La pugna en sordina entre Lula y Chavez está culminando con un gran test macropolítico: el golpe de Estado en Honduras, de 28 de junio de 2009. Cuando este golpe se materializó, el juego de abalorios de la información periodística y del secretismo diplomático, mostró una falsa y despistante homogeneidad: todos los países del mundo se unían en la airada condena a los golpistas. Sin embargo, en las reconditeces de esa condena había matices antagónicos, vinculados a la polarización introducida por Chávez en América Latina. Orwellianamente hablando, todos estaban indignados con los golpistas, pero unos estaban más indignados que otros.
Fue por eso que la condena unánime al gobierno de facto de Roberto Micheletti no significó un apoyo incondicional a la reinstalación de Manuel Zelaya, el presidente depuesto. En los Estados Unidos, en la OEA, en los países del Alba y en la mayoría invertebrada de Unasur, existían percepciones distintas sobre la manera de redemocratizar Honduras. Sintéticamente agrupadas, la posición del “eje chavista”, de reponer incondicionalmente a Zelaya, chocaba con la posición de quienes estimaban que la presión contra los golpistas, legitimada por la Carta Democrática Interamericana, no podía transformarse en intervención directa, condenada por la misma.
El miedo y la esperanza
En la base de las diferencias estaba el viejo binomio del miedo y la esperanza. Por una parte, el miedo a facilitar que Zelaya convirtiera a Honduras en otro país del Alba, aplicando la tecnología chavista de la concentración de poderes por vía institucional. Por otra parte, la esperanza audaz de que eso sucediera, con el apoyo instrumental de la OEA y los Estados Unidos. Al medio quedaban quienes deseaban “hacer tiempo”, para que las elecciones de noviembre reinstitucionalizaran democráticamente a Honduras, anulando la opción dramática.
En ese cuadro complejo, mientras Obama esperaba manejar el tema con el apoyo de Lula y del Presidente mexicano Felipe Calderón, los países del Alba actuaron bajo el liderazgo de Chávez.. En el meollo de esa actuación estaba la convicción, de estirpe castrista, de que debían “crear las condiciones” para restablecer a Zelaya en el sillón presidencial, con base en la unanimidad antegolpista y sobrepasando la mera presión política. De este modo, fueron perfeccionando métodos de intervención directa contra el gobierno de facto de Roberto Micheletti.
Primero, fue el frustrado aterrizaje de Zelaya en Tocontin, como pasajero de un avión venezolano y, luego, su fugaz performance en la frontera hondureña con Nicaragua, acompañado del canciller venezolano Nicolás Maduro. Finalmente, Zelaya apareció instalado como huésped en la embajada de Brasil, el 21 de septiembre, en el marco de una estrategia también venezolana con asesoría cubana, según el experto mexicano Jorge Castañeda..
Un Zelaya de Troya
La percepción de algunos despistados fue que Lula había optado por competir en alternativismo revolucionarista con Chávez. Esto es, que quiso arrebatarle la bandera de la vuelta de Zelaya al poder, incurriendo en un método de intervención directa, emparentado –pero a la inversa- con el asilo tradicional: aquí no se trataba de proteger al presidente depuesto, para garantizar su salida al extranjero, sino de proteger su retorno al país, para combatir al gobierno que lo había puesto en el extranjero. Vieron esa audacia como un gesto autónomo de Lula y saludaron su supuesta decisión de asumir un liderazgo fuerte y claro, sin temor a malquistarse con los Estados Unidos de Obama.
Sin embargo, pronto fue quedando claro que Lula nunca estuvo en el diseño del operativo y que sólo conoció su trama in extremis. Concretamente, cuando debió decidir si recibía o no esa especie de presente griego que le ofrendaba Chávez. Así lo reconoció Fidel Castro, siempre al tanto de todo, el 25 de septiembre: “Está probado que el gobierno de Brasil no tuvo absolutamente nada que ver con la situación que allí se ha creado”.
Así fue como el Presidente de Brasil se vio entrampado ante un hecho consumado. De él sólo dependía la captura o de la protección de Zelaya, según fueran las instrucciones que diera a su embajador en Honduras. Coloquialmente, una clásica “encerrona”, con serias consecuencias políticas externas e internas. En lo externo, lo primero que puede visualizarse es que redujo su espacio político para una mayor influencia en su relación con Obama, que su paternalismo hacia Chávez tendrá que cambiar y que la exclusión de México debe replantearse. En lo interno, ya se ha percibido la crítica soterrada de los brasileños que no soportan la idea de que el gigante sea manipulado por una potencia menor, con la eventual asesoría de los servicios secretos de Cuba. Todos estos efectos implican que, diplomáticamente hablando, hubo aquí una verdadera humillación para Itamaraty, la prolija Cancillería brasileña.
Fue por eso que la condena unánime al gobierno de facto de Roberto Micheletti no significó un apoyo incondicional a la reinstalación de Manuel Zelaya, el presidente depuesto. En los Estados Unidos, en la OEA, en los países del Alba y en la mayoría invertebrada de Unasur, existían percepciones distintas sobre la manera de redemocratizar Honduras. Sintéticamente agrupadas, la posición del “eje chavista”, de reponer incondicionalmente a Zelaya, chocaba con la posición de quienes estimaban que la presión contra los golpistas, legitimada por la Carta Democrática Interamericana, no podía transformarse en intervención directa, condenada por la misma.
El miedo y la esperanza
En la base de las diferencias estaba el viejo binomio del miedo y la esperanza. Por una parte, el miedo a facilitar que Zelaya convirtiera a Honduras en otro país del Alba, aplicando la tecnología chavista de la concentración de poderes por vía institucional. Por otra parte, la esperanza audaz de que eso sucediera, con el apoyo instrumental de la OEA y los Estados Unidos. Al medio quedaban quienes deseaban “hacer tiempo”, para que las elecciones de noviembre reinstitucionalizaran democráticamente a Honduras, anulando la opción dramática.
En ese cuadro complejo, mientras Obama esperaba manejar el tema con el apoyo de Lula y del Presidente mexicano Felipe Calderón, los países del Alba actuaron bajo el liderazgo de Chávez.. En el meollo de esa actuación estaba la convicción, de estirpe castrista, de que debían “crear las condiciones” para restablecer a Zelaya en el sillón presidencial, con base en la unanimidad antegolpista y sobrepasando la mera presión política. De este modo, fueron perfeccionando métodos de intervención directa contra el gobierno de facto de Roberto Micheletti.
Primero, fue el frustrado aterrizaje de Zelaya en Tocontin, como pasajero de un avión venezolano y, luego, su fugaz performance en la frontera hondureña con Nicaragua, acompañado del canciller venezolano Nicolás Maduro. Finalmente, Zelaya apareció instalado como huésped en la embajada de Brasil, el 21 de septiembre, en el marco de una estrategia también venezolana con asesoría cubana, según el experto mexicano Jorge Castañeda..
Un Zelaya de Troya
La percepción de algunos despistados fue que Lula había optado por competir en alternativismo revolucionarista con Chávez. Esto es, que quiso arrebatarle la bandera de la vuelta de Zelaya al poder, incurriendo en un método de intervención directa, emparentado –pero a la inversa- con el asilo tradicional: aquí no se trataba de proteger al presidente depuesto, para garantizar su salida al extranjero, sino de proteger su retorno al país, para combatir al gobierno que lo había puesto en el extranjero. Vieron esa audacia como un gesto autónomo de Lula y saludaron su supuesta decisión de asumir un liderazgo fuerte y claro, sin temor a malquistarse con los Estados Unidos de Obama.
Sin embargo, pronto fue quedando claro que Lula nunca estuvo en el diseño del operativo y que sólo conoció su trama in extremis. Concretamente, cuando debió decidir si recibía o no esa especie de presente griego que le ofrendaba Chávez. Así lo reconoció Fidel Castro, siempre al tanto de todo, el 25 de septiembre: “Está probado que el gobierno de Brasil no tuvo absolutamente nada que ver con la situación que allí se ha creado”.
Así fue como el Presidente de Brasil se vio entrampado ante un hecho consumado. De él sólo dependía la captura o de la protección de Zelaya, según fueran las instrucciones que diera a su embajador en Honduras. Coloquialmente, una clásica “encerrona”, con serias consecuencias políticas externas e internas. En lo externo, lo primero que puede visualizarse es que redujo su espacio político para una mayor influencia en su relación con Obama, que su paternalismo hacia Chávez tendrá que cambiar y que la exclusión de México debe replantearse. En lo interno, ya se ha percibido la crítica soterrada de los brasileños que no soportan la idea de que el gigante sea manipulado por una potencia menor, con la eventual asesoría de los servicios secretos de Cuba. Todos estos efectos implican que, diplomáticamente hablando, hubo aquí una verdadera humillación para Itamaraty, la prolija Cancillería brasileña.