El fin de la Guerra Fría y el auge de la ideología de mercado trajeron una estupenda confusión política a nuestra región. Los principales actores antagónicos pasaron de la descalificación mutua a la mutua seducción. Hoy tenemos a viejos socialistas instalados en las grandes empresas y a jóvenes conservadores haciendo campaña en las poblaciones populares. Parecen decirnos que, salvo las encuestas, todo es ilusión.
Eric Hobsbawm ya había advertido que, en esta nueva época, “los individuos perdieron sus cartas de navegación”. De ahí vendría (sospecho) el “todo vale” de una nueva clase política. Nueva, no por más culta y tecnificada –falta que le hace-, sino por más corporativista. Porque sus miembros barruntan que el peligro no está, ya, en la victoria del otro, sino en la ecuánime pérdida de sus privilegios. Si las encuestas tuvieran fuerza ejecutiva, ellos tendrían que buscarse una chamba de verdad.
Sería ¡válgame Orwell! una crisis de nuevo tipo de la representación democrática, que termina con el juego electoral de suma variable. En la Argentina del 2000 se vivió un anticipo, con el lema “que se vayan todos”. En Chile, con un set de partidos de larga tradición, ninguno se salva de la baja en la estima nacional. Ante cualquier metida de pata (o de manos) todos pierden, sean de gobierno o de oposición.
En Venezuela, ya tenemos un Presidente casi vitalicio, de estirpe castrense y sin oposición formal. En países como el Perú, el fenómeno sigue apuntando a los outsiders. La merma en la popularidad de los políticos del escenario, es un bien capitalizable para los afuerinoa..
Por eso, el logo “izquierdista” de la mayoría de los gobiernos de la región no asusta a George W.Bush y ni siquiera asegura una demagogia común.
Hay más posibilidades realistas de alineamiento entre el liberalderechista Alvaro Uribe, el sindicalista Lula, el aprista Alan García y los socialistas Michelle Bachelet y Tabaré Vásquez, que entre éstos y los socialistas del siglo XXI, con su eje Chávez-Morales-Correa-Ortega (y tal vez los Kirchner).
Para efectos de la integración regional, la homogeneidad del logo no ha sido mejor que la confrontación ideológica de los ‘60, cuando Fidel Castro nos requintaba: “Primero revolución, después integración”. Por eso, a nadie se le ocurre que este travestismo pueda ser una oportunidad. Nadie sueña secuencias en las cuales Lula asume el liderazgo que corresponde a Brasil, mientras Chávez, en vez de invertir en ejes ideológicos, invierte en ejes de conectividad.
O secuencias que muestren al matrimonio Kirchner asumiendo la importancia de una política exterior para Argentina. O a Morales, aprovechando su representatividad étnica para relativizar su concepto de “soberanía” y así dialogar mejor con Bachelet y García (el pueblo aymara, tan trinacional como ajeno a la guerra de nuestros antepasados, quizás entiende que rehacer los mapas no es cuestión de buena o mala voluntad).
Es que, desgraciadamente, el pragmatismo eficiente no tiene base en nuestra historia. Nuestros integracionistas padres de la patria murieron exiliados o aplastados por sus patriotas internos. En vísperas del bicentenario de sus glorias, seguimos sufriendo a esos nacionalistas, en versiones que hoy incluyen desde gamonales pensionados hasta stalinianos marginales. Amarraditos, siguen jugando al perro del hortelano: no desarrollan sus países ni permiten que se desarrollen como región o sub-región.
Ernest Renan decía, irónico, que “para ser una nación hay que interpretar la historia de un modo equivocado”. Si lo históricamente nuestro es el nacionalismo taimado, conformémonos, a lo más, con un subdesarrollo exitoso.
Publicado en La Republica el 11.09.07.