“La teoría de la democracia debe ser repensada completamente”. (Giovanni Sartori)
La continuidad del orden económico
Para que un macrosistema sea sustituido por otro cualitativamente distinto, la alternativa debe preexistir en germen o en la idea. Fue el caso del orden bicéfalo y confrontacional de la Guerra Fría, implícito en la teoría de Karl Marx. En la esencia del fenómeno está el binomio teoría-acción, que se ejecuta mediante el trinomio continuidad-cambio-revolución.
Con el socialismo real fuera de juego y China como gran potencia con economía de mercado, hoy no existe teoría plausible sobre un orden alternativo de tipo revolucionario. El que se nos viene será de continuidad y cambio y corresponde a la globalización del sistema capitalista. Es un desarrollo que estaba implícito en los teóricos marxistas disidentes, precursores de la convergencia de los sistemas económicos y padres de la socialdemocracia. También consta en la obra de teóricos de fuste, como el austríaco Karl R. Popper. En su célebre La sociedad abierta y sus enemigos de nuestro tiempo (1945), dijo que el capitalismo condenado por Marx había dejado de existir, dejando en su reemplazo “diversos sistemas intervencionistas donde las funciones del Estado en la esfera económica se extienden mucho más allá de la protección a la propiedad”.
A ese respecto, es notable la coincidencia con el economista norteamericano y Premio Nobel Paul Samuelson, para quien el capitalismo sin interferencias sociales ya no era viable en un sistema democrático. A su saber, la ciencia económica es siempre “política” -ergo, impura- y ahí el Estado tiene mucho que decir y hacer. Por eso, en vez de “capitalismo” hablaba de “economía mixta” e incluso fue más lejos. En entrevista que le hice en 1981, me advirtió que, en la última edición de su Curso de Economía moderna (1951), había incluido un apartado sobre el “capitalismo fascista”. De estar vivo, ya habría incluido un nuevo apartado sobre el capitalismo comunista.
El cambio del orden político
En cuanto al gran cambio político en trámite, corresponderá a la subordinación efectiva de la superestructura política a la infraestructura económica. De tener que bautizarlo, sería el Orden Mundial de la Convergencia Económica (OMCEC), con precuela en las gestiones “revisionistas” de dos comunistas históricos: el chino Deng Xiaoping y el ruso Mijail Gorbachov. El primero, porque tuvo el coraje pragmático de reconocer y enfrentar los efectos perversos del estallido cultural antiaburguesamiento, liderado por Mao Zedong. El segundo, porque tuvo el coraje suicida de desmontar, perestroika mediante, un sistema que conducía a un estallido político colosal, dentro y fuera de la Unión Soviética.
Ambos jefes comunistas dejaron una lección escrita en piedra: en vez de prometer un porvenir radiante para los nietos de sus nietos, los comunistas debían trabajar para mejorar la calidad de vida de sus pueblos, asumiendo y actualizando el modo de producción que sus “clásicos” habían condenado.
El problema es que esa transición, exitosa para los chinos, ha sido demasiado complicada para los comunistas de Occidente, pues el espacio ya estaba ocupado por los socialdemócratas. Así lo verificaron los comunistas “euros” de Italia, Francia y España, bajo catálisis del golpe de Estado en Chile.
Los Estados Unidos también pierden
En ese contexto debe asumirse un segundo gran cambio epocal: el fin del liderazgo único de los Estados Unidos y su reemplazo por uno multipolar, con fluctuantes políticas de alianzas.
Se trata de una caducidad con narrativa propia, que arranca con la autocomplacencia del “fin de la historia” -o cumplimiento del “destino manifiesto”- y culmina con el inicio de la gestión narcisista-autoritaria de Donald Trump. Es una suerte de empate póstumo con la Unión Soviética, pues el extravagante Trump ha colocado a su país en la peor posición política de su historia. En lo interno ha polarizado a su propia sociedad, poniendo a la democracia norteamericana al borde de la cornisa. En lo internacional le buscó el odio a China, maltrató a sus aliados europeos, entró en relaciones oscuras con los rusos, liquidó la política de sus predecesores hacia el Medio Oriente, despreció a los países subdesarrollados (“shithole countries”), torpedeó el libre comercio y mintió respecto a la amenaza del coronavirus.
Como resultado provisional, están en trance de cumplimiento los pronósticos de dos norteamericanos conspicuos. El primero, del controvertido Richard Nixon, favorece a Xi Jinping. Dice que “en el curso del siglo XXI China puede convertirse en la más fuerte potencia de la tierra”. El segundo, del escritor y periodista Thomas Friedman -tres veces Premio Pulitzer- es un garrotazo contra Trump. Dice que, de ser reelegido, se sentirá completamente libre de ataduras y “tendremos alguna forma de guerra civil”.
El fin de la ONU
Cuando cayeron los muros, muchos creyeron en la ONU que llegaba el momento de recoger “los dividendos de la paz”. La organización mundial tenía una vida nueva por delante y su Consejo de Seguridad, en vez de ser una llave exclusiva para los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, sería el abrelatas mágico de la seguridad colectiva.
No fue así. A semejanza de los Estados Unidos, la ONU fue víctima de los puntos de referencia que desaparecen. Esto lo escribo con nostalgia, pues trabajé allí en su mejor época -el inicio de la distensión entre los Estados Unidos y la Unión Soviética-, bajo el liderazgo de Javier Pérez de Cuéllar. Entonces, la ONU actuó como un eficaz centro armonizador de intereses para la solución de conflictos. En su balance consta el diálogo permanente del Secretario General con los líderes representados en el Consejo de Seguridad y, por añadidura, la pacificación de guerras prolongadas, el éxito en pacificaciones preventivas, el apoyo franco a las democracias y una secuela larga de reconocimientos. Entre éstos, el Nobel de la Paz para los Cascos Azules y el Príncipe de Asturias para el propio Pérez de Cuéllar.
Hoy la ONU ya no es relevante a ese nivel. En parte importante porque la politicidad militante o exmilitante de sus altos mandos actuales luce antagónica con la confianza política que exige su rol arbitral. Hoy prima la abstención sobre la proactividad, en materias estratégicas y la delegación en sus organismos especializados. Aún no se sabe de una citación al Consejo de Seguridad para debatir políticas de cooperación sobre la pandemia y el tema parece de la competencia exclusiva de la Organización Mundial de la Salud. En los conflictos abiertos, incluso bélicos, los gobiernos concernidos ya no recurren a sus servicios. Optan por grupos de países ad hoc, organizaciones militares como la OTAN y hasta por personas sin expertisse conocida, como el yerno de Trump. A mayor abundamiento, la ONU sigue burocráticamente formalista en materias de gran implicancia política, como la composición de sus unidades de protección a los derechos humanos. No la prestigia el que gobiernos acusados como violadores sistemáticos formen parte de su aparataje… y actúen en consecuencia.
Por lo dicho, un nuevo orden mundial, catalizado por la pandemia, tendrá que coincidir con el fin del ciclo de la ONU, así como la Sociedad de las Naciones dejó de justificarse tras el estallido de la Primera Guerra Mundial. Un OMCEC necesitaría una organización nueva, que asuma la experiencia y el legado de la ONU y enfrente al fenómeno de la decadencia de las democracias a nivel global.
La democracia en la UTI
La precariedad de la democracia representativa y de los partidos políticos que le dan forma es el efecto político más dramático de la hora. Con un eventual nuevo orden mundial a la vuelta de la esquina, las alternativas son que sobrevivan (opción minimalista), que recuperen parte del peso que tuvieron (opción maximalista), que muten en autoritarismos elegidos (opción catastrofista) o que emerja un sistema democrático en el cual los partidos sólo sean uno de los actores ejecutivos (opción enigmática).
Esta encrucijada también se explica por la desaparición del socialismo realmente existente. En los Estados Unidos los actores políticos creyeron que llegaban a su “destino manifiesto”… y lo que les llegó fue Trump. En Europa, entre el Brexit, los desaires de Trump, los separatismos sísmicos y los euroescépticos, se abrió un forado que está socavando la calidad democrática de su integración. En paralelo, grandes referentes políticos desaparecen y se perfilan partidos extremistas fuertes en Alemania, Austria, Francia e Italia.
En América Latina el fenómeno tomó forma de espiral. El compacto elenco de países democráticos de los años 90 se ha desgranado casi por completo, socavado por el clientelismo, la corrupción y el mal manejo de las economías. Los partidos y sus dirigentes sobreviven como corifeos de otros actores, pues no han formado juventudes democráticas de relevo. Para llenar ese vacío de liderazgo han surgido grupos temáticos y también grupos antisistémicos que aplican viejos manuales insurreccionales para vanguardizar masas desencantadas. Las redes sociales son sus potentes heraldos electrónicos.
En estas circunstancias, el Estado es desbordado y los militares, siempre subestudiados, vuelven a jugar roles políticos directos, aunque de diferente calidad. En Venezuela apoyan una dictadura oprobiosa. En Brasil, son el grupo de confianza de un Presidente que antes fue capitán, en Bolivia, Ecuador y el Perú han actuado no por acción sino por omisión, disuadiendo conjuras y golpes de Estado.
Bajo ese síndrome y en modo pandemia, se está dando un cuestionamiento a los partidos semejante al que se produjo en las dos guerras mundiales. Durante la primera, el poeta argentino Leopoldo Lugones proclamó su caducidad y festejó la llegada de “la hora de la espada”. Durante la segunda, Simone Weil, intelectual francesa y combatiente antifascista, sostuvo que los partidos eran “organismos pública y oficialmente constituidos para matar en las almas el sentido de la verdad y de la justicia”. Concluía diciendo que no había motiva para conservarlos.
No somos oasis
¿Estamos conscientes los chilenos de que mientras nos defendemos del virus, nuestra democracia tiene “problemas”?
Lo cierto es que lo sospechamos, pero no lo decimos. Sin embargo, según encuestas de Latinobarómetro, entre 2001 y 2018, nuestro aprecio a la democracia fluctuaba alrededor del 50 %. Es decir, a la mitad de la población le daba lo mismo. En paralelo, hace rato los partidos son castigados ecuánimemente por la opinión pública. Están entre las instituciones peor evaluadas y su nota no sube del 2%, A mayor abundamiento, después del “estallido social” el Estado de Derecho fue desbordado por una violencia supuestamente “espontánea” y la institucionalidad democrática no ha contado con un liderazgo idóneo para defenderla.
En ese contexto y aunque parezca sorprendente, los analistas discrepan. Los idealistas, inspirados en el deber ser jurídico, creen que la democracia sigue operativa y que nos une por sobre todas las cosas. Después de todo, el Presidente está en La Moneda y despacha con sus ministros, los parlamentarios votan telemáticamente desde sus casas, los jueces fallan y la prensa informa.
Pero los analistas realistas -especie de aguafiestas que quieren ver las cosas como son- verifican que el gobierno no logra restablecer la seguridad ciudadana y que los otros representantes políticos no dan el ancho. En vez de consensuar soluciones para la crisis, la tratan discursivamente, mientras la oposición exhuma la tesis sesentera de la “violencia estructural”. Todo esto con los carabineros desorientados, la delincuencia viviendo su mejor época, los jueces asumiendo roles políticos por default, los militares en sus cuarteles en posición de autodefensa y las redes sociales sumiéndonos en la desinformación.
Con ese panorama a la vista, los compatriotas ajenos al eufemismo saben que Chile vuelve a vivir peligrosamente, entre “empates” catastróficos, condenas retóricas al vandalismo y adhesiones tibias a la democracia. Es como si quisiéramos confirmar que lo nuestro no es el de desarrollo a secas, sino el “subdesarrollo exitoso”… y cada cuarenta años.