Raúl Castro cumplió ayer el equivalente a medio período presidencial chileno. Durante ese lapso mantuvo incólume la estructura de esa empresa semisecular y de conservación total, conocida –vaya paradoja- como Revolución Cubana.
Tamaño éxito es un bofetón para quienes lo soñaron como el líder pragmático de la coyuntura. Uno que supo esperar décadas, para iniciar la transición hacia la democracia; el que comenzó por la comunicación social restrictivamente liberada; quien, para ese efecto, abrió a los cubanos el mundo de los celulares, computadores personales e internet (previo pago en dólares, negros o no); de yapa, quien les permitió acceder a los grandes hoteles, antes reservados a los “burgueses”, donde podían colgarse del Wi Fi. La corajuda bloguera Yoani Sánchez ya no estaría más sola.
Raúl no fue ese hombre del destino. La pirámide sociopolítica de Cuba, compuesta por una base sin opciones, una gerontocracia coral al medio y un dios discapacitado en la cúpula, sólo admitía “engañitos” para mejor administrar el congelamiento. Esto quedó clarísimo cuando el Hermano Máximo indujo la purga de una docena de jerarquitas, que ejercían la mofa crítica. Entonces hicimos, desde esta columna, una observación para politólogos: en Cuba había “una falsa dualidad de poder, donde el poder viejo no quiere desaparecer y el menos viejo no quiere asomar nariz”.
Por otra parte, estos dos años confirmaron a Fidel Castro como el más importante dictador que haya parido la región. Desde 2008, en silla de ruedas, con chandal y zapatillas Adidas, ha demostrado que no necesita uniforme ni títulos para seguir dominando. Le basta dictar textos que llevan como epígrafe “Reflexiones del compañero Fidel”, para que los jefes subalternos sepan cómo deben pensar. Si durante los años guerrilleros sus huestes gritaban “comandante en jefe, ordene”, hoy podrían gritar “comandante en jefe, reflexione”.
Por lo mismo, es impensable que Fidel anciano autorice cambios sustanciales. Su inmutabilidad ahora dejó “pagando” a José Miguel Insulza, Barak Obama y todos quienes, de buena fe, buscaron allanar a Cuba el retorno a la sociabilidad hemisférica. El jamás se comprometerá con la Carta Democrática Interamericana.
Tampoco cambió su incombustible aversión política hacia los gobernantes democráticos de Chile. Eduardo Frei Montalva fue, para él, un falsario que prometió revolución sin sangre y dio sangre sin revolución. Respecto a Salvador Allende siguió una estrategia indirecta, de socavamiento ideológico, para “demostrar” lo inviable de su vía revolucionaria sin armas. A Ricardo Lagos le disparó de mampuesto, a través de Chávez, denostándolo como falso socialista. Patricio Aylwin y Eduardo Frei Ruiz-Tagle, advertidos, supieron mantenerlo a raya. En cuanto a Michelle Bachelet, fresca está la crueldad con que destruyó su idea romántica sobre el Fidel de la Sierra Maestra.
En definitiva, el otoñal patriarca ni transita ni permite transitar, a Raúl ni a nadie, pues es consecuente con su divina inmovilidad. Su inevitable antiéxito será, entonces, compartir espacio histórico no con nuestros dictadores subdesarrollados, sino con los dictadores máximos de las sociedades desarrolladas. Esos que, mezclando autismo con megalomanía, identificaron su destino personal con el de sus naciones, para desgracia de la humanidad.
Por eso, Raúl pudo suspender la pena de muerte, pero no ha podido suspender la muerte en vida. En Cuba, ésta sigue estando en otra parte.