Bitácora

La corrupción como razón de Estado

José Rodríguez Elizondo

Publicado en El Mostrador, 2 de marzo de 2015
Donde vemos como la crisis de las izquierdas renovadas abre paso a la segunda crisis de la democracia.


En 1995 escribí un libraco titulado Crisis y renovación de las izquierdas, en el que analicé la trágica interacción entre los ultrarrevolucionarios castristas y los militaristas civiles de los años 60­-70. Mi diagnóstico mostraba el tema como una crisis de la democracia representativa o de la política. Mi semipronóstico –o wishful thinking, como dicen los sajones–, fue que el escarmiento histórico brindaba una oportunidad estimulante para las izquierdas democráticas de la región.

Condición teórica del optimismo: asumir que la lucha a golpe de tesis entre capitalismo y socialismo fue un conflicto del siglo XX, con ideas del siglo XIX, que será visto como un combate escolástico en el siglo XXI. Condiciones prácticas: arrinconamiento de los extremismos, fortalecimiento de los sistemas democráticos “centrificados”, profesionalismo participativo de las Fuerzas Armadas y alternancias sin drama.

Caso modélico: la transición chilena (obviamente). Con una centroderecha consensualista y pivoteando sobre socialistas renovados y democratacristianos –enemigos al momento del Golpe–, el sistema expresaba bien esa línea de unidad en la diversidad. Era la ecuación pragmática entre el liberalismo político, la regulación económica y la sensibilidad social.
 

LA TRANSICIÓN TAMBIÉN CAMBIA

Desde entonces han pasado veinte años, durante los cuales la Historia regional siguió escapando de los determinismos. Sinópticamente, el fin de la Guerra Fría minimizó la “amenaza comunista”, redujo el interés estratégico de los Estados Unidos en el progreso democrático de la región, el fin de las ideologías totalitarias comenzó a identificarse con el fin de las ideas políticas y el diálogo civil-­militar tendió a retroceder a la época de los “compartimentos estancos”.

Como efecto directo, el escarmiento de las izquierdas fue de baja intensidad y corta duración. No llegó a cuajar en un nuevo pacto social, con gobiernos prudentemente tecnificados, partidos políticos democratizados, funcionariado austero, intelectuales orgánicos de verdad y líderes que valoraran (o se resignaran) a la alternancia. Ayudó a atornillar al revés el que, con pocas excepciones, las derechas siguieron dependiendo de líderes coyunturales y hasta de outsiders golpistas.

Huérfanas de referentes ideológicos válidos, las izquierdas de este segundo milenio abrieron paso a una crisis bifurcada. Unas se acomodaron a los privilegios del poder y al discreto encanto del dinero, optando por los “empates” con las derechas e instalándose como partes de una clase política informal. Otras modificaron ventajistamente los estatutos constitucionales e indujeron la polarización social. A ese efecto, sintetizaron el ultrismo castrista y el democratismo electoral, instalando dictaduras que convocaban a elecciones (no siempre limpias).

Los ciudadanos comenzaron a chocar, entonces, con un escenario público degradado, en el cual se obtienen curules con técnicas de mercadeo, los grupos económicos financian a políticos de todo el espectro, los partidos se convierten en centros clientelares, los militantes mutan en operadores profesionales, los militares estudian lo que está pasando o cogobiernan (como en Venezuela), los intelectuales genuinos desertan de los partidos, el crimen se organiza, la teoría de los derechos humanos se sectariza y la meritocracia es arrollada por el nepotismo.

En ese marco, Perú produjo el caso emblemático del outsider Alberto Fujimori, quien llegó al Gobierno con los votos de las izquierdas, cuyo objetivo central era atajar a Mario Vargas Llosa y sus posiciones. Desde el poder, Fujimori se declaró admirador de Pinochet, aplicó sesgadamente la misma doctrina que representaba Vargas Llosa y dio un autogolpe de Estado que corrompió a todas las instituciones, Fuerzas Armadas comprendidas. Para ese efecto impuso aparatos, cómplices y procedimientos criminales. Hoy es un raro caso de responsable político encarcelado.

Mientras se escriben estas líneas, jefes de Estado autorreconocidos como “de izquierda” están sufriendo el impacto de la degradación política mencionada. El presidente priísta de México, Enrique Peña Nieto, es desafiado por el crimen organizado con base en el narcotráfico; la presidenta petista de Brasil, Dilma Roussef, sufre los embates de la corrupción crónica en Petrobras; el presidente chavista de Venezuela, Nicolás Maduro, sigue encarcelando a opositores al margen de un debido proceso; el peronista vicepresidente argentino, Amado Boudou, está procesado por cohecho y otras negociac
iones incompatibles con la función pública, y la peronista presidenta, Cristina Fernández Kirchner (CFK), es imputada judicialmente por encubrir a los responsables de un conmocionante atentado terrorista. Cabe añadir que el fiscal de ese caso, Alberto Nisman, fue asesinado o inducido al suicidio un día antes de presentar esa imputación ante el Congreso.

Desmintiendo el excepcionalismo chilensis, nuestro país no es una excepción en un mal barrio. Entre los casos Penta y SQM medra lo que he llamado “clase política ABC1”. En ese contexto de relaciones espurias con el dinero, la Presidenta socialista Michelle Bachelet experimentó el oprobio de un caso de enriquecimiento escandaloso, protagonizado por su hijo Sebastián.

RENOVACION DE LA CRÍTICA

El síndrome regional expuesto está revelando una transición encadenada: del escarmiento de los renovados al sectarismo de nuevo tipo, de éste a la corruptela con delincuencia y de ésta a la corrupción como razón de Estado.

Las encuestas, por lo general, muestran cómo las instituciones castrenses y policiales –que configuraron la base de las dictaduras superadas–, tienen mejores niveles de aceptación que las instituciones políticas. Consecuentemente, está sucediendo lo que tenía que suceder: los ciudadanos abusados han dejado de valorar los eventos electorales y comienzan a abstenerse o a reaccionar contra todos los representantes políticos. Como perversa contrapartida –corsi e ricorsi–, gobernantes como CFK y Maduro tratan de refugiarse tras la polarización social inducida, hablando de “nosotros” (los ungidos que deben mandar) y “ellos” (los disidentes que deben ser reprimidos). Otros, tratan de legitimar sus liberticidios, mientras se autocalifican para la reelección permanente, por sí o por interpósito pariente.

Esos afanes, que recuerdan el refrán chino sobre el peligro de descabalgar de un tigre, cierran un ciclo de pavores. De la crisis de las izquierdas sesentistas pasamos a la crisis de las izquierdas renovadas y de ésta a la segunda crisis de la democracia representativa (o de la política).

Esta es la dolorosa verificación que, sumada al estímulo de lectores generosos, me está impulsando a superar mi escepticismo sobre las posibilidades de los textos de más de 100 páginas. Esto significa (anuncio) que hoy comienzo a reescribir mi libro de hace veinte años, abrigado con una esperanza humilde: creer que es posible revertir la desdemocratización en proceso, con soporte en la autocrítica, la mostración de los hechos y los lectores capaces de ir más allá de los 140 caracteres de un tuiteo.

Quienes no conocieron la versión del 95, tal vez lo apreciarán como un nuevo tipo de historia contemporánea o como el alegato romántico de un demócrata latinoamericano.
José Rodríguez Elizondo
| Lunes, 2 de Marzo 2015
| Comentarios