Publicado en El Mercurio, 15.6.2016
Político inteligente y realista, Pedro Pablo Kuczynski (PPK) prefiere definirse como “tecnócrata”. Sabe que los bonos de los políticos profesionales están por los suelos.
También se asume como “el mejor mal menor” del Perú, lo cual contiene un escarmiento. Alberto Fujimori, mal menor de 1990, fue un fiasco con tragedia. Tras su fuga los partidos políticos ya no pudieron recuperarse y se resignaron a la suerte del malmenorismo Así llegó a la Presidencia Alejandro Toledo, para bloquear el retorno del temerario Alan García. Luego llegó el mismo García -pero virado al liberalismo tranquilo-, para bloquear la ascensión de Ollanta Humala. Este, apoyado por Hugo Chávez, había prometido a su padre un nacionalismo racista y una revancha contra Chile. A continuación, para derrotar a Keiko, la heredera de Fujimori, el propio Humala se ciñó la banda, tras mostrar un certificado de buena conducta expedido por Mario Vargas Llosa y Javier Pérez de Cuéllar.
Desde esa experiencia, los peruanos enfrentaron las recientes elecciones con agrupaciones políticas personalizadas, partidos en extinción y un “frente” de izquierdistas testimoniales. Tras el filtro de la primera vuelta, pasaron al ballotage PPK y Keiko. Ella, como representante de un capitalismo “cholo” y clasemediero, con relaciones sospechosas. Él, como representante de un capitalismo “cuico”, tecnológicamente aspiracional y muy bien relacionado.
Dada la amplia ventaja de Keiko en primera vuelta (39,8 vs. 20,9 de PPK) sus creativos se apresuraron a adjudicarle la corona del mal menor. Una hija no es responsable por las fechorías de su padre, dijeron, soslayando que esta hija concreta cohonestó demasiados entuertos y tenía en su equipo a demasiados cómplices del dictador. Los encuestadores, por su lado, negaron las posibilidades de PPK: ni Spiderman podría saltar desde menos de un 21% al 50 % más un voto.
Todos olvidaron que el Perú es un país electoralmente imprevisible. Esto se confirmó a días de la elección, cuando los imprevistos cayeron sobre la cabeza de Keiko. El primero, su hermano Kenji proclamándose “sucesor”. Luego, una denuncia por lavado de activos, avalada por la DEA, contra el secretario general de su organización. En paralelo, una falsificación mediática del hecho, por cuenta del único candidato a vicepresidente sobreviviente de su lista. Si el Tribunal Electoral se hubiera atrevido a recusarlo –como hizo con el otro vicepresidente candidato- ella habría quedado sin fórmula presidencial.
Fueron señales que activaron las memorias. Con marchas multitudinarias y nuevas piezas de convicción, los antifujimoristas salieron a alertar sobre la amenaza inminente. El periodista Gustavo Gorriti, gravitante líder de opinión, produjo un vibrante alegato. “Siempre votamos por quien no hubiéramos deseado hacerlo, para salvar la erosionada democracia del enemigo del momento”, escribió. Pero, agregó, de ganar Keiko “el mal menor nos terminará llevando al fin del círculo, de regreso al fujimorato, por más que éste se presente como nuevo y diferente.”
El puntillazo vino desde las subestimadas izquierdas. Quienes juraban que en la coyuntura no pinchaban ni cortaban se encontraron, de sopetón, con que Verónika Mendoza, líder del Frente Amplio –18% de la votación-, apoyaba la candidatura de PPK, asumiendo, pragmática, que el mal mayor era Keiko. En ese momento consulté a Fernando Yovera, sabio ex colega de Caretas. Su pronóstico, emitido el 2 de junio fue exacto: “Creo que PPK va a ganar. La victoria será sumamente ajustada y van a pelear voto a voto.”
Así fue como el mal menor siguió dirimiendo elecciones en el Perú y sosteniendo una democracia sin partidos. Pero, ojo, esto ya no debe parecernos una rareza. En nuestro país (tan serio), está reptando un síndrome que conduce a lo mismo. En efecto, la funcional Concertación dejó de existir, la Nueva Mayoría se está acabando, militantes conspicuos -de izquierdas y derechas- abandonan la militancia, la corrupción política ahora pisa fuerte, los parlamentarios siguen cobrando un ojo de la cara, surgen nuevos referentes políticos en el espectro, terroristas inexistentes atacan en el sur, estudiantes declaran que no dejarán que el gobierno gobierne, los ciudadanos son asaltados a domicilio, los vándalos impunes ya no respetan ni a Cristo. Son síntomas de lo que en el Perú bautizaron, hace décadas, como “el desborde del Estado”.
A mayor abundamiento, la crisis de los partidos no se limita a nuestra región. Hasta en los Estados Unidos hay temblores en el sistema. Puede decirse que los duros hechos están sobrepasando la teoría ortodoxa, según la cual era impensable una democracia sin partidos. Punto a favor de Karl Popper, quien la identificaba con un mal menor: facilitar el cambio incruento de los gobernantes.
En resumidas cuentas, habrá que seguir con atención la andadura de PPK. Su gobierno bien podría ser el test case de una gran alternativa regional: O los electores nos limitamos cada cierto tiempo a salvar la democracia por “tincada” o los políticos, en vez de llevar a sus partidos hacia la nada, recuperan las claves de la ética que exige una democracia de verdad.