Bitácora

Variaciones sobre Fidel: Padre nuestro que estás en La Habana

José Rodríguez Elizondo


Según los exégetas instantáneos, la caída de Pérez Roque, Lage y otros, en Cuba, disminuía el poder de Fidel Castro y aumentaba el de su hermano Raúl. Para éste eso era bueno, pues lo mostraba con poder real. Además, Fidel venía de reventarle alevosamente la visita de Michelle Bachelet.

Pero “el líder máximo”, siempre celoso en materias de poder, abortó el debate. Aquellos expectorados, escribió, nunca fueron sus arcángeles, eran unos bellacuelos y sus reemplazantes le fueron consultados. El no aceptaba ni siquiera una regencia fraternal y ése es el problema cubano: el de un dios discapacitado y una gerontocracia coral-conservadora. Politológicamente dicho, una falsa dualidad de poder, donde el viejo no quiere desaparecer y el menos viejo no quiere asomar nariz.

Como en la España del Franco anciano, así no puede haber transición a nada. Esto acerca el momento de la verdad -incluso para románticos desinformados-, pues demuestra que el joven guerrillero de los 50 ya traía el virus del poder total, cuando vino a la tierra para cambiar el mundo de base. Por eso, hoy es una versión a escala del georgiano José Stalin, ese dios bigotudo que manipuló al Lenin tardío, asesinó a Trotski, hizo ejecutar a los bolcheviques históricos, concentró el poder de su país continente y compitió por el planeta con los Estados Unidos.

El endiosamiento, que los une hasta el escalofrío, fue anunciado por los heraldos de la literatura. “Si los adoquines de las calles pudieran hablar dirían: Stalin”, escribió el novelista francés Henri Barbusse en 1935. “Fidel, Fidel, los pueblos te agradecen”, cantó Neruda en 1960. Décadas después, ver al ejecutado general Arnaldo Ochoa en YouTube, autoflagelándose por haber traicionado a Fidel, es revivir las “confesiones” de quienes murieron vivando a Stalin ante el pelotón de fusilamiento.

La diferencia es de carisma. Dada la opacidad de Stalin, el tóxico culto a su liderazgo nació de su poder amedrentador sobre el funcionariado del partido, amplificado por la Internacional Comunista. La idea de sus burócratas creativos (valga la contradicción semántica) fue venderlo como un titán universal, que fijaba la pauta en cualquier tema del conocimiento humano. Un adorador de su plantilla llegó a sugerir que él y no Jesucristo, debía ser el punto de partida del tiempo.

El brillante Castro, a la inversa, forjó su mitología a pulso y construyó un partido para que se la administrara. Fue un genuino Deus est machina, capaz de dramatizarlo todo y de engañar a todos –sobre todo a los chilenos- de manera magistral. Por eso, el programa del PC Cubano dice depender del caudal teórico y la plataforma de combate que constituyen los pronunciamientos de Castro: “La madurez, sabiduría y rigor de sus aportes integran una interpretación cabal de la realidad cubana (...) de la edificación del socialismo, de otros acuciantes dilemas y de las perspectivas de la humanidad”.

Por eso no hubo “gallito” con Raúl a propósito de Pérez Roque y Lage. Desde que se fue el Che Guevara, no existen en Cuba políticos con autonomía de vuelo. Todos son simples operadores, ni muy inteligentes ni muy tontos, que tratan de mantener sus privilegios..

Obviamente, todos conocen los casos del comandante Huber Matos y de Haydée Santamaría, heroína oficial de la pre-revolución. El primero pagó su principismo con veinte estoicos años de cárcel y la segunda se suicidó para la observancia castrista del 26 de julio.

Fue su manera desesperada de criticar al compañero y amigo, por haberse convertido en dios.

Publicado en La Tercera el 17.3.2009
José Rodríguez Elizondo
| Viernes, 20 de Marzo 2009
| Comentarios