De vez en cuando surgen algunos chilenos y peruanos para quienes el legado histórico no es maniqueo y debe dejar de ser pasional. Afortunadamente.
En la poesía, está la mano tendida de Neruda: “sube a nacer conmigo, hermano”, llama al habitante del Perú profundo. Vargas Llosa, bucea en la complejidad de lo real con manifiestos y ensayos que, de puro sensatos, suenan provocativos. A falta de esos ”nuevos historiadores” que han surgido en escenarios tan conflictivos como Israel, hay quienes producen miniseries para la televisión, como Epopeya, que se censuran antes de ser exhibidas.
El común denominador de esos productos es la convicción de que no podemos dedicar el presente a cultivar los rencores del pasado, dejando escapar el futuro. En ello hay un reproche tácito a nuestros liderazgos: demoramos casi medio siglo –período equivalente al de toda la Guerra Fría- para formalizar el tratado de paz y amistad … y seguimos igual.
¿Y esto a propósito de qué?
Pues, porque la nomenclatura de los integracionistas (no quiero decir “pacifistas”) acaba de enriquecerse con un nombre que será importante. Se trata del escritor y médico peruano Ignacio López-Merino, con su flamante novela Sangre de hermanos, (Planeta, 2008) desafiantemente enmarcada entre la toma del morro de Arica y la batalla de Huamachuco.
Es una novela histórica, que puede inscribirse en la categoría que abriera Tolstoi con La guerra y la paz. Al mismo tiempo, es una excelente ilustración del aserto balsaciano, en cuanto historia privada de una nación. Bajo la piel de sus personajes, late la percepción de que los enfrentamientos en el Perú son plurales: en la provincia, en la gran capital, entre las etnias, contra Chile. Unos son informales, otros tan terriblemente formales como la guerra.
Pero de ahí no se desprende que ésta sea una necesidad recurrente de los pueblos, equivalente a una sangría medicinal. Aparece como una perversión misteriosa y acumulativa, que se ideologiza de distintas maneras y en cuya virtud el poder político expropia la vida de los ciudadanos.
Por eso, los serranos de esta obra repiten la convicción de los comuneros de Ciro Alegría: la guerra es un pleito de blancos, entre el dictador Piérola y el general Chile. Por eso, la chilena Nati disfruta su vida en Lima, con marido militar peruano, cuando hablar de Chile era “referirse a un país con una historia común y aliado en una reciente disputa con los españoles”.
Por eso, el general Andrés Avelino Cáceres y el almirante Patricio Lynch tienen rostro humano, como jefes que cumplen sus roles y no como maquetas heroicas o esperpénticas. Por eso, en fin, los horrores son de la guerra y sólo secundariamente de sus ejecutores directos.
Aclaro: no es una novela didáctica. Su estructura tiene un alarde notable, que sólo se descubre en la última página. Sus personajes principales se sostienen solos y quedan en la memoria desde sus distintas redes sociales. En la informal comunidad de la alta narrativa peruana, permite evocar novelas tan señeras como El mundo es ancho y ajeno, Los cachorros, Un mundo para Julius, Los ríos profundos,Redoble por Rancas y el cuento Los moribundos.
En resumidas cuentas, el valor de esta obra no está en las tesis ni en las convicciones morales, sino en la imaginación con nobleza y con futuro. Por eso, al conmover compromete y muestra que, si la Historia de la guerra devino narrativa que encoleriza, corresponde a la novela recuperar la serenidad perdida.
Gracias, doctor López-Merino.
Publicado en La República el 2.9.08.