Este año Halloween se adelantó 13 días y nos brindó a los chilenos un Octubre de espanto. El viernes 18 pasamos, sin transición, del excepcionalismo jactancioso al Estado de excepción. Las bajas humanas, la destrucción de la red del Metro y el desabastecimiento inducido mediante incendios, vandalismo y pillaje, fueron noticia ominosa a nivel global. Como efecto inevitable, Chile incrementó su indicador de riesgo-país y debió a renunciar a ser sede de la COP 25 y de la APEC. Un golpe estratégico para nuestro soft power en el ámbito internacional.
En la superficie hay consenso sobre la fórmula letal: estrés social acumulado por décadas, nula representatividad de los políticos, alza del pasaje del metro como detonante, disponibilidad justiciera de la masa estudiantil, delincuencia potenciada al acecho y nula inteligencia técnica en materias de seguridad del Estado. Más a fondo, el consenso se acaba. Una encuesta al paso demostró que la percepción sobre la naturaleza de las protestas estaba polarizada: un 50.3 % las definía como mayoritariamente pacíficas y un 46.2% como mayoritariamente vandálicas y violentas. Sorprendentemente, un 27 % estaba de acuerdo con las segundas o no las condenaba.
Visto así el tema, cualquier solución política equivale a tratar de operar a un león sin amarrarlo ni anestesiarlo. Baste señalar que, por parte presidencial, hubo cambio de ministros -materia siempre opinable- y una oferta de medidas que incluían “heterodoxos” subsidios sociales. Un sector de la oposición se negó a dialogar, planteó acusaciones constitucionales contra el ministro del Interior saliente y contra el propio Presidente. Además, aprovechó la coyuntura para posicionar sus propias agendas, con epicentro en una nueva Constitución y un jefe de partido incluso pidió la renuncia del jefe de Estado.
Los parlamentarios, por su lado, invirtieron tiempo en reyertas poco dignas, evacuaron su sede apenas la supieron cercada por una multitud y omitieron la única señal autocrítica que les repondría prestigio: un acuerdo unánime y sin condiciones, para fijar su dieta en función del salario mínimo y no de las más altas remuneraciones del Estado.
No era de extrañar, por tanto, que la inmensa mayoría de chilenos siguiera produciendo manifestaciones públicas, de enorme envergadura, contribuyendo a la evidencia de tres efectos explosivos. Primero, la institucionalidad carece de la base social necesaria para equilibrar agendas políticas divergentes. Segundo, perseverar en la confrontación sin diálogo, deslegitima la democracia realmente existente. Tercero, la aparición del fantasma del vacío de poder y, por añadidura, de eso que los politólogos conceptualizan como “guerra interna”.
Concluyendo: nuestra democracia, tan duramente reconquistada, vuelve a estar en peligro.