Hoy escribe Francisco Socas
Como indicamos ayer, concluimos hoy nuestra presentación de este interesantísimo libro, anónimo, del siglo XVII.
En su primera sección el Symbolum sapientiae (1668), además de hacer la crítica del canon de libros sagrados y de las Escrituras en general, como hemos visto en la postal del día anterior, relata los orígenes del cristianismo y lleva a cabo una crítica radical de sus dogmas. Según la interpretación que los cristianos hacen de la historia del pueblo judío, Israel fue tomado como un primer esbozo de la Iglesia al tiempo que Dios condescendía a ser el pedagogo de su pueblo, usando para adoctrinarlo de símbolos ceremoniales.
El relato del Symbolum desarma por un lado estas visiones y por otro explica la idea del mesías como un mero artificio político, una promesa hecha a un pueblo por sus dirigentes para mover a los perezosos y compensar a los desgraciados. El cuadro no se aparta mucho del que traza la historiografía de nuestro tiempo: en la época anterior a la aparición de Cristo el judaísmo vive un periodo de mestizaje con otros pueblos y decadencia general, mientras surgen en él desavenencias doctrinales y sectas de todo tipo. La sujeción postrera a los romanos enardece todavía más el delirio compensatorio del mesianismo.
En tal ambiente aparece Jesús como filósofo que mediante parábolas enseña una moral sencilla, no ceremonial. Lo suyo es una suerte de religión sin religión. Ciertamente se decía hijo de Dios y mesías, practicaba los ritos para adaptarse a su auditorio, pero en modo alguno intentaba fundar una religión nueva. En rigor no fue un ateo, sino un moralista y maestro de felicidad. Predicó la resurrección, pero con ello se refería más bien a la pervivencia de su doctrina tras la muerte. Aunque Cristo se llamara acaso mesías, el mesías prometido no era así, habría de ser un héroe liberador de los judíos y un rey triunfante sobre las otras naciones, no una imagen mística de Dios encarnado que trae un reino celestial y –contra todo lo prometido a Israel– ecuménico.
A la muerte de Cristo, los discípulos, hombres simples, deforman sus enseñanzas, inventan misterios y ceremonias. Las conversiones en masa de judíos y gentiles van alterando poco a poco el sentido inicial de la secta. Más adelante la ambición de los obispos y presbíteros edifica un estado contrario a la sencillez cristiana, hasta que el clero con sus patrañas, sin que falten violencias, da lugar a nueva monarquía teocrática, contraria en todo al espíritu de Cristo: el papado.
El tratado corre luego a criticar el embrollo de los dogmas cristianos. No se priva de enunciar ciertas paradojas morales, como los crueles castigos infligidos al pecador por parte de un Dios que es amor, la figura del demonio como vencedor sobre el bien, la contradicción entre la bondad esencial de las criaturas y la caída de Adán. Aborda un batiburrillo de cuestiones, triviales unas y trascendentes otras: la infalibilidad del Papa, la creación a partir de la nada, la virginidad de María, la resurrección de los cuerpos, el infierno. Ve tan absurdas e irracionales esas creencias que apenas se preocupa de dar unas cuantas pinceladas sarcásticas. Un misterio mayor que el de estos dogmas le pareció tal vez el de los hombres que los elaboraron y creyeron en ellos.
Concluye que, a diferencia del paganismo, que a su modo es coherente, en el cristianismo hay una mezcolanza irreconciliable de elementos judaicos y paganos. El cristianismo ha olvidado que en su origen no fue más que "un modelo de la filosofía auténtica, un arte de vivir, una escuela de bonhomía" (typus uerae philosophiae, ars uiuendi, schola pietatis).
Las tres religiones históricas, las religiones del Libro, veneran a unos héroes fundadores. Pero al autor del Symbolum no le merecen los tres el mismo respeto. Mahoma obró tan a las claras como impostor político que no puede seducir a nadie mínimamente ilustrado.
De Moisés hay que ocuparse porque no es, como Mahoma, una figura marginal o extravagante, sino que pasa por ser el autor de los libros iniciales de la Biblia y es sin duda el inventor de la peculiar teocracia hebrea. Pero la trama política y guerrera del montaje mosaico es patente y grosera. En cambio, el anónimo simpatiza de algún modo con la figura de Cristo al que considera una especie de filósofo y benefactor de su pueblo.
Jesús es solamente un impostor ocasional; más bien se limita a no desengañar a sus oyentes cuando se hacen ideas sublimes del maestro, porque eso puede ayudar a la asimilación de sus humanitarias doctrinas. Es también un liberador que actúa contra una religión opresiva. Cristo, así, es el que sale mejor parado; en el fondo no practica el engaño, sino que, como buen maestro, se amolda a los duros oídos de sus discípulos, que lo malinterpretan ya en vida e inician tras su muerte una paulatina y descarada deformación de sus enseñanzas.
La imagen de Jesús que dibuja nuestro autor es sin duda desmitificadora, pero en el fondo es tradicional y se extrae de una lectura ingenua de las fuentes. Estamos en los umbrales de la que luego se ha llamado indagación sobre Jesús (Jesus Quest). La historiografía al uso da por sentado que antes de Samuel Reimarus (1694-1768) la búsqueda del Jesús histórico siempre estuvo alentada por la fe. Ello es verdad siempre que dejemos aparte la literatura representada por textos como el Symbolum sapientiae y otros que espero presentar a los lectores de este blog otro día. El tratado adquiere en este punto un aire moderno cuando afirma que Jesús no quiso fundar una religión nueva y no instituyó nuevos ritos, que fue más bien un reformador judío que tuvo que soportar a la fuerza, y no voluntariamente, una muerte terrible. Se equivoca, en cambio, cuando, como tantos en el presente y el pasado, contrapone la figura de Jesús, un alma benévola y sincera, a un judaísmo reseco e hipócrita, o cuando considera a todos los de su entorno como necios. Y ello era casi inevitable porque el autor del Symbolum no disponía de otra imagen de Jesús que la que pintan los evangelios, fuente casi única, minuciosa en ocasiones, reticente las más de las veces y parcial siempre, sobre los dichos y hechos del profeta de Galilea.
Saludos cordiales de Francisco Socas
Catedrático de Filología Latina de la Universidad de Sevilla