Diosa madre dando a luz. Figurilla de Çatal HÜyük, Turquía, hacia el 6000 a. C. Tomada de Wikimedia commons.
Sin duda la maternidad es una de las características más llamativas de la vida natural. Si nos ponemos en lugar de quienes, antes de la llegada de la agricultura, tenían ya conciencia de su propia vida y asociaban a ese discernimiento la capacidad de establecer símbolos e imaginar potencias sobrehumanas, el hecho de llegar a este mundo hubo de ser una de las cosas más importantes.
Se sabe, por ejemplo, que aquellos grupos preagrícolas sacaban provecho de un territorio concreto mediante un cuidado sistema de caza y recolección que evitaba agotar los recursos que sus medios técnicos permitían aprovechar. En esos contextos, un número excesivo de nacimientos podía llevar a una presión sobre el medio desmesurada y, a la postre, provocar un empeoramiento de las condiciones de vida e incluso el fracaso del grupo como unidad de supervivencia.
De ahí que hubiera necesidad de controlar los nacimientos para no alcanzar la peligrosa superpoblación. Este control se realizaba mediante infanticidios, eugenesia y espaciamiento de las relaciones sexuales. Este último aspecto se puede apreciar en la renuncia a las relaciones, o prohibición por parte del grupo, que las madres recientes se imponían.
La llegada de la agricultura y la paulatina mejora de sus herramientas y técnicas cambió las perspectivas vitales e intelectuales de los grupos humanos, y eso acabó reflejándose en sus religiones. La idea de sacar provecho anualmente de la tierra, de controlar sus recursos y no sólo de atender a sus manifestaciones de riqueza (caza y recolección estacional frente a trabajo para propiciar la recolección de los frutos elegidos), tiñe estas religiones nuevas. Desde hace unos doce mil años, y en fases u oleadas expansivas que nacen de tres zonas (el espacio a lo largo y entre el Nilo y Tigris-Éufrates; a lo largo del río Amarillo en China; Centroamérica), la maternidad se vio influida por la agricultura.
Las divinidades femeninas que representan a mujeres durante al parto o la lactancia son tan abundantes que permiten hacerse una idea de su valor social: por un lado, el parto era una peculiaridad asociada al sexo y al trabajo agrícola; por otro, la lactancia y el cuidado que requieren los primeros años de vida. En una sociedad más amplia que la de los cazadores -recolectores un grupo familiar quedaba más aislado y definido: tanto la complejidad de los nuevos grupos como la circunscripción de una familia a un terreno mínimo de supervivencia hacen que la idea de familia gane fuerza frente a la de pequeño grupo. Así, la presión de los nacimientos se reconduce hacia la fuerza de trabajo (“los niños traen bajo el brazo un pan”). Dar a luz numerosas ocasiones a lo largo de la vida de una mujer será una característica apreciada porque permitirá aportar nuevos brazos al trabajo.
Pero esa misma complejidad social y laboral abre las puertas a un politeísmo muy moderno, un politeísmo parcelado en los aspectos que, pese al empeño humano, la naturaleza desgrana en el proceso de la vegetación: suelos y su calidad; aguas (su calidad, su abundancia); estaciones y su influencia en las fases del crecimiento vegetal; lluvias; animales y su colaboración (forzosa) en el trabajo agrícola) … Se podría hablar de un politeísmo colaborativo, cooperativo, pues tantos aspectos sujetos a tantas divinidades, tantas facetas laborales y sociales ligadas a la supervivencia ordenada de un gran grupo en un territorio extenso, obligan a la colaboración, cosa que hoy llamamos, olvidando nuestro idioma, coworking. Incluso esas divinidades trabajaban a distancia, en una suerte de telurgia que hoy denominamos teletrabajo.
La lejanía de las divinidades quizá llevó a encarnar en lo cercano sus poderes, de manera que, en el caso de la supervivencia del grupo, abundancia de frutos y abundancia de fuerza de trabajo se manifestaron en las diosas asociadas al parto, a la crianza y a la agricultura, diosas que, por necesidad biológica, no quedaron asiladas de una pareja masculina, bien como colaborador imprescindible en la reproducción sexual bien como fruto anual parido o labrado.
Saludos cordiales.
Sin duda la maternidad es una de las características más llamativas de la vida natural. Si nos ponemos en lugar de quienes, antes de la llegada de la agricultura, tenían ya conciencia de su propia vida y asociaban a ese discernimiento la capacidad de establecer símbolos e imaginar potencias sobrehumanas, el hecho de llegar a este mundo hubo de ser una de las cosas más importantes.
Se sabe, por ejemplo, que aquellos grupos preagrícolas sacaban provecho de un territorio concreto mediante un cuidado sistema de caza y recolección que evitaba agotar los recursos que sus medios técnicos permitían aprovechar. En esos contextos, un número excesivo de nacimientos podía llevar a una presión sobre el medio desmesurada y, a la postre, provocar un empeoramiento de las condiciones de vida e incluso el fracaso del grupo como unidad de supervivencia.
De ahí que hubiera necesidad de controlar los nacimientos para no alcanzar la peligrosa superpoblación. Este control se realizaba mediante infanticidios, eugenesia y espaciamiento de las relaciones sexuales. Este último aspecto se puede apreciar en la renuncia a las relaciones, o prohibición por parte del grupo, que las madres recientes se imponían.
La llegada de la agricultura y la paulatina mejora de sus herramientas y técnicas cambió las perspectivas vitales e intelectuales de los grupos humanos, y eso acabó reflejándose en sus religiones. La idea de sacar provecho anualmente de la tierra, de controlar sus recursos y no sólo de atender a sus manifestaciones de riqueza (caza y recolección estacional frente a trabajo para propiciar la recolección de los frutos elegidos), tiñe estas religiones nuevas. Desde hace unos doce mil años, y en fases u oleadas expansivas que nacen de tres zonas (el espacio a lo largo y entre el Nilo y Tigris-Éufrates; a lo largo del río Amarillo en China; Centroamérica), la maternidad se vio influida por la agricultura.
Las divinidades femeninas que representan a mujeres durante al parto o la lactancia son tan abundantes que permiten hacerse una idea de su valor social: por un lado, el parto era una peculiaridad asociada al sexo y al trabajo agrícola; por otro, la lactancia y el cuidado que requieren los primeros años de vida. En una sociedad más amplia que la de los cazadores -recolectores un grupo familiar quedaba más aislado y definido: tanto la complejidad de los nuevos grupos como la circunscripción de una familia a un terreno mínimo de supervivencia hacen que la idea de familia gane fuerza frente a la de pequeño grupo. Así, la presión de los nacimientos se reconduce hacia la fuerza de trabajo (“los niños traen bajo el brazo un pan”). Dar a luz numerosas ocasiones a lo largo de la vida de una mujer será una característica apreciada porque permitirá aportar nuevos brazos al trabajo.
Pero esa misma complejidad social y laboral abre las puertas a un politeísmo muy moderno, un politeísmo parcelado en los aspectos que, pese al empeño humano, la naturaleza desgrana en el proceso de la vegetación: suelos y su calidad; aguas (su calidad, su abundancia); estaciones y su influencia en las fases del crecimiento vegetal; lluvias; animales y su colaboración (forzosa) en el trabajo agrícola) … Se podría hablar de un politeísmo colaborativo, cooperativo, pues tantos aspectos sujetos a tantas divinidades, tantas facetas laborales y sociales ligadas a la supervivencia ordenada de un gran grupo en un territorio extenso, obligan a la colaboración, cosa que hoy llamamos, olvidando nuestro idioma, coworking. Incluso esas divinidades trabajaban a distancia, en una suerte de telurgia que hoy denominamos teletrabajo.
La lejanía de las divinidades quizá llevó a encarnar en lo cercano sus poderes, de manera que, en el caso de la supervivencia del grupo, abundancia de frutos y abundancia de fuerza de trabajo se manifestaron en las diosas asociadas al parto, a la crianza y a la agricultura, diosas que, por necesidad biológica, no quedaron asiladas de una pareja masculina, bien como colaborador imprescindible en la reproducción sexual bien como fruto anual parido o labrado.
Saludos cordiales.