El reciente acuerdo entre Argentina, Bolivia y Venezuela para crear la Organización de Países Productores y Exportadores de Gas de Sudamérica (Opegasur), marca el fin del Gasoducto del Sur, en cuanto instrumento de integración de productores y consumidores de la sub-región. De plasmarse, estaría al servicio de un trust de dos grandes exportadores y un productor para autoconsumo, en distintos niveles de lucha con “el imperio”.
También es una manera de agonizar, para el momento mágico de los años ’90. Ese que surgió cuando, con el mayor elenco de regímenes democráticos que se hubiera establecido en América Latina, volvimos a abrir los expedientes de la integración “sesentera”.
Bien polvorientos estaban. Un primer balance mostró que su énfasis estuvo en un alineamiento neobolivariano, desde México City a Punta Arenas, subestimando diferencias macrosistémicas. Para contrapesar tanta poesía se diseñó una red burocrática, dedicada a abrir los mercados internos. Se suponía que, mientras mejor comerciáramos entre nosotros, más rápido llegaría la utopía.
La verdad, revelada desde la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, lucía por contradicción. Retroactivamente entendimos que, en plena guerra fría, jamás pudieron integrarse países con orientación antagónica. Fidel Castro, con mucha lógica, decía “primero revolución, después integración”.
Asumimos, además, la crítica de la institucionalidad integracionista, con su gran paradoja en la nomenclatura: mientras la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) nació con filosofía integracionista, su sucesora, la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI) se estacionó en la simple negociación comercial.
Paralelamente, comprendimos la necesidad de integrar a la baja, partiendo de una agrupación menor y con objetivo acotado. Muchos entendieron que ese rol debía cumplirlo el Mercosur, con Brasil y Argentina como locomotoras. En resumen, ni tanto ni tan poco ni con cualquiera.
Momento escurridizo
Desgraciadamente, el momento de lucidez se nos está escurriendo entre los dedos, mientras cunde la percepción popular sobre “los políticos” como responsables corporativos de todos los males, por acción, omisión, corrupción o ineficiencia.
Entre esos males están la debilidad del “chorreo”, la mantención de crudos desequilibrios macrosociales, el fundamentalismo de quienes basurean a los que inducen rectificaciones, el acomodo al poder de parte importante de las izquierdas y el unilateralismo de los Estados Unidos, que ahora apaga incendios con gasolina de Irak.
De ese caldo de cultivo surgen cuatro fenómenos disfuncionales a la integración: 1) la negociación de ALCAs bilaterales con la superpotencia, 2) el empeño de Kirchner por introducir a Hugo Chávez al Mercosur, 3) los gruesos sectores sociales sin conducción política sistémica y 4) el “socialismo o muerte” de Chávez.
Con esto, la relativa homogeneidad del Mercosur entró en liquidación. Venezuela no puede desplazar a Brasil como locomotora, pero si puede bloquear su avance. Argentina hoy depende financieramente de Venezuela y mantiene un duro pleito con Uruguay. Bolivia y Chile, miembros asociados, siguen sin relaciones diplomáticas El Perú, que podría incorporarse al grupo, está lejos de Venezuela y Bolivia y mantiene un pleito de límites marítimos con Chile.
Lula recién comenzó a diseñar una estrategia de contención, al convocar a México a la integración sudamericana. La movida era lógica, pues el gigante hermano del norte no puede dejarse encerrar como dependencia geopolítica de los Estados Unidos.
Si queda tiempo, habrá que rediseñar el grupo reducido y ver cual locomotora tira más.
Publicado en La República el 14.8.07