Bitácora

Las dos integraciones

José Rodríguez Elizondo

En este 2006 ya no bastará la simple retórica integracionista en Iberoamérica. Tras el escarmiento de los últimos años, los países de la región deben comenzar a hacerla. Y no porque esté más cerca, sino porque es más urgente.

Obviamente, la Unión Europea es el ejemplo que nos golpea en la cabeza. Tras su paradigma hay una historia pletórica de guerras bilaterales, multilaterales y mundiales, con todo el recelo que ello implica respecto a los otros. Sin embargo, tres años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, europeos ilustres, que no se guiaban por fatalismos del tarot, abrieron la ruta a la integración.

Realistamente, no convocaron a aprobar la Constitución Política de Europa Unida (CPEU), sino a construir la Comunidad Económica del Carbón y del Acero (CECA). Como lo pequeño puede ser hermoso, medio siglo después estuvieron en condiciones de proponer una Constitución. Para muchos chilenos, bolivianos y peruanos, hipotecados por la guerra del Pacífico, esto parece una fantasía de Tolkien y Lewis asociados. En los años 2004 y 2005, nunca faltaron motivos para revivir ese conflicto del milenio anterior. Éste coartó cualquier posibilidad de desarrollo asociativo y sirvió para que otros gobiernos de la región intervinieran con iniciativas propias, según sus afinidades políticas. Ejemplo: si algunos planteaban que la energía gasífera de Bolivia y Perú podría ser parte de una matriz integradora para el Cono Sur, equivalente a la CECA, otros la invocaban para cambiar los mapas de Chile y Bolivia. ¿Es que estamos en la edad de piedra, comparados con Europa?

Es lo que piensan muchos políticos y académicos de nuestros países. Así lo asumió el ex canciller chileno Miguel Alex Schweitzer, al reiterar que a los países de la región "les faltan muchos años de desarrollo para convertirse en un interlocutor relevante".

Sería un argumento razonable si no fuera paralizante. Ante las urgencias integracionistas de la hora - cuando Iberoamérica es ya el penúltimo continente-, el desfase en el desarrollo debiera verse como una coartada. Baste pensar que, siendo tanto más alto el nivel de desarrollo previo de los europeos, bien pudieron integrarse antes y ahorrarse los pavores de la Segunda Guerra Mundial.

Es que, quizás, el poder de convicción estuvo precisamente en esos pavores. Tras esa guerra, la Europa moderna quedó devastada y sus habitantes supieron lo que era el desempleo, el hambre y los homeless. En esa realidad, las heridas tenían que cicatrizar pronto para poder sobrevivir. Además, el duro castigo recibido por los ciudadanos de las potencias del eje y el juzgamiento formal de sus genocidas y verdugos (el juicio de Nuremberg eliminó muchas candidaturas al Bundestag) abortaron el sentimiento revanchista que anida en la impunidad. Así vista, la UE sería el fruto de la devastación total, y nuestra integración no existe porque, comparativamente, nuestras guerras externas e internas fueron poquísimas, no produjeron devastaciones totales y rara vez resultaron castigados los violadores de los derechos humanos. Algunos incluso mantuvieron, recuperaron o transfirieron poder político hasta su muerte.

En esa carencia de catástrofe total estaría anclado nuestro apego al concepto absolutista de la soberanía. Si nunca lo perdimos todo, nunca tuvimos la necesidad de aprender que la soberanía relativizada puede inducir a un mejor desarrollo, con seguridad compartida.

No debiéramos esperar una catástrofe eficiente para poder asumirlo.

Artículo publicado en La Vanguardia el 4 de abril.
José Rodríguez Elizondo
| Sábado, 8 de Abril 2006