Sólo quienes viven por o para la literatura, pueden darse el lujo de estar al día en las novelas que se publican. Es decir, un puñadito así de personas.
Los motivos son varios pero se sintetizan en uno: tiempo vital. Nuestras estresadas sociedades ya no permiten leer libros que excedan los 300 mil caracteres con espacios. Esto significa -causa-efecto o efecto-causa- que ya no es gratificante escribir novelas como La guerra y la Paz o La Montaña mágica. Es dudoso, incluso, que Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez pudieran repetirse el lujo de espacio-tiempo que se dieron con Conversación en la catedral o El amor en tiempos del cólera.
Valga el exordio para autojustificarme por comentar, muy en diferido, la novela El desierto, de Carlos Franz, publicada el 2005 y ganadora del Premio La Nación-Sudamericana. Lo hago para que mis amigos peruanos sepan que también existe un gran narrador en Chile y para que mis amigos escritores, en general, comprueben que, aunque demore, leo las obras que me asestan.
Personalmente, reconozco una gran novela por la pena que me da llegar a las páginas finales. La penúltima fue la de Vargas Llosa sobre Flora Tristán y su nieto Gauguin. El desierto es la última. Y esto, pese (o debido) a sus robustas 472 páginas, propias de un autor que publica sólo cuando se percibe en el terreno de la excelencia.
La mejor historia privada del Chile actual
Ese fin con pena me permitió reconfirmar el aserto balsaciano sobre las bambalinas de la gran ficción: La de Franz es, hasta el momento, la mejor historia privada del Chile pos golpe de 1973. Nos cuenta el país de Pinochet con más cercanía, emoción y verosimilitud que el mejor libro politológico. Buen testimonio nos brinda Carlos Fuentes: “Franz se atreve a mirar el melodrama de unas vidas y elevarlo a la tragedia de una nación”.
Los personajes básicos son ricos per se: Laura, jueza chilena que cree en la compatibilidad del Derecho con la dictadura, el capitán Cáceres, que la seduce desde la violencia sofisticada y Claudia, la hija que rivaliza con la madre, pero intuyendo su misterio.
El coro es un pueblo perdido en el desierto que vive su tiempo detenido de carnaval cristiano-pagano. La elíptica morosidad con que Franz mezcla estos ingredientes, sumen al lector en el prodigio de la gran narrativa.
Es, en síntesis, una de esas raras novelas cuya “puesta en palabras” y estructura estimulan una decodificación intensa. Agrego que, gracias al conocimiento personal del autor, pude enriquecer la lectura con otros elementos. Del Franz abogado viene esa extraña mezcla de filosofia del derecho y filosofia a secas que cruza a algunos personajes. De su vivencia como hijo de una hermosa e inolvidable actriz de teatro, viene la potente caracterización de Laura.
Como dato para lectores cinéfilos, puedo asegurar que él nunca vio Portero de noche, de Liliana Cavani, estrenada precisamente en 1973. Lo digo porque, en otro contexto, el filme es su novela previsualizada. Uno podría revisitarlo para descubrir que Charlotte Rampling y Dick Bogarde son la puesta en imagen de Laura y el capitán Cáceres, incluso en el marco de la violacion iniciática y su feroz síndrome de Estocolmo. Cuando se lo comenté, Franz me dijo que ya se lo habían mencionado otros lectores y que él no quería arrendarla, “pero ya no me dejas otra salida”.
Tras el duro placer de esta lectura, parece tonto quejarse en pretérito. Sin embargo, como lector agradecido uno siempre quiere compartir las experiencias preciosas. No puedo dejar de decir, entonces, que El desierto habría hecho las delicias de los analistas, criticos y cronistas que vivimos los gloriosos años 60. Pero hoy … ¿quien da espacio en los medios para disectar una obra de tan rica complejidad?
Publicado en La República el 25 sept. 2007.