Escribe Antonio Piñero
Foto: Judaísmo y Cristianismo
Sigo con mi comentario al Prólogo de X. Pikaza al libro “La infancia del cristianismo” de Étienne Trocmé.
Señala Pikaza que “tras la muerte de los primeros líderes cristianos y la caída de Jerusalén, con la destrucción del sistema del Templo (año 70 d. C.), comenzó la división si retorno entre los judíos rabínicos, que fijaron su interpretación de la Escritura en la Misná y los judíos mesiánicos o cristianos, que la fijarán en el Nuevo Testamento”. Creo que Pikaza está señalando, cosa que a mucha gente le resulta novedosa, que el Nuevo Testamento es un producto totalmente judío, de judíos que creían en Jesús como mesías pero seguían siendo judíos.
Por ello he insistido siempre, en cuanto veo que alguien interpreta pasajes del Nuevo Testamento aplicándolos errónea y atemporalmente al mundo actual, y enseguida en proclamar que solo metiéndose dentro del pensamiento judío del siglo I e inicios del II se puede entender correctamente el Nuevo Testamento. Naturalmente también pensando que esos judíos son de la Diáspora y que su pensamiento no es igual al de los judíos palestinenses, más helenizados de lo que ellos mismos creían pero mucho menos que los judíos de lengua griega. Estos últimos recibían, aun sin querer, de la atmósfera lingüística y “espiritual” de la lengua helénica que era la suya propia un sutil influjo de la filosofía, ética y religiosidad griegas.
Señala Pikaza que ese proceso de división sin retorno entre judaísmo y cristianismo culmina hacia el final del siglo II. De esto último no estoy tan seguro, ya que –al menos en los cristianismos orientales de Siria y países hacia más el este como Babilonia, el tránsito entre judíos “normativos”, o “usuales”, no mesianistas, y judíos creyentes en Jesús era muy fluido. Había una tierra de nadie o las fronteras ideológicas eran muy fluidas, incluso borrosas.
Carlos Segovia, en las líneas que escribió como traductor para la contraportada al libro de Daniel Boyarin, “Espacios fronterizos. Judaísmo y cristianismo en la antigüedad Tardía (Madrid, Trotta 2013) que “eso que hoy se llama ‘judaísmo rabínico’ y ‘cristianismo’ no terminaron de formarse hasta aproximadamente el siglo V. Y que lo hicieron mediante un proceso análogo al de la partición política de un solo territorio… en este caso territorio”.
Con esto quiere decirse que fueron los “políticos” que mandaban en uno y otro bando religioso (es decir, los obispos, por un lado y los grandes rabinos, por otro) los que promovieron la neta división entre judaísmo y cristianismo con el fin de mandar más cómodamente sobre la grey de creyentes. Y esto lo hicieron por medio de la fijación de una ortodoxia (en uno y otro bando) y declarando herejes a aquellos que no seguían tal ortodoxia impuesta por ellos. Al señalar a unos como herejes puede uno designarlos como “heresiólogos”.
Continúa Segovia: como auténticos cartógrafos de la religión, “los primitivos heresiólogos cristianos hicieron pasar ideas y conductas de las gentes de un lado al otro de una frontera que ellos mismos fijaron con su discurso acerca de lo que era específico del hecho religioso (es decir, las nociones teológicas y conductas concretas del cristianismo, por un lado, y del judaísmo, por otro) independientemente de cualquier elemento étnico o lingüístico”. En esto último insistieron más decididamente los cristianos, y menos los rabinos, que se encerraron rotundamente en el elemento étnico para conservar vivo un pueblo que ya no tenía patria física fija.
Los rabinos, actuando igualmente como heresiólogos hicieron lo mismo. De este modo, esos dirigentes religiosos, unos y otros insisto, contribuyeron a dar forma rotunda a sus respectivas religiones y a la religión de quienes percibían como adversarios tanto sociales como teológicos. Y concluye Segovia que el final de este complejo y sinuoso proceso (en el siglo V), el cristianismo se consolidó como religión del Imperio, mientras que el judaísmo rabínico rechazó autodefinirse como “religión”.
El judaísmo sería otra cosa un poco diferente dentro del ámbito más amplio de lo que en griego se llama “threskeía”: no sería estrictamente una religión, sino un culto, un respeto y veneración hacia una divinidad única, a la que se honraba por medio de unas ceremonias determinadas a la vez que se guardaban las normas que se creían emanadas por la divinidad. Por tanto, el judaísmo se entendió a sí mismo no como una religión con una ortodoxia fija, sino como un culto que tenía pocos principios firmes y que dejaba amplio campo a la diversidad de opiniones teológicas dentro de ella, algo casi imposible dentro del cristianismo.
Esta precisión es importante respecto a la idea de Pikaza de que los procesos de división entre judaísmo y cristianismo alcanzaron su culmen hacia finales del siglo II. Para fundamentar mi opinión contraria a esta idea acudo de nuevo (ya lo presenté en otra ocasión en este medio) al libro de Francisco del Río, cuyo título lo dice todo: “Living on blurried fontiers. Jewisg¡h devoteess of Jesus an Christians observers of the Law (of Moses) in Palestine, Syria and Mesopotamia (5th–10th centuries) = “Vivir entre fronteras borrosas. Judíos devotos de Jesús y cristianos observantes de la Ley (de Moisés) en Palestina, Siria y Mesopotamia” y podríamos añadir Persia (UCO Press, Córdaba 2021.
Los siete textos recogidos en este libro de Del Río describen un judeocristianismo de esas zonas donde no había una división impermeable y una hostilidad implacable entre judíos y cristianos, sino regiones con grupos de individuos, o bien comunidades enteras, cuya identidad judía o cristiana no era nítida. Lo curioso también es que algunos de estos individuos o grupos vivían dentro de comunidades o grupos donde había otras personas que sí se sentían pertenecientes de un modo claro al judaísmo o al cristianismo. Ciertamente, en palabras de Del Río existía mucho más allá del siglo del Concilio de Nicea un continuum cultural que propiciaba contactos y a menudo una suerte de culto común al mismo Dios entre judíos y cristianos. No se habría dado una separación neta en algunos sitios hasta el siglo X (¡!).
Es muy posible que cuando Pikaza habla de esa neta separación entre judaísmo y cristianismo a finales del siglo II se esté refiriendo a las comunidades cristianas y judías del occidente mediterráneo, o incluso de la parte oriental de las tierras que bordean este mar. Pero lo cierto es que el cristianismo antiguo no se limitaba estas zonas, sino que se extendía más allá hacia oriente, hasta territorio persa. En este sentido debemos limitar un tanto el concepto de “Gran Iglesia” más a Occidente que a Oriente, dentro incluso del mismo Imperio Romano, por ejemplo, en Palestina y Siria.
Es interesante constatar cuán compleja es la historia del desarrollo del cristianismo y cómo no es fácil hablar de un bloque compacto y de una Gran Iglesia común (hay que reservar la expresión par el grupo dominante), sino de diversos “cristianismos”… menos que en los orígenes por el predomino de la iglesia paulina, ciertamente, pero seguía existiendo un cristianismo que no era precisa y concretamente petrino, sino en general heredero de las comunidades de Galilea y de Jerusalén, sobre todo, como sucesoras del espíritu judío de Jesús.
Saludos cordiales de Antonio Piñero
www.ciudadanojesus.com
Foto: Judaísmo y Cristianismo
Sigo con mi comentario al Prólogo de X. Pikaza al libro “La infancia del cristianismo” de Étienne Trocmé.
Señala Pikaza que “tras la muerte de los primeros líderes cristianos y la caída de Jerusalén, con la destrucción del sistema del Templo (año 70 d. C.), comenzó la división si retorno entre los judíos rabínicos, que fijaron su interpretación de la Escritura en la Misná y los judíos mesiánicos o cristianos, que la fijarán en el Nuevo Testamento”. Creo que Pikaza está señalando, cosa que a mucha gente le resulta novedosa, que el Nuevo Testamento es un producto totalmente judío, de judíos que creían en Jesús como mesías pero seguían siendo judíos.
Por ello he insistido siempre, en cuanto veo que alguien interpreta pasajes del Nuevo Testamento aplicándolos errónea y atemporalmente al mundo actual, y enseguida en proclamar que solo metiéndose dentro del pensamiento judío del siglo I e inicios del II se puede entender correctamente el Nuevo Testamento. Naturalmente también pensando que esos judíos son de la Diáspora y que su pensamiento no es igual al de los judíos palestinenses, más helenizados de lo que ellos mismos creían pero mucho menos que los judíos de lengua griega. Estos últimos recibían, aun sin querer, de la atmósfera lingüística y “espiritual” de la lengua helénica que era la suya propia un sutil influjo de la filosofía, ética y religiosidad griegas.
Señala Pikaza que ese proceso de división sin retorno entre judaísmo y cristianismo culmina hacia el final del siglo II. De esto último no estoy tan seguro, ya que –al menos en los cristianismos orientales de Siria y países hacia más el este como Babilonia, el tránsito entre judíos “normativos”, o “usuales”, no mesianistas, y judíos creyentes en Jesús era muy fluido. Había una tierra de nadie o las fronteras ideológicas eran muy fluidas, incluso borrosas.
Carlos Segovia, en las líneas que escribió como traductor para la contraportada al libro de Daniel Boyarin, “Espacios fronterizos. Judaísmo y cristianismo en la antigüedad Tardía (Madrid, Trotta 2013) que “eso que hoy se llama ‘judaísmo rabínico’ y ‘cristianismo’ no terminaron de formarse hasta aproximadamente el siglo V. Y que lo hicieron mediante un proceso análogo al de la partición política de un solo territorio… en este caso territorio”.
Con esto quiere decirse que fueron los “políticos” que mandaban en uno y otro bando religioso (es decir, los obispos, por un lado y los grandes rabinos, por otro) los que promovieron la neta división entre judaísmo y cristianismo con el fin de mandar más cómodamente sobre la grey de creyentes. Y esto lo hicieron por medio de la fijación de una ortodoxia (en uno y otro bando) y declarando herejes a aquellos que no seguían tal ortodoxia impuesta por ellos. Al señalar a unos como herejes puede uno designarlos como “heresiólogos”.
Continúa Segovia: como auténticos cartógrafos de la religión, “los primitivos heresiólogos cristianos hicieron pasar ideas y conductas de las gentes de un lado al otro de una frontera que ellos mismos fijaron con su discurso acerca de lo que era específico del hecho religioso (es decir, las nociones teológicas y conductas concretas del cristianismo, por un lado, y del judaísmo, por otro) independientemente de cualquier elemento étnico o lingüístico”. En esto último insistieron más decididamente los cristianos, y menos los rabinos, que se encerraron rotundamente en el elemento étnico para conservar vivo un pueblo que ya no tenía patria física fija.
Los rabinos, actuando igualmente como heresiólogos hicieron lo mismo. De este modo, esos dirigentes religiosos, unos y otros insisto, contribuyeron a dar forma rotunda a sus respectivas religiones y a la religión de quienes percibían como adversarios tanto sociales como teológicos. Y concluye Segovia que el final de este complejo y sinuoso proceso (en el siglo V), el cristianismo se consolidó como religión del Imperio, mientras que el judaísmo rabínico rechazó autodefinirse como “religión”.
El judaísmo sería otra cosa un poco diferente dentro del ámbito más amplio de lo que en griego se llama “threskeía”: no sería estrictamente una religión, sino un culto, un respeto y veneración hacia una divinidad única, a la que se honraba por medio de unas ceremonias determinadas a la vez que se guardaban las normas que se creían emanadas por la divinidad. Por tanto, el judaísmo se entendió a sí mismo no como una religión con una ortodoxia fija, sino como un culto que tenía pocos principios firmes y que dejaba amplio campo a la diversidad de opiniones teológicas dentro de ella, algo casi imposible dentro del cristianismo.
Esta precisión es importante respecto a la idea de Pikaza de que los procesos de división entre judaísmo y cristianismo alcanzaron su culmen hacia finales del siglo II. Para fundamentar mi opinión contraria a esta idea acudo de nuevo (ya lo presenté en otra ocasión en este medio) al libro de Francisco del Río, cuyo título lo dice todo: “Living on blurried fontiers. Jewisg¡h devoteess of Jesus an Christians observers of the Law (of Moses) in Palestine, Syria and Mesopotamia (5th–10th centuries) = “Vivir entre fronteras borrosas. Judíos devotos de Jesús y cristianos observantes de la Ley (de Moisés) en Palestina, Siria y Mesopotamia” y podríamos añadir Persia (UCO Press, Córdaba 2021.
Los siete textos recogidos en este libro de Del Río describen un judeocristianismo de esas zonas donde no había una división impermeable y una hostilidad implacable entre judíos y cristianos, sino regiones con grupos de individuos, o bien comunidades enteras, cuya identidad judía o cristiana no era nítida. Lo curioso también es que algunos de estos individuos o grupos vivían dentro de comunidades o grupos donde había otras personas que sí se sentían pertenecientes de un modo claro al judaísmo o al cristianismo. Ciertamente, en palabras de Del Río existía mucho más allá del siglo del Concilio de Nicea un continuum cultural que propiciaba contactos y a menudo una suerte de culto común al mismo Dios entre judíos y cristianos. No se habría dado una separación neta en algunos sitios hasta el siglo X (¡!).
Es muy posible que cuando Pikaza habla de esa neta separación entre judaísmo y cristianismo a finales del siglo II se esté refiriendo a las comunidades cristianas y judías del occidente mediterráneo, o incluso de la parte oriental de las tierras que bordean este mar. Pero lo cierto es que el cristianismo antiguo no se limitaba estas zonas, sino que se extendía más allá hacia oriente, hasta territorio persa. En este sentido debemos limitar un tanto el concepto de “Gran Iglesia” más a Occidente que a Oriente, dentro incluso del mismo Imperio Romano, por ejemplo, en Palestina y Siria.
Es interesante constatar cuán compleja es la historia del desarrollo del cristianismo y cómo no es fácil hablar de un bloque compacto y de una Gran Iglesia común (hay que reservar la expresión par el grupo dominante), sino de diversos “cristianismos”… menos que en los orígenes por el predomino de la iglesia paulina, ciertamente, pero seguía existiendo un cristianismo que no era precisa y concretamente petrino, sino en general heredero de las comunidades de Galilea y de Jerusalén, sobre todo, como sucesoras del espíritu judío de Jesús.
Saludos cordiales de Antonio Piñero
www.ciudadanojesus.com