Publicado en La República, Perú, 27.12.2020
El columnista venezolano Moisés Naím es un analista internacional competente y en castellano. Por eso me desconcertó la adivinanza que nos propinó, recientemente, desde el diario El País: “¿En que se parece el Trumpismo al Maoísmo y al Peronismo?” Como a esa mescolanza extraña agregó el gaullismo, el castrismo y el chavismo, pensé en un acertijo escolar del tipo ¿en que se parece un ciempiés a mi tío Manuel?
Si con esos “ismos” quiso mostrar algún nivel de semejanzas entre la supuesta doctrina de Donald Trump y las de Mao Zedong y Juan Domingo Perón… yo no veo por dónde. Comparar los diez tomos de las obras incompletas de Mao con la colección de tuits de Trump o los discursos escogidos de Perón, sería comparar un portaviones con dos botes a remos. Tampoco encuentro vínculo posible entre la rica producción literaria del general Charles De Gaulle, el dogmatismo sin libros de Fidel Castro y la distancia entre éste y el ágrafo Hugo Chávez.
Para Naím, lo compartido por los mencionados sería la rutinaria transgresión de las normas políticas, el oportunismo desbocado, la propensión autoritaria, el antiintelectualismo y la propensión a concentrar el poder en el Ejecutivo. Como explicación me parece insuficiente, por tres razones. Una, porque sus adjetivos dejan los sustantivos en la penumbra. La otra, porque homologa a líderes de legitimidades diferentes, usando como parámetro tácito el Estado Democrático de Derecho. Tercera porque los niveles de ejemplaridad tampoco han sido dirimentes entre gobernantes democráticos.
En efecto, casi todos los líderes democráticos han sido adjetivados, en algún momento, como autoritarios, oportunistas, burladores de normas o a disgusto con el pensamiento crítico. En mi ya larga vida como presunto analista, apenas recuerdo un par de presidentes de alta legitimidad que confiaron en la sabiduría de intelectuales de fuste. Uno de ellos fue De Gaulle, en su relación con André Malraux.
El dramaturgo Vaclav Havel, último presidente de Checoslovaquia, explicó esas debilidades -llamémoslas así- diciendo que las organizaciones democráticas “parecen fundarse más en la desconfianza recíproca que en la confianza”. Pudo agregar que la razón de esa desconfianza estaría en un Maquiavelo de bolsillo que advierte a los gobernantes realistas sobre lo imposible de gobernar con cero faltas: “el que pretenda hacer en todo sentido, profesión de bondad fracasará, necesariamente, entre tanto bellaco”.
LEGADO DEL FUNDADOR
Por lo dicho, prefiero concentrarme no en las semejanzas, sino en las diferencias entre los gobernantes de las dos potencias mayores del mundo actual: Mao, padre fundador y unificador de la República Popular China y Trump, apernado presidente saliente de los Estados Unidos.
Al margen de cualquier aprecio o menosprecio doctrinario, el legado de Mao se forjó durante casi un sexenio y lo reconocen 1.400 millones de chinos. Su evolución intelectual -con base en la asimilación crítica de Marx- fue más empírica que dogmática. Pasó por los tamices de la primera guerra mundial, tres guerras civiles, dos restauraciones imperiales, la segunda guerra mundial, la victoria sobre el nacionalismo de Chiang Kai Shek, los combates secretos contra la perversión marxista de Stalin, la ruptura con el comunismo “revisionista” de Nikita Jruschov, un tratamiento de shock (la “revolución cultural”) al interior de su propio partido, la destitución y rehabilitación del pragmático Deng Xiaoping y, finalmente, la luz verde a una reestructuración ideológico-económica liderada por el mismo Deng. Asumiendo este último tramo, Mao evitó una implosión de tipo soviético y abrió paso a un "socialismo con características chinas ". Léase, a la convergencia de la estructura comunista con la economía de mercado.
En el curso de este proceso, Henry Kissiger saludó en Mao a “una de las figuras colosales de la historia contemporánea”. Richard Nixon, por su parte, emitió un pronóstico notabilísimo: “en el curso del siglo XXI China puede convertirse en la más fuerte potencia de la tierra”.
En eso están, hoy, los disciplinados descendientes de Mao.
LEGADO DEL APERNADO
Como contrapunto, el legado político en trámite de Trump comienza hace una década y no se forja en un partido, sino en la farándula televisiva, la vida social y las bolsas de comercio.
Su pensamiento (llamémoslo así) es un condensado de tuits y reacciones brutales, con base en su imagen mediática, su presupuesto para escribas complacientes y el viejísimo aforismo romano divide et impera. Sobre esa base ganó la nominación de su partido y, luego, la presidencia del país, con menos votos que su adversaria demócrata Hillary Clinton y con el sospechado apoyo encubierto del líder ruso Vladimir Putin.
En lo internacional Trump produjo una caída en picada del liderazgo de su país, dinamitó la libertad de comercio y el multilateralismo, antagonizó a sus aliados de la Unión Europea, insultó a los ciudadanos de países en desarrollo (“esos países de mierda”), inauguró contra China una versión tecno-comercial de la guerra fría y desestibó la alianza atlántica con su amistad hacia el líder norcoreano Kim Jong-un y su apoyo sin matices al líder israelí Biniamin Netanyahu.
En lo interno, también fue un divisionista impecable. Estimuló el supremacismo blanco, elevó el racismo a sus peores niveles históricos, predicó el descuido ante el coronavirus, reivindicó el machismo jactancioso, se burló de los ambientalistas, convirtió el binomio verdad-mentira en un acertijo insoluble, socavó la base dialogante del bipartidismo tradicional y terminó desconociendo su estrecha derrota ante Joseph Biden, en las recientes elecciones.
Lo pavoroso de este legado trumpísta es que muestra una base de 70 millones de votantes. Casi la mitad del electorado de uno de los países más poderosos del planeta. Por ello, analistas norteamericanos top dicen que su derrota contiene la semilla de una segunda guerra civil.
Lo dicho hace que Trump se diferencie de todos los gobernantes democráticos y se parezca muchísimo a los dictadores más peligrosos que en el mundo han sido. Si me interrogo a fondo, diría que, gestualmente, es un clon de Benito Mussolini y, políticamente, que está en vías de convertirse en un émulo de Adolf Hitler.
Si con esos “ismos” quiso mostrar algún nivel de semejanzas entre la supuesta doctrina de Donald Trump y las de Mao Zedong y Juan Domingo Perón… yo no veo por dónde. Comparar los diez tomos de las obras incompletas de Mao con la colección de tuits de Trump o los discursos escogidos de Perón, sería comparar un portaviones con dos botes a remos. Tampoco encuentro vínculo posible entre la rica producción literaria del general Charles De Gaulle, el dogmatismo sin libros de Fidel Castro y la distancia entre éste y el ágrafo Hugo Chávez.
Para Naím, lo compartido por los mencionados sería la rutinaria transgresión de las normas políticas, el oportunismo desbocado, la propensión autoritaria, el antiintelectualismo y la propensión a concentrar el poder en el Ejecutivo. Como explicación me parece insuficiente, por tres razones. Una, porque sus adjetivos dejan los sustantivos en la penumbra. La otra, porque homologa a líderes de legitimidades diferentes, usando como parámetro tácito el Estado Democrático de Derecho. Tercera porque los niveles de ejemplaridad tampoco han sido dirimentes entre gobernantes democráticos.
En efecto, casi todos los líderes democráticos han sido adjetivados, en algún momento, como autoritarios, oportunistas, burladores de normas o a disgusto con el pensamiento crítico. En mi ya larga vida como presunto analista, apenas recuerdo un par de presidentes de alta legitimidad que confiaron en la sabiduría de intelectuales de fuste. Uno de ellos fue De Gaulle, en su relación con André Malraux.
El dramaturgo Vaclav Havel, último presidente de Checoslovaquia, explicó esas debilidades -llamémoslas así- diciendo que las organizaciones democráticas “parecen fundarse más en la desconfianza recíproca que en la confianza”. Pudo agregar que la razón de esa desconfianza estaría en un Maquiavelo de bolsillo que advierte a los gobernantes realistas sobre lo imposible de gobernar con cero faltas: “el que pretenda hacer en todo sentido, profesión de bondad fracasará, necesariamente, entre tanto bellaco”.
LEGADO DEL FUNDADOR
Por lo dicho, prefiero concentrarme no en las semejanzas, sino en las diferencias entre los gobernantes de las dos potencias mayores del mundo actual: Mao, padre fundador y unificador de la República Popular China y Trump, apernado presidente saliente de los Estados Unidos.
Al margen de cualquier aprecio o menosprecio doctrinario, el legado de Mao se forjó durante casi un sexenio y lo reconocen 1.400 millones de chinos. Su evolución intelectual -con base en la asimilación crítica de Marx- fue más empírica que dogmática. Pasó por los tamices de la primera guerra mundial, tres guerras civiles, dos restauraciones imperiales, la segunda guerra mundial, la victoria sobre el nacionalismo de Chiang Kai Shek, los combates secretos contra la perversión marxista de Stalin, la ruptura con el comunismo “revisionista” de Nikita Jruschov, un tratamiento de shock (la “revolución cultural”) al interior de su propio partido, la destitución y rehabilitación del pragmático Deng Xiaoping y, finalmente, la luz verde a una reestructuración ideológico-económica liderada por el mismo Deng. Asumiendo este último tramo, Mao evitó una implosión de tipo soviético y abrió paso a un "socialismo con características chinas ". Léase, a la convergencia de la estructura comunista con la economía de mercado.
En el curso de este proceso, Henry Kissiger saludó en Mao a “una de las figuras colosales de la historia contemporánea”. Richard Nixon, por su parte, emitió un pronóstico notabilísimo: “en el curso del siglo XXI China puede convertirse en la más fuerte potencia de la tierra”.
En eso están, hoy, los disciplinados descendientes de Mao.
LEGADO DEL APERNADO
Como contrapunto, el legado político en trámite de Trump comienza hace una década y no se forja en un partido, sino en la farándula televisiva, la vida social y las bolsas de comercio.
Su pensamiento (llamémoslo así) es un condensado de tuits y reacciones brutales, con base en su imagen mediática, su presupuesto para escribas complacientes y el viejísimo aforismo romano divide et impera. Sobre esa base ganó la nominación de su partido y, luego, la presidencia del país, con menos votos que su adversaria demócrata Hillary Clinton y con el sospechado apoyo encubierto del líder ruso Vladimir Putin.
En lo internacional Trump produjo una caída en picada del liderazgo de su país, dinamitó la libertad de comercio y el multilateralismo, antagonizó a sus aliados de la Unión Europea, insultó a los ciudadanos de países en desarrollo (“esos países de mierda”), inauguró contra China una versión tecno-comercial de la guerra fría y desestibó la alianza atlántica con su amistad hacia el líder norcoreano Kim Jong-un y su apoyo sin matices al líder israelí Biniamin Netanyahu.
En lo interno, también fue un divisionista impecable. Estimuló el supremacismo blanco, elevó el racismo a sus peores niveles históricos, predicó el descuido ante el coronavirus, reivindicó el machismo jactancioso, se burló de los ambientalistas, convirtió el binomio verdad-mentira en un acertijo insoluble, socavó la base dialogante del bipartidismo tradicional y terminó desconociendo su estrecha derrota ante Joseph Biden, en las recientes elecciones.
Lo pavoroso de este legado trumpísta es que muestra una base de 70 millones de votantes. Casi la mitad del electorado de uno de los países más poderosos del planeta. Por ello, analistas norteamericanos top dicen que su derrota contiene la semilla de una segunda guerra civil.
Lo dicho hace que Trump se diferencie de todos los gobernantes democráticos y se parezca muchísimo a los dictadores más peligrosos que en el mundo han sido. Si me interrogo a fondo, diría que, gestualmente, es un clon de Benito Mussolini y, políticamente, que está en vías de convertirse en un émulo de Adolf Hitler.