En esta epoca de noticiarios dramatizados, la resurrección de Ingrid Betancourt marcó una vuelta a la realidad-real. Ella conmovía sin necesidad de guión previo, edición posterior ni entrevistador experto en inducir sollozos. Bastaba enfocar sus ojos húmedos, su sonrisa triste, su elegancia natural, para que se nos impusiera como una personalidad genuinamente carismática.
En simultánea estaba el audio, es decir, sus conceptos. Como si hubiera preparado este acto emocional de masas durante seis años de tortura, su mensaje convocaba a la paz, la democracia y los derechos humanos. En cuanto a las formas, sugería bajar los decibeles de la agresividad retórica, para no pasar de las armas de la crítica a la crítica de las armas. Todo esto acompañado de señales que daban cuenta de una convicción profundamente cristiana, antagónica con el “odio movilizador” que predicaba el Ché Guevara, icono de sus secuestradores. Eso sobrecoge, incluso a quienes no tenemos el don de la fe.
Por eso, no necesito hacer un análisis prolijo para asumir que Betancourt es una candidata natural al Premio Nobel de la Paz, más allá de su calidad de víctima representativa. Me siento interpretado por la iniciativa de Michelle Bachelet y me parecería mezquino sospechar oportunismo o simpatías de género. Tampoco quiero pensar en ningún candidato alternativo … aunque –excúseme Presidenta- sí estoy pensando en un candidato paralelo.
Porque sucede que la resurrección no vino desde el cielo, sino desde quien, ideologías aparte, tenía el deber de defender su Estado, tanto de las FARC como de quienes se entrometían en la política colombiana buscando rating. En esa línea, dicho actor supo resistir la intrusidad de por lo menos cuatro presidentes, entre los cuales uno –insultante y matonesco- se subió por el chorro para exigirle que considerara a los secuestradores como una fuerza legítimamente beligerante.
Alvaro Uribe, debió tragar un ejército de sapos y hasta palmotear a quienes le aserruchaban el piso, para poder concentrarse en su deber fundamental. Y lo hizo ejerciendo la fuerza con inteligencia y sin jactancia,, para rescatar a los rehenes, evitar la imagen de empate con las FARC y mantener la democracia… por imperfecta que ésta sea. Además, en la hora del éxito, supo resistir la tentación del show mediático, para compartir la buena nueva con su ministro del tema, los altos mandos militares y policiales, los rehenes liberados y, por cierto, la estelar Ingrid. Tanta fue su eficiencia, que algunos tontones creyeron que todo fue obra de los norteamericanos (¡sonríe, Jimmy Carter!) o de los israelíes.
Lo demás vino por añadidura. Quien lo insultó, hoy lo llama “hermano”, Fidel Castro dice que nunca quiso a las FARC. Voceros de éstas, por su lado, tratan de menoscabar la hazaña con argumentos para subcapacitados, mientras preparan el potro de su inquisición contra los presuntos infiltrados.
En los años 70 hubo un Nobel de la Paz irrisorio: el de Henry Kissinger. Un oprobio en la historia del Premio. Para hacerlo tragable se lo dieron junto con su homólogo vietnamita Le Duc Tho quien, dignamente, lo rehusó. Creo que hoy llegó la hora de la rectificación positiva, dando el Nobel a una pareja genuinamente complementaria y –mérito adicional- de distintas posiciones políticas. En justicia, un Nobel de la Paz para Betancourt no se entendería con omisión de Uribe quien, asumiendo grandes riesgos políticos, supo sacarla del infierno.
Publicado en La Tercera el 11 de julio 2008.