En sus escarceos con la política peruana y mundial, Mario Vargas Llosa terminó cumpliendo una difícil proeza: la unanimidad negativa de los militantes en partidos. Primero, creó feroces anticuerpos en la vieja y en la nueva izquierda, cuando denunció el stalinismo de la revolución cubana. Después, antagonizó con sus propios electores y simpatizantes del centro y la derecha peruanos, cuando defendieron o no combatieron al hoy encarcelado Alberto Fujimori.
Muchos creyeron (creímos) que, aíslado de izquierdas, centros y derechas, él tendería a sublimar tanta orfandad embistiendo contra los políticos, en general. “Esto puede ser compensatorio, pero al final de la vía antipolítica, cualquiera que sepa Historia lo entiende, podría encontrarse con amigos indeseables para un demócrata”, le advertimos con cierta pedantería.
Afortunadamente, no era ése su destino. Tras su frustrada incursión como candidato presidencial, Vargas Llosa comenzó a consolidarse como un paradójico Quijote realista. Caballero solo, nunca transigiría con los políticos corruptos y seguiría combatiendo a los nacionalistas primitivos. Pero, por otra parte, entendería que los políticos eran necesarios y diversos. Los había “gárrulos” y “cacasenos”, pero también sacrificados y hasta heroicos servidores públicos. Lo que no tenía sentido era esperar que diputados, senadores o presidentes fueran, además, escritores o filósofos.
Así fue configurando una notable mezcla entre el individualismo ideologizado y combativo de su primer maestro, Jean Paul Sartre y el pragmatismo elegante de los filósofos liberales que comenzó a admirar en su madurez. Desde ese talante, su responsabilidad de gran intelectual ya no lo impulsaría a autoerigirse en mentor y ejecutor directo de sus ideas, sino a presionar a los políticos realmente existentes, para que defendieran la democracia y los derechos humanos.
¿Y presionarlos cómo?
Pues, a través de aquellos seres humanos supranacionales que comenzaron a seguir la evolución de sus personajes e ideas, literalmente desde la aparición de “Los cachorros”. En ese ejército de lectores, conquistado y fascinado por un trabajo de décadas, Vargas Llosa descubrió una fuerza que también podía ser política, capaz de imponerse, incluso, a la de los “políticos puros”. El gran test fue su decisiva acción, a golpe de columna, para poner en fuga al dictador Fujimori. Sin buscarlo, el escritor se había convertido en el Víctor Hugo de Hispanoamérica.
Es muy posible que, siguiendo esa ruta, Vargas Llosa olvidara que le debían un premio o asumiera que en la nórdica Academia seguirían haciéndose los suecos. Era la última pequeña victoria que dejaba a quienes, entre sectarismos políticos y envidias gremiales, comenzaban a pregonar su decadencia literaria. Ese enfant terrible que siempre fue Paco Umbral, le había lanzado un par de maldades de grueso calibre, en 1988: Una, que como el Premio Nobel había ido a García Márquez, Julio Cortázar había optado por el cáncer y Vargas Llosa por la derecha. Otra, que "el escritor que se siente agotado se mete en política".
Pero, así como terminó imponiendo su consecuencia moral a los políticos -incluso a su ex gran enemigo Alan García-, Vargas Llosa terminó imponiendo su calidad literaria a la Academia Sueca. Gracias a su consecuencia y coraje sostenidos, ya no se repetirá la omisión del gran Borges.
El Premio Nobel se salvó: ya no se quedó sin Mario Vargas Llosa. Aunque parezca ditirámbico, la noticia debiera titularse así.