Publicado en La Segunda, 5 de abril 2012
La gira asiática de Sebastián Piñera me devolvió al dividido y francoparlante Vietnam de la guerra. Un flasback de la memoria me depositó en Hanoi, capital de la parte norte, ante la gran escalinata del Palacio de Gobierno.
Camuflado como jurista junior, en una comisión internacional de juristas establecidos, yo estaba allí para preguntarlo todo. El día anterior había tratado de que Xoan –joven funcionario encargado de mi seguridad- opinara sobre el eventual culto a la personalidad de Ho Chi Minh, para todos “el tío Ho”. Reproduzco el diálogo:
- No –me dijo muy serio- no practicamos el culto a la personalidad.
- ¿Y cómo tantos íconos y fotos de él en todos los edificios públicos?
- Supongo que en tu país también hay fotografías del presidente en todos los servicios públicos.
Pensando que lo dicho no bastaba, Xoan agregó un comentario:
- No endiosamos a nuestros dirigentes, pero tampoco podemos ser ingratos.
Sobre el último peldaño de la escalinata nos esperaba, cual afable dueño de casa, el mismísimo tío Ho. Tras él estaba el Primer Ministro Pham Van Dong -gobernante apoyado en una amplia alianza liderada por el Partido Comunista- quien nos estrechó la mano con vigor, al estilo occidental. Ho nos saludó con una gran sonrisa, juntando las palmas de las manos a la altura del corazón.
Tenía entonces 77 años, la mente lúcida y el aspecto frágil. De hecho, moriría dos años después. Vestía un pantalón amplio, una chaquetilla color arena y calzaba sandalias. Fumó todo el tiempo, a contramano de una tuberculosis de larga data, contraída en la primera cárcel de su currículo. Su participación fue breve, pero impregnada de ese carisma cariñoso que lo había convertido en “tío de la patria”. Los datos duros de la política y la guerra los proporcionaría Pham Van Dong.
Mi impresión fue que Xoan tenía razón. Y sobre todo por lo que no dijo: Ho no era un adicto del poder. Sabía delegar, perder y hasta mantenerse fuera del juego. En ese año 1967, era una mezcla de presidente protocolario y consultor. El culto a la personalidad, con Stalin como arquetipo, se había levantado para el efecto contrario. Para concentrar todas las riendas del poder hasta la muerte. A sangre y “fuego amigo”, si era necesario. En el vecindario estaban, para confirmarlo, los vitalicios Mao Ze Dong y Kim Il Sung,
Es que, más comprometido con Confucio que con Lenin, Ho había aprovechado los resquicios entre los poderes chino y soviético para actuar por cuerda separada. Así pudo lo que no pudieron Luis Emilio Recabarren, en Chile ni José Carlos Mariátegui, en Perú: construir un partido comunista profundamente nacional, sin “partido guía” externo y sin complejos ante el patriotismo (supuestamente “burgués”).
Desde esa cuadratura del círculo, Ho fue tributario de la parte más noble del pensamiento occidental. Pocos conocen su exordio de 1945 a la proclamación de la independencia de Vietnam: “Todos los hombres nacen iguales. El Creador nos ha dado derechos inviolables, el derecho de vivir, el derecho de ser libres y el derecho de realizar nuestra felicidad”. Era el eco de Jefferson. Una sorprendente glosa de la Declaración de la Independencia de los EE.UU.
Por eso, cuando algunos opinantes echan a Ho en el saco común de los “sanguinarios dictadores comunistas”, uno sabe que no saben nada. De ahí que me sorprendiera, a contrario sensu, la agudeza perceptiva de Carlos Larraín. De vuelta del periplo presidencial, este senador elogió lo “intensamente patrióticos” que son los actuales dirigentes de Vietnam. y puso el recuerdo nacional y omnipresente de Ho en su exacta perspectiva.
Como el debido homenaje a un difunto que fue un “tremendo líder”.