la cueva y, finalmente, se dispuso a dejar la gruta. Justo entonces llegó a su encuentro la otra partera, más joven, de nombre Salomé, a la que había llamado en su ayuda. Zelomí exclamó alborozada: “Tengo que contarte una maravilla nunca vista, ya que una virgen ha dado a luz, cosa que, como sabemos, no sufre la naturaleza humana”. Pero Salomé sonrió irónicamente y se mostró incrédula, mofándose de las palabras de la anciana. Repuso: “Por vida del Señor, que no creeré tal cosa, si no introduzco yo misma mi dedo y examino a la madre”, y entró en la cueva sin tardanza. La brillante luz de su interior parecía entonces más soportable.
La incredulidad castigada
La joven partera casi ni se fijó en el niño, ni apenas examinó el interior de la gruta, sino que dijo directamente a María: “Disponte, que voy a examinarte; porque hay entre nosotras un gran altercado respecto a ti”. Salomé introdujo su dedo en la naturaleza, pero de repente lanzó un grito y exclamó: “¡Ay de mí! ¡Mi maldad y mi incredulidad tienen la culpa! Por tentar al Dios vivo se desprende de mi cuerpo mi mano carbonizada”. Todos se quedaron espantados ante la escena. Salomé gemía e invocaba, arrepentida, a Dios. Pasó un corto espacio de tiempo, mientras el silencio de la cueva sólo era roto por los intensos gemidos de la mujer. De repente, se apareció un ángel del cielo y dijo a la partera: “Salomé, el Señor te ha escuchado y ha aceptado tu arrepentimiento. Acerca tu mano al niño, tómalo, y habrá para ti alegría y gozo”.
»La mujer se acercó, tomó a Jesús con dificultades entre sus brazos, y de repente se sintió curada. Su mano, que había quedado seca y negra, y que amenazaba con desprenderse de su cuerpo comenzó a revivificarse y en unos instantes apareció de nuevo sonrosada y con una piel tersa y maravillosa. Transcurrió bastante rato y la comadrona salió en paz de la cueva, dispuesta a contar a todo el mundo las experiencias que había tenido. Pero al cruzar el umbral se oyó una voz del cielo que decía: “No digas las maravillas que has visto hasta que el Niño esté en Jerusalén”. Naturalmente, Salomé no cumplió la orden de la voz celeste y proclamó a los cuatro vientos lo que le había acaecido».
Saludos cordiales de Antonio Piñero
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com