Pese a su importancia histórica, el acuerdo de Charaña de 1975 aún no ha sido procesado a cabalidad. Lo digo porque no sólo marcó nuestro techo respecto a la aspiración marítima de Bolivia. También marcó nuestro piso respecto a las posibilidades de amistad con el Perú.
La clave me la dio el general Francisco Morales Bermúdez, en entrevista que le hice en su casa de San Isidro, el 9 de noviembre de 2001. Entonces, yo ya lo percibía como uno de los peruanos más importantes de la Historia de Chile, tras la Guerra del Pacífico, por dos razones literalmente de fuerza: su golpe de 1975 contra el general Juan Velasco Alvarado, que desbarató la posibilidad de un conflicto armado directo, y sus maniobras para poner distancia con Fidel Castro y eludir una alianza con Argentina, con vistas a la guerra que impulsaban los “halcones” del general Jorge Rafael Videla. Estimando o no a los chilenos, se las arregló, por dos veces, para evitar la peor catástrofe que puede recaer sobre cualquier sociedad.
Mérito adicional: Morales Bermúdez jamás cedió a la tentación de publicitarse como soldado de paz, al margen de su colectivo institucional. Con ese talante, me manifestó, categórico, que nunca hubo un plan de acción contra Chile, que el reequipamiento militar peruano era para mantener el equilibrio estratégico, y que el posterior reconocimiento de Alberto Fujimori fue “un disparate total” [1].
Sin embargo, lució transparente respecto al frustrado acuerdo de Charaña. Dijo que, ante la demanda del general Augusto Pinochet, percibió que la presión de Hugo Bánzer le impedía responder con una negativa simple. Pudo agregar que sus altos mandos repudiaron dicho acuerdo[2]. Para salir del paso, ordenó a su canciller Carlos García Bedoya que diseñara “una salida al mar para Bolivia por territorio que fue peruano, desembocando en Arica, a condición de que Arica tenga como puerto –no como territorio- una administración tripartita”.
Con eso reflejaba tres constantes del pensamiento estratégico y del imaginario peruano sobre la relación con Bolivia:
- El Perú fue a la guerra para ayudar a dicho país y éste abandonó las acciones, dejándolo solo frente a Chile.
- Cualquier solución para Bolivia supone priorizar la vigencia del interés peruano sobre sus territorios perdidos.
- Los bolivianos no deben culpar al Perú por una eventual falta de acuerdo con Chile.
Bastan dos ejemplos para asumir la historicidad de estas constantes: “El Perú jamás consentirá en hacer dejación de sus derechos sobre esos territorios”, dijo en 1919 el canciller Arturo García Salazar”. En 2002, las actualizó el historiador y diplomático Juan Miguel Bákula: “Suponer que el Perú se había batido cuatro años con tan cruento y doloroso esfuerzo, para que Bolivia obtuviera una recompensa, resultaba una inconsecuencia”[3].
Esto permite decodificar el sentido real de la formulación de Torre Tagle, según la cual “el Perú no es obstáculo para la aspiración marítima de Bolivia”. Para entenderla, debe agregarse el siguiente complemento tácito: “entendiéndose que el Perú no renuncia a los derechos y servidumbres sobre sus ex territorios, reconocidos por el Tratado de 1929”.
Los resguardos de García
Cotejada la respuesta de Morales Bermúdez a Pinochet, de 1976, con sus dichos de la entrevista, salta una omisión fundamental: la frontera marítima no aparece por ninguna parte. Llamativo, pues no pudo tener mejor excusa, ante el gobernante chileno y Bánzer, que reprocharles por estar disponiendo de mar peruano.
Esto se explica porque el tema de la redelimitación recién surgió en 1986. Quien lo inventó fue Alan García, líder del Partido Aprista del Perú y Presidente elegido democráticamente.
¿Revanchismo antichileno de García?
Lo descarto por dos razones: Una, porque el Apra tenía (y mantiene) una sólida doctrina integracionista. Su fundador, Víctor Raúl Haya de la Torre, hasta fue acusado de “chilenófilo” por los conservadores limeños de los años 30. Dos, porque la tesis parece inventada –ya lo veremos- como un resguardo doméstico para iniciar una mejor relación con Chile y como un franco disuasivo ante Bolivia.
Esto se explica porque García llegó a su primera Presidencia con gran ímpetu amistoso. Fruto de su experiencia corta –tenía 35 años-, creía en la posibilidad de mejorar, rápido, la calidad de la relación con nuestro país. Tras los avances prudentes de su predecesor Fernando Belaunde Terry, pensaba que lo primero era extirpar el incordio de las cláusulas pendientes del Tratado de 1929. Al efecto solía decir, en círculos restringidos -quizás, como movida táctica- , que no le importaba si para negociar debía ir a la frontera y abrazarse con el mismísimo diablo. Es decir, con Pinochet.
Contextualizando la osadía, cabe recordar que ningún demócrata del mundo quería exponerse a una foto con el dictador chileno. El peruano Javier Pérez de Cuéllar, a la sazón Secretario General de la ONU, había anunciado que sólo visitaría Chile cuando volviera la democracia. El rey Juan Carlos –quien solía aconsejarse con Pérez de Cuéllar- se acogía al mismo predicamento.
Por lo mismo, la intrepidez del joven Presidente se miró, desde la disidencia chilena, como democráticamente insolidaria. Uno de sus dirigentes aterrizó en Lima con esa preocupación y un amigo le concertó una cita con Armando Villanueva, respetado patriarca del Apra. Todo indica que del encuentro surgió un pragmático “consejo a García”: mejor relación sí, foto no. En definitiva, tras sondear a Pinochet con dos adelantados, el Presidente envió a Chile a su canciller Allan Wagner, en mayo de 1986, para “abrir una nueva etapa de paz y cooperación”.
En esas circunstancias, Wagner y su homólogo Jaime del Valle conversaron sobre las cláusulas pendientes y sobre una propuesta nueva de García: revisar, con criterios jurídicos y de equidad, la frontera marítima. Luego, su asesor, el embajador Bákula, la expuso en audiencia especial ante del Valle y, a pedido de éste, elaboró un memo que le fue entregado el día 23.
En ese texto sostiene –al parecer- que si la Zona Especial Fronteriza Marítima del Acuerdo trinacional de 1954 (comprende, además, a Ecuador) fuera un límite internacional, Chile ejercería jurisdicción sobre aguas tan próximas a tierra peruana, que crearía una situación “inaceptable”. Al menos, es lo que Bákula escribió en una obra posterior, en la cual plantea la diferencia entre la Zona Especial Fronteriza y una frontera marítima [4].
Tras los detalles de ese memo, que pocos chilenos conocen, pero que está en el archivo de Torre Tagle, había una motivación política de alta complejidad. Por una parte, García no quería aparecer ante su opinión pública como regalando a Pinochet el finiquito de las cláusulas pendientes.
Para afirmar internamente ese gesto –que implicaba el fortalecimiento del Tratado de 1929-, necesitaba agendar su invención, en calidad de resguardo sustitutorio: fin de cláusulas pendientes por negociación de nuevo tema. Por otra parte, debía evitar que Bolivia lo pusiera ante el mismo dilema que a Morales Bermúdez. A ese efecto, su propuesta operaría como un disuasivo. Bolivia lo pensaría muchas veces antes de pedir su asentimiento para un corredor hacia un mar en trance de negociación.
La mejor prueba de que esa fue la motivación de García, la dio su contención posterior. A fines de su período, fracasado el finiquito de las cláusulas pendientes, con bajísimo rating en las encuestas, incluso con rumor de conspiraciones militares, engavetó su propuesta sin ceder a la tentación de agitarla contra Chile.
De Murphy a Frankestein
Confirmando que buenas motivaciones no siempre garantizan buenos resultados, el tema explosionó en septiembre de 2005. Sacándolo al aire, como al genio de la botella, Toledo lo convirtió en ley de la República, bajo el despistante título de “Lista de las coordenadas de los puntos contribuyentes del sistema de líneas de base del litoral peruano”[5]. Con ello transformó una propuesta de negociación, para nada “histórica”, en una normativa obligatoria para los peruanos.
Esa mutación, que marcó el climax de una serie de zancadillas entre Toledo y Ricardo Lagos, dio aire al nacionalismo peruano “duro”. De paso, leales ejecutores de las leyes de Murphy, los chilenos ayudamos a reposicionar el tema por dos vías: una desprolijidad cometida en la tramitación de la ley que fijó los límites de la región Arica-Parinacota y una nueva mala lectura de la disposición peruana hacia la aspiración de Bolivia.
Así, aunque García también llegó a su segundo mandato con intenciones amistosas, pronto vio que la ley de Toledo le cortaba la retirada, Bolivia volvía tras territorios ex peruanos y un error chileno lo empujaba a la fuga hacia delante. Eso lo entrampó entre dos posibilidades polares: un encapsulable contencioso ante la Corte Internacional de Justicia o la rendición ante la agitación nacionalista doméstica, con eventual escalada de acciones ominosas.
De paso, este cuadro explicaría por qué, coetáneamente, Bolivia quiso apresurar supuestas conversaciones con Chile –hay que decirlo así- sobre un corredor similar al de Charaña. Es que la visualizable demanda peruana en La Haya oficializaría el carácter de “bien en disputa” para el mar adyacente.
Por lo señalado, tras reconocer a través de su canciller que Toledo maltrató “gratuitamente” la relación con Chile, el Doctor García, hoy puede asumir que su invención del ’86 fue un paradigma de cariño malo. Ni disuadió a Bolivia ni sirvió para afirmar una mejor relación con nuestro país. De hecho, ha mutado en un artefacto explosivo a tres bandas, que repone en cartelera la vieja leyenda del Doctor Frankenstein.
Nota.- Al cierre de este artículo llegan las tristísimas noticias del terremoto en el corazón del Perú. Que la desgracia, ya que no el manejo político, sirva para que vuelva la serenidad y nos fundamos en un dolor solidario. JRE.
Publicado en la revista Mensaje, de Chile, en septiembre de 2007.