Tras la guerra del Pacífico, nuestros gobiernos se atrincheraron en una política vecinal reactiva. Según el historiador Mario Góngora, se autoconvencieron de que lo conquistado siempre había sido nuestro -Arica equivalente a San Antonio- y delegaron la política vecinal en los militares y en los funcionarios de la Cancillería.
Dado que los jefes de Estado no pueden estar en el detalle de todo y deben confiar más de la cuenta en sus expertos cercanos, ese talante terminó configurando una política con superávit de abogados, déficit de imaginación y aversión al riesgo. Pivoteaba sobre la hegemonía de las relaciones económicas internacionales, un buenismo jurídico concebido como “la santidad de los tratados” y la curiosa declaración de que Chile estaba satisfecho con su patrimonio territorial.
Así se consolidó la subutilización de los diplomáticos de negociación, se instaló la semiconvicción de que los derrotados estaban resignados a sus nuevas fronteras y que, si no era así, había organismos jurídicos internacionales que nos darían la razón. Con esto Chile renunciaba a tres factores esenciales de cualquier política exterior: la iniciativa política, la negociación de los conflictos territoriales y la disuasión defensiva.
Con los años, ese talante se conceptualizó como política de Estado permanente, sin atención a los cambios en la estatura estratégica de nuestros vecinos y a los contextos siempre fluidos de la política exterior. Fue inevitable, por tanto, que la realidad comenzara a sacudirnos. A mediano plazo se comprobó que la iniciativa vacante era asumida por los gobiernos de los países vecinos. El primer aldabonazo lo dio Bolivia, en 1949, al inducirnos a negociar una salida soberana al mar por Arica. En los años 70 estuvimos dos veces y fracción en peligro de guerra. Desde 2002 hasta hoy, el meollo de nuestra política vecinal (por extensión, regional), ha dependido de los jueces de la Haya.
Con mezcla de intuición y audacia, Sebastián Piñera dio una señal de cambio en su primer gobierno. Tomó la iniciativa para detener el curso de colisión que habían coproducido Alan García, siguiendo una estrategia de larguísimo plazo y Michelle Bachelet con su falta de vocación por la política exterior. Para ese efecto, soslayó las provocaciones de Ollanta Humala y nos sacó de la trinchera reactiva, al cofundar con éste y sus colegas de Colombia y México, la Alianza del Pacífico, instrumento que desestibó a la chavista UNASUR.
Aunque ese impulso quedó aparcado en el segundo gobierno de Bachelet, hoy Piñera está retomando su espíritu. Gracias a su gestión de la crisis venezolana y sin cometer el error de actuar en solitario, Chile dejó de mirar hacia el lado o de plegarse a lo que otros países decidan. Está asumiendo, desde el grupo de Lima, un activismo inédito para restaurar una democracia geopolíticamente decisiva en la región. Es un cambio cualitativo, que puede inaugurar una activa política exterior de Estado.
Parte de los dirigentes de la oposición de izquierdas, inluyendo excancilleres y exembajadores, está criticando duramente este cambio. Ponen el énfasis en aspectos tácticos -si Piñera debió o no ir a Cúcuta, por ejemplo- y no en el meollo estratégico de solidarizar, de manera efectiva, con los castigados venezolanos. Su discurso político, en cambio, luce conservadoramente aferrado a la anquilosada política exterior reactiva, en cuanto reduce un tema de interés global a la díada derechas-izquierdas. Para unos Piñera estaría haciendo el juego de Donald Trump o actuando sólo en el interés electoral de su sector. Para otros, el tosco Nicolás Maduro sería una especie de replicante de Salvador Allende. Los más sofisticados asumen una interpretación rigorista del principio onusiano de no intervención. Soslayan que se contradicen a sí mismos respecto a lo que planteaban durante la dictadura de Pinochet e ignoran que en la doctrina onusiana, existe el deber de injerencia por razones humanitarias.
Con ello, junto con reconocer (por fin) que Maduro es un dictador, hacen el juego que más conviene a la dictadura y creen que eso pasa inadvertido. Desconocen, por cierto, la lección ecuménica de política de Estado que diera Winston Churchill, uno de los íconos conservadores de la democracia occidental, cuando explicó por qué se aliaba con los comunistas durante la Segunda Guerra Mundial. Si se trata de derrotar a Hitler, dijo, “yo me aliaría hasta con Satanás”.