El síntoma hace recordar que el éxito inicial de la transición democrática se explicó, en parte importante, por la autocrítica de los viejos líderes. Según éstos, los partidos políticos debían recuperar o reconocer su rol de intermediación y de servicio, incentivando la participación ciudadana. Nadie debía pretender un retorno simple al viejo estilo de cúpulas ensimismadas.
Por lo mismo, todos debían alejarse de esos modelos que convierten a los partidos en estructuras "clientelísticas" atendidas por "profesionales". Es decir, oficinas atendidas por gente sin experiencia de trabajo real. Por dirigentes proclives a olvidar -según ironía de Vaclav Havel- cómo se conduce un coche, cómo se hacen las compras, cómo se prepara uno mismo el café o cómo se llama por teléfono.
Ese cambio de actitud suponía un cambio de talante global y no uno que se limitara a la cordura de las izquierdas extrasistémicas. La renovación, más la desideologización y la reconciliación, debían convertirse en una trilogía conceptual capaz de potenciar cosas obvias pero olvidadas.
Entre ellas, la valoración de las dimensiones ética y cultural de la actividad política; de la democracia partidaria como modelo de la democracia que se quiere para el país; del libre mercado con barreras contra el “salvajismo”; de los derechos humanos por sobre tesis ideológicas particularistas; de una óptima representación de las mujeres en las actividades políticas; de la necesidad de atraer a quienes tienen un desempeño de excelencia en la sociedad civil, y de la urgencia de una Administración Pública eficiente, incorruptible y profesionalizada.
Centralización política
En la práctica, esto indujo una "centralización" de la galaxia política. Un agrupamiento al centro que relativizaba ortodoxias y reducía la capacidad de convocatoria de los fundamentalismos de izquierdas y derechas. Hasta surgieron partidos "instrumentales" lo cual, si bien era una redundancia -todo partido es un instrumento-, daba buena cuenta de la perversión previa, según la cual se habían convertido en máquinas con fines propios.
Desafortunadamente, el buen talante duró poco. La justa impaciencia por el bienestar de los sectores postergados y la arraigada conciencia de que la caridad comienza por casa, indujeron una rápida fatiga de materiales democráticos. Sobre ese síndrome pivotearon los adalides de la contra-renovación y los nostálgicos de los "autoritarismos". Conceptualmente se planteó el dilema escapista de si la renovación podía mantenerse o si había que resignarse a verla como un proceso terminado.
Por cierto, la “modélica” transición española fue la primera en producir un reconocimiento "modélico". A propósito de la decadencia del Partido Socialista de Felipe González, un felipista de la primera hora, Javier Pradera, dijo que las reglas del juego democrático tenían aplicaciones caricaturescas en el seno de los partidos y que “su estructura oligárquica utiliza la retórica participativa sólo para simular la adopción democrática de las decisiones".
En eso estamos y los dirigentes establecidos de nuestros partidos no han reaccionado con presteza. Más pareciera que, vueltos a las esferas del poder político y, concomitantemente, de los poderes social y económico, prefieren ignorar los riesgos de una recaída.
Es lo que las encuestas reflejan.
Publicado en La Republica el 1.4.08.