Quise dibujar a Barack Obama como un mestizo "bronceado", levantando las tres enormes mochilas que le deja el increíble George W. Bush: ocupación indefinida de Irak, terrorismo incrementado por dispersión y macrocrisis del sistema capitalista.
Pero, ante las dificultades de realización, opté por caricaturizarlo sin mayor imaginación. Simplemente de camisa y corbata. Ahí descubrí, recién, que esa imagen tiene tradición instalada. En los EEUU, las revoluciones de verdad –es decir, las que cambian el contrato social de manera autosostenida– se han desencadenado y sucedido sin atuendos novedosos. Desde la continuidad del establishment.
Ahí tenemos al presidente filósofo Thomas Jefferson advirtiendo, mucho antes que Bertolt Brecht, que "los bancos son más peligrosos que los ejércitos permanentes". Su motivo vale hasta hoy: "gastar dinero para que lo pague la posteridad no es más que una estafa a gran escala al futuro".
Luego, cada vez que surgió una crisis grande, la solución fue de cuello y corbata. En efecto, la Guerra de Secesión, bajo la guía de Lincoln, no se prolongó con rencores históricos insolucionables –como entre nosotros los del sur–, sino con una integración que instaló a EEUU en "las grandes ligas". La tentación de la victoria en la Primera Guerra Mundial no los llevó a desplegarse militarmente por el planeta, sino a sentar las bases de su hegemonía económica.
La Gran Depresión de 1929 no culminó con un golpe al sistema, sino con un Nuevo Trato, bajo el liderazgo de Frankin D. Roosevelt. Este lideró el cambio desde una silla de ruedas, llegó hasta la victoria en la Segunda Guerra Mundial y dejó a la Casa Blanca como sede del liderazgo de Occidente.
Desde este sitial, el país estuvo a punto de perder el alma en Vietnam, pero vino un presidente no elegido y con apellido de automóvil, Gerald Ford, para salvar la cara, rindiéndose ante la realidad.
Incluso la Contrarreforma tuvo rostro hollywoodense, cuando Ronald Reagan llegó para borrar el mal sabor vietnamita. Tipo simpático, hizo creer que la Historia terminaría con el triunfo de "los buenos" y, en 1989, el colapso del socialismo real facultó a Fukuyama para protocolizar ese optimismo.
En ese marco, el catastrófico George W. Bush sólo pavimentó el camino para el liderazgo rectificador de Obama. Con su sola victoria, éste pone término oficial a un pasado reciente, racialmente conflictivo. Uno que hacía imaginar "negritos buenos" posibles –como el de Harvard–, porque los negros probables sólo podían estar puño en alto contra el sistema: "la única vía de liberación para los negros es la abolición completa y total de la clase capitalista", había amenazado la imponente Angela Davis.
De ahí viene, entonces, la gran paradoja de nuestros días: como la revolución del socialismo real nunca fue real ni democrática ni socialista, su colapso obligó a poner marcha atrás.
Por el contrario, las reformas endógenas del capitalismo made in USA siempre fueron revolucionarias, porque ampliaron la realidad de la democracia interna, indujeron mejoras en los controles y equilibrios republicanos y generaron un expansivo "efecto-demostración" en el planeta.
Por eso, el gran desafío para Obama será sintetizar esa historia de "reformas revolucionarias", con una performance antes inimaginable: la de un gobernante negro, que llega para refundar el capitalismo y revitalizar el liderazgo global de la Casa Blanca.
Al ganar, los analistas norteamericanos ya podrán decir que la revolución social real siempre tuvo cuello y corbata y siempre fue más jeffersoniana que marxiana.
Publicado en La Republica el 11.11.08.