Publicado en El Mercurio, 31.1.2020
Como veterano del 73 recuerdo las dos interrogantes estratégicas de entonces: ¿cómo hacer para que los militares intervengan? y ¿cómo hacer para que se queden en sus cuarteles? Cuando fueron resueltas de facto, surgió una tercera interrogante. La del poeta Juvenal en el siglo I: ¿Quis custodiet ipsos custodes? (¿quién vigilará a los vigilantes?)
Dado que somos un país de memoria sesgada, también quiero recordar la reacción de los intelectuales más afectados. Es decir, los de izquierdas, militantes o no, disidentes o del exilio. Tras el golpe, algunos se abocaron a estudiar a concho la relación civil-militar, (no la “cívico-militar” que es otra cosa). Por lo general, lo hicieron con la mente abierta, admitiendo que la dogmática marxista-leninista era insostenible.
Descubrieron, así, que las FF.AA modernas, altamente tecnificadas, en un mundo sociológicamente distinto, son irreductibles a la simplificación clasista. Pretender dividirlas y derrotarlas sobre esa base, como incitaba Fidel Castro, suponía homologar un ejército chileno sesquicentenario, con veteranía de guerra e intervenciones políticas de tipo arbitral, con esa guardia pretoriana corrupta que era el ejército cubano del sargento Batista.
Ayudó a la riqueza del debate la emergencia del eurocomunismo, con sus tesis “revisionistas” -inspiradas en la experiencia de Chile-, que rompían con la dictadura del proletariado y valoraban el pluralismo democrático. También fue funcional el aporte de académicos extranjeros, incluso del campo socialista, para quienes los militares disfrutaban de una “autonomía social relativa”.
Aquello influyó en la renovación y en la división de las izquierdas. Unos actualizaron el legado institucionalista de Allende, valoraron la política militar de los gobiernos socialdemócratas europeos y asumieron que debían dialogar con los militares realmente existentes. Otros se mantuvieron fieles al “enfrentamiento armado inevitable”, máxime cuando Castro les ofrecía instrucción militar a nivel profesional. Para estos, la dictadura sólo caería por la fuerza conjunta de obreros, campesinos, estudiantes, soldados y “oficiales patriotas”.
Hubo un parteaguas ideológico especial, cuando el jefe soviético Leonid Breznev, tras haber avalado la vía institucional de Allende, aseguró que el golpe “pilló desprevenida a la revolución chilena”. Sus ideólogos orgánicos explicaron tamaña distracción por la falta de preparación militar. El Kremlin había dado una vuelta de carnero y el legendario agente secreto Iosif Grigulevich lo justificó así a un interlocutor chileno: “loco será Fidel, pero supo defender su revolución”.
Los estudios de los intelectuales dejaron un rico legado en libros, papers y seminarios, producidos en distintos lugares del planeta, con la participación eventual de militares chilenos autorizados. También hubo textos bajo seudónimo, en la revista argentina Estrategia, supuestamente escritos por el general Carlos Prats. En ese legado se reconocía la especificidad de la vida militar, con su disciplina jerárquica y su universo simbológico; se llamaba a distinguir entre la revancha y la necesidad de hacer justicia en materia de derechos humanos; se postulaba la inserción castrense en la sociedad y se convocaba a dialogar con los militares que quisieran dialogar. Ese talante, que permeó a la Concertación, se sintetiza en una perceptiva frase del destacado sociólogo Augusto Varas: “En la medida que la civilidad aleja a los militares de los problemas públicos, ella misma termina automarginada de las materias castrenses”.
Son pasas para la memoria. Muy necesarias, pues el tema de la relación civil-militar, hoy sólo se ha reposicionado bajo formato técnico. Unos impugnan y otros defienden la doctrina del “profesionalismo participativo”, también llamada de la polivalencia, que justifica la actuación de uniformados en roles no estrictamente militares.
Así, pese al momento que vivimos, del tema político castrense no se habla ni siquiera al nivel de interrogantes. En lugar de éstas percibo tres silencios distintos: el de quienes creen que la correcta relación civil-militar ya se dio y agotó con la Concertación, el de quienes piensan que las democracias en estado de desencanto pueden defenderse solas, y el de quienes apuestan a que el sector castrense no intervendrá, aunque los símbolos nacionales y el país se destruyan a golpe de estallidos.
Quizás haya un cuarto silencio que nadie se atreve a frasear.
Dado que somos un país de memoria sesgada, también quiero recordar la reacción de los intelectuales más afectados. Es decir, los de izquierdas, militantes o no, disidentes o del exilio. Tras el golpe, algunos se abocaron a estudiar a concho la relación civil-militar, (no la “cívico-militar” que es otra cosa). Por lo general, lo hicieron con la mente abierta, admitiendo que la dogmática marxista-leninista era insostenible.
Descubrieron, así, que las FF.AA modernas, altamente tecnificadas, en un mundo sociológicamente distinto, son irreductibles a la simplificación clasista. Pretender dividirlas y derrotarlas sobre esa base, como incitaba Fidel Castro, suponía homologar un ejército chileno sesquicentenario, con veteranía de guerra e intervenciones políticas de tipo arbitral, con esa guardia pretoriana corrupta que era el ejército cubano del sargento Batista.
Ayudó a la riqueza del debate la emergencia del eurocomunismo, con sus tesis “revisionistas” -inspiradas en la experiencia de Chile-, que rompían con la dictadura del proletariado y valoraban el pluralismo democrático. También fue funcional el aporte de académicos extranjeros, incluso del campo socialista, para quienes los militares disfrutaban de una “autonomía social relativa”.
Aquello influyó en la renovación y en la división de las izquierdas. Unos actualizaron el legado institucionalista de Allende, valoraron la política militar de los gobiernos socialdemócratas europeos y asumieron que debían dialogar con los militares realmente existentes. Otros se mantuvieron fieles al “enfrentamiento armado inevitable”, máxime cuando Castro les ofrecía instrucción militar a nivel profesional. Para estos, la dictadura sólo caería por la fuerza conjunta de obreros, campesinos, estudiantes, soldados y “oficiales patriotas”.
Hubo un parteaguas ideológico especial, cuando el jefe soviético Leonid Breznev, tras haber avalado la vía institucional de Allende, aseguró que el golpe “pilló desprevenida a la revolución chilena”. Sus ideólogos orgánicos explicaron tamaña distracción por la falta de preparación militar. El Kremlin había dado una vuelta de carnero y el legendario agente secreto Iosif Grigulevich lo justificó así a un interlocutor chileno: “loco será Fidel, pero supo defender su revolución”.
Los estudios de los intelectuales dejaron un rico legado en libros, papers y seminarios, producidos en distintos lugares del planeta, con la participación eventual de militares chilenos autorizados. También hubo textos bajo seudónimo, en la revista argentina Estrategia, supuestamente escritos por el general Carlos Prats. En ese legado se reconocía la especificidad de la vida militar, con su disciplina jerárquica y su universo simbológico; se llamaba a distinguir entre la revancha y la necesidad de hacer justicia en materia de derechos humanos; se postulaba la inserción castrense en la sociedad y se convocaba a dialogar con los militares que quisieran dialogar. Ese talante, que permeó a la Concertación, se sintetiza en una perceptiva frase del destacado sociólogo Augusto Varas: “En la medida que la civilidad aleja a los militares de los problemas públicos, ella misma termina automarginada de las materias castrenses”.
Son pasas para la memoria. Muy necesarias, pues el tema de la relación civil-militar, hoy sólo se ha reposicionado bajo formato técnico. Unos impugnan y otros defienden la doctrina del “profesionalismo participativo”, también llamada de la polivalencia, que justifica la actuación de uniformados en roles no estrictamente militares.
Así, pese al momento que vivimos, del tema político castrense no se habla ni siquiera al nivel de interrogantes. En lugar de éstas percibo tres silencios distintos: el de quienes creen que la correcta relación civil-militar ya se dio y agotó con la Concertación, el de quienes piensan que las democracias en estado de desencanto pueden defenderse solas, y el de quienes apuestan a que el sector castrense no intervendrá, aunque los símbolos nacionales y el país se destruyan a golpe de estallidos.
Quizás haya un cuarto silencio que nadie se atreve a frasear.