Mijail Gorbachov planteó, hace poco, la necesidad de dar cristiana sepultura a la momia de Lenin. Sin embargo, nada hizo cuando tuvo el poder para intentarlo.
Esa momia está en su mausoleo de granito rosáceo, frente al Kremlin, desde 1924 y fue la literal plataforma del poder soviético. Sobre su azotea se alineaban los más altos funcionarios del Partido, desde Stalin a Gorbachov, para presidirlo todo. Y aunque hoy llegan a verla muchos simples turistas -como los que van a ver momias al Museo Británico- también siguen llegando comunistas nostálgicos de todo el mundo.
Es el símbolo de una revolución que, lejos de ser atea, como proclamaron sus ideólogos, se implantó como una religión alternativa. Paradójicamente, eso confirmó el aserto de Lenin: "igual como no podemos juzgar a un individuo por lo que piensa de sí, no podemos juzgar a estas épocas de revolución por su conciencia".
La explicación final (es decir, primera) está en Karl Marx, el profeta judío que anunció la sociedad sin clases y sin Estado. En ese nuevo paraíso terrenal, el hombre, camarada del hombre, no tendría necesidad de ser gobernado por superior alguno. Según los exégetas del profeta, el mesías del anuncio surgiría del mundo industrializado. Sin embargo, nació en la Rusia agraria y se llamó Vladimir Illich Ulianov, hasta antes del inicio de su prédica clandestina. De ahí en adelante sería conocido como Lenin. Su mensaje, pese a contener innovaciones de fuste -entre ellas, la potenciación del Estado- mantuvo la lealtad litúrgica mediante un dogma ad-hoc: "la doctrina de Marx es todopoderosa porque es exacta".
A la muerte de Lenin, el ex seminarista Stalin dispuso la fusión de la revolución con la escatología, la codificación de los textos sagrados y la mutación del Partido Comunista en una Iglesia universal, con su clero, santos, renegados, herejes y mártires. A partir de esa reingeniería, el Kremlin devino una réplica roja del blanquiamarillo Vaticano.
El testimonio de esa nueva fe, llamada marxismo-leninismo, sería la presencia eterna de Lenin ante los feligreses, en una reformulación audaz de la idea de los faraones. En vez de esconder su momia en en catacumbas o en bóvedas secretas, bajo pirámides de piedra, debía estar visible, en el corazón de la capital sagrada.
Sucedió, así, algo que sólo los poetas pudieron explicar. Más exactamente, un poeta como León Felipe, en una poesía como Parábola:
Había un hombre que tenía una doctrina. / Una gran doctrina que llevaba en el pecho./
Una doctrina escrita que guardaba en el bolsillo interno del chaleco./ La doctrina creció y tuvo que meterla en un arca de cedro. / En un arca como la del Viejo Testamento./ Y el arca creció y tuvo que llevarla a una casa muy grande./ Entonces nació el templo. /Y el templo creció./ Y se comió al arca de cedro, al hombre y a la doctrina escrita que guardaba en el bolsillo interno del chaleco.
En esos versos está la clave de toda política practicada en términos de fe. Por eso, Gorbachov (ayer) y el binomio Putin-Medveyev (hoy), saben que desalojar la momia equivale a desmontar la unidad metafísica de Marx con Lenin, de ambos con Dios y de esa trinidad con la vieja Rusia de los iconos. Es decir, saben que bajo su piel reseca está agazapado el temible gato de la fábula. Ese que vivía rodeado de ratoncitos temerosos, que querían ponerle un cascabel, pero ninguno se atrevía.
Antes de proponer la audacia, Gorbachov debió preguntar quién se atreve a desalojar a Lenin de su mausoleo en la Plaza Roja.
Publicado en La Republica el 24.6.08.