En cualquier país democrático de buen ver, los militares pertenecen a un subsistema del Estado, y eso los condiciona. No pueden ni deben intervenir en la operatoria del sistema político que los encuadra, pero no pueden ser ajenos a lo que ellos llaman "Política con mayúscula". En Chile ni siquiera es una práctica tácita, sino una convicción doctrinaria. En 1914, hace más de un siglo, la recordaba, así, un oficial del Ejército:
"Los gobiernos que piensan dar al Alto Comando la verdadera importancia debieran acercarlo a las distintas ramas de la política, pues así él se informaría mejor de la verdadera situación del país, abarcaría más intensamente todo aquello que pueda relacionarse con las alternativas tácticas o estratégicas".
Sin embargo, en el imaginario vulgar eso no está claro. Muchos creen que solo los civiles y sus políticos pueden pensar la Política y que si lo hacen los militares, caen en pecado de deliberación. El peligro de esa dicotomía aparece de soslayo: cuando esos civiles creen que sus políticos son incorregibles (suele suceder), pueden pedir que intervengan en la Política quienes no deben pensarla.
En el fondo de ese absurdo late una ficción cándida -que un erudito vincularía con las tesis de Karl Popper-, según la cual los civiles pueden despedir a sus representantes políticos cuando quieran y como quieran, mientras los militares se mantienen silenciosos en sus cuarteles. Obviamente, es una ficción jurídico-idealista, pero, al menos en Chile, con un fondo sicológico innegable: nuestros civiles han vivido tan desinteresados de los militares -y viceversa-, que cuando tienen episodios de confusión política tienden a olvidarlos.
Podría creerse que el golpe de 1973 terminó con ese olvido patológico, pues eso ya no fue un episodio. Fue una era trágica. Entonces, los militares salieron de sus cuarteles, enviaron a los civiles a sus casas, sus oficinas, las cárceles o el exilio (hubo cosas peores) y su jefe máximo no dio señales de querer volver a la normalidad. Percibiendo la novedad del cuadro, Gabriel Valdés, uno de nuestros políticos de envergadura real, reconoció, en 1985, la gran culpa compartida:
"En Chile, por décadas, los militares y los civiles vivieron separados en compartimentos estancos. Recíprocamente se ignoraron, desarrollando al interior de nuestro mismo país dos culturas separadas. Ni los civiles sabíamos nada de los militares, ni ellos tenían, tampoco, mayor conocimiento de nosotros".
Lo dijo en plena dictadura, en tono de escarmiento, pues esa separación nos había llevado hacia "un abismo que ha sumergido al país en sufrimientos atroces". Pero, fantásticamente, ese escarmiento ya se olvidó. Duró solo lo necesario para afirmar los mecanismos básicos, electorales, del sistema democrático, pero no lo suficiente para conectarlo con el subsistema militar.
Para decirlo de la manera más directa: pese a la larga dictadura sufrida, seguimos soslayando hasta qué punto una pésima relación civil-militar explicó su emergencia, protagonismo y auge. Y no solo eso. Seguimos soslayando hasta qué punto puede marcar -o está marcando- los límites de nuestro actual desarrollo democrático.
"Los gobiernos que piensan dar al Alto Comando la verdadera importancia debieran acercarlo a las distintas ramas de la política, pues así él se informaría mejor de la verdadera situación del país, abarcaría más intensamente todo aquello que pueda relacionarse con las alternativas tácticas o estratégicas".
Sin embargo, en el imaginario vulgar eso no está claro. Muchos creen que solo los civiles y sus políticos pueden pensar la Política y que si lo hacen los militares, caen en pecado de deliberación. El peligro de esa dicotomía aparece de soslayo: cuando esos civiles creen que sus políticos son incorregibles (suele suceder), pueden pedir que intervengan en la Política quienes no deben pensarla.
En el fondo de ese absurdo late una ficción cándida -que un erudito vincularía con las tesis de Karl Popper-, según la cual los civiles pueden despedir a sus representantes políticos cuando quieran y como quieran, mientras los militares se mantienen silenciosos en sus cuarteles. Obviamente, es una ficción jurídico-idealista, pero, al menos en Chile, con un fondo sicológico innegable: nuestros civiles han vivido tan desinteresados de los militares -y viceversa-, que cuando tienen episodios de confusión política tienden a olvidarlos.
Podría creerse que el golpe de 1973 terminó con ese olvido patológico, pues eso ya no fue un episodio. Fue una era trágica. Entonces, los militares salieron de sus cuarteles, enviaron a los civiles a sus casas, sus oficinas, las cárceles o el exilio (hubo cosas peores) y su jefe máximo no dio señales de querer volver a la normalidad. Percibiendo la novedad del cuadro, Gabriel Valdés, uno de nuestros políticos de envergadura real, reconoció, en 1985, la gran culpa compartida:
"En Chile, por décadas, los militares y los civiles vivieron separados en compartimentos estancos. Recíprocamente se ignoraron, desarrollando al interior de nuestro mismo país dos culturas separadas. Ni los civiles sabíamos nada de los militares, ni ellos tenían, tampoco, mayor conocimiento de nosotros".
Lo dijo en plena dictadura, en tono de escarmiento, pues esa separación nos había llevado hacia "un abismo que ha sumergido al país en sufrimientos atroces". Pero, fantásticamente, ese escarmiento ya se olvidó. Duró solo lo necesario para afirmar los mecanismos básicos, electorales, del sistema democrático, pero no lo suficiente para conectarlo con el subsistema militar.
Para decirlo de la manera más directa: pese a la larga dictadura sufrida, seguimos soslayando hasta qué punto una pésima relación civil-militar explicó su emergencia, protagonismo y auge. Y no solo eso. Seguimos soslayando hasta qué punto puede marcar -o está marcando- los límites de nuestro actual desarrollo democrático.