Bitácora

La Historia, según Fidel Castro

José Rodríguez Elizondo


El libro Fidel Castro, biografía a dos voces, del director de Le Monde Diplomatique, Ignacio Ramonet, está provocando la usual polémica de este tipo de obras. Mario Vargas Llosa rompió el fuego diciendo que es “el más obsecuente y servil libro sobre Fidel Castro” que se haya publicado. Otros denuncian que sólo es una recopilación de discursos truncos y citas actualizadas. Un embutido de “copy and paste”.

La verdad es que, por volumen físico, el libro es lo bastante gordo como para corresponder a las “cien horas de conversación” que proclama Ramonet y quizás no sea una simple reingeniería de textos. Su biografiado ha hablado tanto, sobre todo y durante medio siglo, que es imposible apostar al mérito periodístico de la novedad. Por lo demás –y esto es esencial-, cualquiera sabe que Castro nunca ha dado puntada o entrevista sin hilo.

Esto implica, primero, que Castro ya aprendió –con Lord Keynes- que en el largo plazo todos estaremos muertos y tendremos poco tiempo para leer. Segundo, que en el corto y mediano plazo y en términos de poder, los entrevistadores-admiradores son más útiles que los entrevistadores a secas. Como anticipo de ese aprendizaje, el líder partió autoabsolviéndose ante la Historia. Luego, siguió administrando todas las entrevistas y conversaciones que concedió.

Su primer gran experimento se produjo en 1957, a expensas de Herbert Mathews, reportero estrella del New York Times. Tras un cuidadoso análisis de sus textos e influencia, Castro lo recibió en su cabaña de mando de la Sierra Maestra y lo deslumbró con su inteligencia despierta, su fusil automático y un interminable desfile de guerrilleros. Esa entrevista fijó, ante la opinión mundial, la potente imagen de un líder nacionalista emergente.

Sólo años después, con Castro gobernando, Matthews supo que lo habían hecho cholito: la inteligencia y el fusil eran de verdad, pero esos miles de desfilantes, que vio desde una ventana, eran sólo un grupete que daba vueltas alrededor de la cabaña.

Luego vino la manipulación de Regis Debray -candidato a pensador francés a quien convirtió en su medium intelectual- y una serie de entrevistas con edición y efectos programados.

Fuera de alcance para los cubanos

Esto supuso una abierta discriminación de los comunicadores, un certero análisis de la coyuntura y un estricto pragmatismo “cultural”. Según Castro, todo era permisible dentro de la revolución, pero “nada contra la revolución”. La revolución, como se sabe, fue y sigue siendo él.

El mejor ejemplo de ese tipo de productos fue el libro Fidel y la Religión, de 1985, firmado por el sacerdote brasileño Frei Betto y orientado a promover la alianza de comunistas y cristianos de izquierda. De acuerdo al firmante, correspondió a 23 horas de “conversación”. De hecho, era un larguísimo discurso de Castro, con breves preguntas intercaladas, que hacían las veces de subtítulos.

Como única excepción está el notable libro Fidel: un retrato crítico, publicado en 1986 por Tad Szulc, otro célebre reportero del NYT. Tal vez la parte sentimental del líder le recordó su experiencia con Matthews y su parte inteligente le hizo aceptar el argumento de Szulc: no existía una “biografía seria” de su persona.

Entonces -aunque observando que “quizás estemos corriendo un gran riesgo”-, Castro le abrió las puertas de Cuba, lo dateó sin compasión ni tiempo y hasta aceptó no corregir (no censurar) el producto terminado.

Como contrapartida, esa biografía sigue fuera de alcance para los cubanos de Cuba. Castro, que comprende genialmente la importancia estratégica de controlar la Historia, entendió que no estaban maduros para asumirla. Puertas adentro prefiere mantener la vieja imagen, de francesa estirpe, según la cual “la Historia soy yo”.


Publicado en La Republica, el 12.03.2007.
José Rodríguez Elizondo
| Martes, 13 de Marzo 2007
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