Hoy escribe Fernando Bermejo
La semana pasada constatábamos el modo cuidadoso y sofisticado como Plutarco explica la concepción divina sin decir algo impuro o indigno de la divinidad. Miembro educado de una elite literaria, el de Queronea se encuentra a disgusto con la idea de que los dioses tienen sexo con mujeres mortales. Hablar del asunto en términos de pneuma y de poder hacía la cosa algo filosóficamente respetable.
La circunspección en este asunto es importante para él, pues las observaciones de las Cuestiones Convivales están ocasionadas por la creencia en la concepción divina de nada más y nada menos que de… el propio Platón. En efecto, el contexto literario para la conversación en el libro VIII es un diálogo de varias personas que, tras celebrar el natalicio de Sócrates, se disponen a celebrar el del maestro del maestro de los que saben.
Ahora bien, según una tradición que parece haber empezado a circular poco después de la muerte de Platón, este fue considerado hijo del dios Apolo. Se da entonces la circunstancia paradójica de que los platónicos, cuyo escolarca había enseñado que los dioses no tienen pasiones y no están sometidos al cambio, debían afrontar la creencia de que un dios había entablado una relación con Perictione, la madre del filósofo, para concebir a este. Está claro que Plutarco debía andarse con pies de plomo si quería permanecer fiel a la tradición platónica y honrar simultáneamente a su maestro.
Uno de los comensales, Floro, recuerda la idea de quienes atribuyen a Apolo la paternidad de Platón: “Al tiempo recordó la visión que se cuenta que tuvo en sueños su padre Aristón y la voz que le prohibía yacer con su mujer y tocarla durante diez meses”.
Plutarco expresa cierta distancia con respecto a esta leyenda mediante el prudente uso del “legoménes”, “se cuenta”. El autor del Evangelio de Mateo dudó menos en relación a una visión onírica similar, en la que un ángel informa a José de que Jesús es el vástago de Dios, nacido del espíritu santo (Mt 1, 20-25), tras de lo cual José no toca a María hasta que ha dado a luz. En ambos casos, el propósito de la historia es similar: el origen puramente divino del niño es asegurado (cf. Protoevangelio de Santiago 19, 3 – 20, 3).
Pero ¿cómo exactamente habría sido Apolo la causa eficiente del embarazo de Perictione? La respuesta de Plutarco en las Charlas de sobremesa es la siguiente:
“Tomando la palabra Tíndares, el lacedemonio, dijo: ‘Justo es cantar y decir de Platón lo de
Y no parece
de hombre mortal ser hijo, sino de un dios (Il XXIV 258)
Pero me temo que con la gloria imperecedera de lo divino esté en pugna no menos lo que engendra que lo engendrado, pues ello es, en cierto modo, cambio y afección […] Cobro ánimo, sin embargo, a mi vez, cuando oigo al propio Platón llamar padre y hacedor del mundo y demás seres engendrados al dios no engendrado e inmortal, por llegar aquellos al ser no por esperma, sino por haber engendrado el dios en la materia por medio de otra fuerza un principio fecundante, por cuya acción aquélla sufrió alteraciones y cambió:
Pues se le ocultan incluso de los vientos los caminos
a la hembra del pájaro, salvo cuando se le presenta la puesta (frag. Sófocles).
Y no considero nada extraño el que el dios, sin tener contacto como hace el hombre, sino por otro tipo de contactos y toques a través de otros cambie y llene de semen divino lo mortal”.
Si bien el dios no puede tener sexo con una mujer, pues ello implicaría un cambio a una forma mortal y una consecuente depreciación de la (incorruptible) naturaleza divina, aún queda alguna vía abierta: mediante “otras formas de contacto”, gracias -como hemos visto- al poder o al pneuma divino. El dios puede actuar como el viento –que sopla donde quiere– para engendrar al niño divino.
Esto parece demostrar que, a diferencia de lo que muchos han afirmado, afirman y afirmarán con más o menos solemnidad, el relato del Evangelio de Lucas está en plena consonancia con la cultura de otros autores literarios de su tiempo, que evitaron el antropomorfismo craso de un encuentro sexual entre el ser humano y la divinidad, en un intento por construir un relato histórica y teológicamente plausible de una supuesta concepción divina.
Saludos cordiales de Fernando Bermejo
La semana pasada constatábamos el modo cuidadoso y sofisticado como Plutarco explica la concepción divina sin decir algo impuro o indigno de la divinidad. Miembro educado de una elite literaria, el de Queronea se encuentra a disgusto con la idea de que los dioses tienen sexo con mujeres mortales. Hablar del asunto en términos de pneuma y de poder hacía la cosa algo filosóficamente respetable.
La circunspección en este asunto es importante para él, pues las observaciones de las Cuestiones Convivales están ocasionadas por la creencia en la concepción divina de nada más y nada menos que de… el propio Platón. En efecto, el contexto literario para la conversación en el libro VIII es un diálogo de varias personas que, tras celebrar el natalicio de Sócrates, se disponen a celebrar el del maestro del maestro de los que saben.
Ahora bien, según una tradición que parece haber empezado a circular poco después de la muerte de Platón, este fue considerado hijo del dios Apolo. Se da entonces la circunstancia paradójica de que los platónicos, cuyo escolarca había enseñado que los dioses no tienen pasiones y no están sometidos al cambio, debían afrontar la creencia de que un dios había entablado una relación con Perictione, la madre del filósofo, para concebir a este. Está claro que Plutarco debía andarse con pies de plomo si quería permanecer fiel a la tradición platónica y honrar simultáneamente a su maestro.
Uno de los comensales, Floro, recuerda la idea de quienes atribuyen a Apolo la paternidad de Platón: “Al tiempo recordó la visión que se cuenta que tuvo en sueños su padre Aristón y la voz que le prohibía yacer con su mujer y tocarla durante diez meses”.
Plutarco expresa cierta distancia con respecto a esta leyenda mediante el prudente uso del “legoménes”, “se cuenta”. El autor del Evangelio de Mateo dudó menos en relación a una visión onírica similar, en la que un ángel informa a José de que Jesús es el vástago de Dios, nacido del espíritu santo (Mt 1, 20-25), tras de lo cual José no toca a María hasta que ha dado a luz. En ambos casos, el propósito de la historia es similar: el origen puramente divino del niño es asegurado (cf. Protoevangelio de Santiago 19, 3 – 20, 3).
Pero ¿cómo exactamente habría sido Apolo la causa eficiente del embarazo de Perictione? La respuesta de Plutarco en las Charlas de sobremesa es la siguiente:
“Tomando la palabra Tíndares, el lacedemonio, dijo: ‘Justo es cantar y decir de Platón lo de
Y no parece
de hombre mortal ser hijo, sino de un dios (Il XXIV 258)
Pero me temo que con la gloria imperecedera de lo divino esté en pugna no menos lo que engendra que lo engendrado, pues ello es, en cierto modo, cambio y afección […] Cobro ánimo, sin embargo, a mi vez, cuando oigo al propio Platón llamar padre y hacedor del mundo y demás seres engendrados al dios no engendrado e inmortal, por llegar aquellos al ser no por esperma, sino por haber engendrado el dios en la materia por medio de otra fuerza un principio fecundante, por cuya acción aquélla sufrió alteraciones y cambió:
Pues se le ocultan incluso de los vientos los caminos
a la hembra del pájaro, salvo cuando se le presenta la puesta (frag. Sófocles).
Y no considero nada extraño el que el dios, sin tener contacto como hace el hombre, sino por otro tipo de contactos y toques a través de otros cambie y llene de semen divino lo mortal”.
Si bien el dios no puede tener sexo con una mujer, pues ello implicaría un cambio a una forma mortal y una consecuente depreciación de la (incorruptible) naturaleza divina, aún queda alguna vía abierta: mediante “otras formas de contacto”, gracias -como hemos visto- al poder o al pneuma divino. El dios puede actuar como el viento –que sopla donde quiere– para engendrar al niño divino.
Esto parece demostrar que, a diferencia de lo que muchos han afirmado, afirman y afirmarán con más o menos solemnidad, el relato del Evangelio de Lucas está en plena consonancia con la cultura de otros autores literarios de su tiempo, que evitaron el antropomorfismo craso de un encuentro sexual entre el ser humano y la divinidad, en un intento por construir un relato histórica y teológicamente plausible de una supuesta concepción divina.
Saludos cordiales de Fernando Bermejo