Goethe, el gran escritor y pensador de la vieja Alemania, lo dijo con claridad: "Alles ist einfacher als man denkt, zugleich verschränkter als zu begreifen ist." Por si algún lector no lo entiende a cabalidad, esto significa que todo es más simple de lo que se puede pensar, pero mucho más intrincado de lo que se puede comprender.
La reflexión se aplica, con provecho, al entendimiento contemporáneo del Muro de Berlín. En efecto, con su intempestivo derrumbe del 9 de noviembre de 1989, su historia quedó a oscuras y cualquiera hoy puede calificarlo como el Muro de la Vergüenza desde siempre. Corolario inevitable: ¡qué brutos los dirigentes de la RDA, cómo se les ocurrió tamaño estropicio político!
Sin embargo, cuando apareció el Muro, el 13 de agosto de 1961, el mundo no lo demonizó y, más bien, lanzó un suspiro de alivio. La Guerra Fría se estaba calentando y la explosividad de Berlín dividido tenía a todos al borde de la cornisa. Tres millones de alemanes orientales, mezclados con algunos miles de polacos y checoslovacos, habían huído hacia Berlín Occidental y la economía de la RDA se había convertido en un cubo de Rubik monocolor. Es decir, inajustable. Y, como el orden internacional funcionaba sobre la base de la disuasión nuclear, ese conflicto podía romper el “equilibrio del terror” entre Washington y Moscú, con muy mal pronóstico para el planeta.
KENNEDY Y JRUSCHOV UNIDOS
En tal emergencia, la construcción del muro fue una necesidad estratégica, tan compartida como urgente. Según el Presidente de los EE.UU John F. Kennedy, su homólogo soviético Nikita Jrushov tendría que hacer algo para controlar el río de refugiados que corría hacia Berlín Occidental. Para encorajinarlo, admitía que él no podría intervenir “si se limita a hacer algo en Berlín Este”. Compartiendo esa apreciación, el senador William Fullbright había declarado no entender “por qué los alemanes orientales no cierran su frontera (pues) tienen derecho a ello”.
Jrushov estuvo de acuerdo. Desde su exuberancia había profetizado la derrota del capitalismo en el corto plazo, pero veía como la sangría de mano de obra que sufría la RDA podía gatillar una confrontación militar. Tal confrontación, a su vez, podía escalar hacia lo que los expertos llamaban “destrucción mutua asegurada”, con cual no habría victoria con sentido práctico. El Gran Jefe comunista indujo, entonces, la construcción del muro, para asegurar el control de las fronteras en la RDA: “Los alemanes orientales se verían animados por la solidez y fortaleza de su Estado”, escribió en sus Memorias.
Alberto Baltra, mi profesor de Economía Política en la Escuela de Derecho, expuso esa justificación del muro en un libro coyuntural de 1963 y le añadió un empate ideológico que gustó mucho a los comunistas de la época: “¿Acaso no es una dura muralla la que millones de padres encuentran para que sus hijos puedan ingresar a las escuelas, al liceo, el instituto técnico o la Universidad?”
DE LA NECESIDAD AL OPROBIO
Ergo, el muro no se construyó para crear una situación ominosa, sino para controlarla. Fue, en su origen, un Muro de la Necesidad, pero la Vergüenza vino un rato después. Es que, a partir de la apreciación geopolítica y estratégica mencionada, comenzó a decodificarse políticamente, como el símbolo por excelencia de la superioridad de Occidente. Y es que la estaban dando: contra el optimismo retórico del tosco Jruschov, daba una ventaja visible como una pirámide al mundo capitalista. Su sola existencia decía que el efecto-demostración de los mercados de Berlín Occidental era más peligroso para los alemanes orientales, que las ideas marxista-leninistas para los alemanes occidentales.
A la vergüenza contribuyó mucho el perfeccionismo disciplinario de los alemanes del Este. En el corto plazo convirtieron el muro primigenio en una tecnologizada estructura de seguridad y sus protocolos de control asignaron la pena de muerte a quienes trataran de sobrepasarlo. Como esa pena se aplicó con rigor, la metáfora de la RDA como una cárcel se impuso como una realidad sin paliativos.
Medio siglo después de su fin, el muro, aparece no sólo como el símbolo histórico de la división de Berlín, la competencia de las dos Alemanias y la bipolaridad del mundo de la Guerra Fría. También luce como el punto inicial de la victoria de los Estados Unidos y de las economías libres, en esa guerra. Un fenómeno para analizar más allá de las simplezas ideológicas, poniendo distancia con nuestras emociones y aplicando la teutónica sabiduría de Goethe.
La reflexión se aplica, con provecho, al entendimiento contemporáneo del Muro de Berlín. En efecto, con su intempestivo derrumbe del 9 de noviembre de 1989, su historia quedó a oscuras y cualquiera hoy puede calificarlo como el Muro de la Vergüenza desde siempre. Corolario inevitable: ¡qué brutos los dirigentes de la RDA, cómo se les ocurrió tamaño estropicio político!
Sin embargo, cuando apareció el Muro, el 13 de agosto de 1961, el mundo no lo demonizó y, más bien, lanzó un suspiro de alivio. La Guerra Fría se estaba calentando y la explosividad de Berlín dividido tenía a todos al borde de la cornisa. Tres millones de alemanes orientales, mezclados con algunos miles de polacos y checoslovacos, habían huído hacia Berlín Occidental y la economía de la RDA se había convertido en un cubo de Rubik monocolor. Es decir, inajustable. Y, como el orden internacional funcionaba sobre la base de la disuasión nuclear, ese conflicto podía romper el “equilibrio del terror” entre Washington y Moscú, con muy mal pronóstico para el planeta.
KENNEDY Y JRUSCHOV UNIDOS
En tal emergencia, la construcción del muro fue una necesidad estratégica, tan compartida como urgente. Según el Presidente de los EE.UU John F. Kennedy, su homólogo soviético Nikita Jrushov tendría que hacer algo para controlar el río de refugiados que corría hacia Berlín Occidental. Para encorajinarlo, admitía que él no podría intervenir “si se limita a hacer algo en Berlín Este”. Compartiendo esa apreciación, el senador William Fullbright había declarado no entender “por qué los alemanes orientales no cierran su frontera (pues) tienen derecho a ello”.
Jrushov estuvo de acuerdo. Desde su exuberancia había profetizado la derrota del capitalismo en el corto plazo, pero veía como la sangría de mano de obra que sufría la RDA podía gatillar una confrontación militar. Tal confrontación, a su vez, podía escalar hacia lo que los expertos llamaban “destrucción mutua asegurada”, con cual no habría victoria con sentido práctico. El Gran Jefe comunista indujo, entonces, la construcción del muro, para asegurar el control de las fronteras en la RDA: “Los alemanes orientales se verían animados por la solidez y fortaleza de su Estado”, escribió en sus Memorias.
Alberto Baltra, mi profesor de Economía Política en la Escuela de Derecho, expuso esa justificación del muro en un libro coyuntural de 1963 y le añadió un empate ideológico que gustó mucho a los comunistas de la época: “¿Acaso no es una dura muralla la que millones de padres encuentran para que sus hijos puedan ingresar a las escuelas, al liceo, el instituto técnico o la Universidad?”
DE LA NECESIDAD AL OPROBIO
Ergo, el muro no se construyó para crear una situación ominosa, sino para controlarla. Fue, en su origen, un Muro de la Necesidad, pero la Vergüenza vino un rato después. Es que, a partir de la apreciación geopolítica y estratégica mencionada, comenzó a decodificarse políticamente, como el símbolo por excelencia de la superioridad de Occidente. Y es que la estaban dando: contra el optimismo retórico del tosco Jruschov, daba una ventaja visible como una pirámide al mundo capitalista. Su sola existencia decía que el efecto-demostración de los mercados de Berlín Occidental era más peligroso para los alemanes orientales, que las ideas marxista-leninistas para los alemanes occidentales.
A la vergüenza contribuyó mucho el perfeccionismo disciplinario de los alemanes del Este. En el corto plazo convirtieron el muro primigenio en una tecnologizada estructura de seguridad y sus protocolos de control asignaron la pena de muerte a quienes trataran de sobrepasarlo. Como esa pena se aplicó con rigor, la metáfora de la RDA como una cárcel se impuso como una realidad sin paliativos.
Medio siglo después de su fin, el muro, aparece no sólo como el símbolo histórico de la división de Berlín, la competencia de las dos Alemanias y la bipolaridad del mundo de la Guerra Fría. También luce como el punto inicial de la victoria de los Estados Unidos y de las economías libres, en esa guerra. Un fenómeno para analizar más allá de las simplezas ideológicas, poniendo distancia con nuestras emociones y aplicando la teutónica sabiduría de Goethe.