Bitácora

LO MUCHO QUE OLVIDAMOS TRAS EL GOLPE DE PINOCHET. APUNTES PARA UNA MEMORIA

José Rodríguez Elizondo

A fines de los años 80 los chilenos iniciamos una transición a la democracia, que fue complicadísima, pero bastante eficiente. La mantención de Pinochet a la cabeza del Ejército explicó muchas imposibilidades, pero no todas. Algunas muy importantes, quizas decisivas, quedaron en el tintero oculto de la historia.




Si Napoleón pudiera ver en qué estamos, tras casi medio siglo del golpe de 1973, seguro nos aplicaría su famoso dictum sobre los Borbones. Los chilenos, diría, no han olvidado nada, pero tampoco han aprendido nada.

Es que la política que estamos haciendo y sufriendo se parece demasiado a la que nos llevó a esa crisis terminal. La similitud se concentra en el comportamiento de los partidos políticos que, ensimismados en sus juegos de poder, vuelven a subordinar el interés nacional y se sienten más cómodos en los juegos de suma cero que en los de ganancias compartidas. 

Entonces, ese antijuego terminó con el propio sistema político, abriendo paso a la supremacía del subsistema militar. Las derechas republicanas, con líderes como Francisco Bulnes Sanfuentes, mutaron en derechas subversivas, lideradas por Sergio Onofre Jarpa. La Democracia Cristiana tras dos escisiones que enrumbaron a la Unidad Popular –el Mapu y la Izquierda Cristiana- estaba tensionada entre los resignados al golpe, con Eduardo Frei Montalva y Patricio Aylwin y los contrarios a cualquier tipo de intervención militar, con Radomiro Tomic, Bernardo Leighton y Renán Fuentealba a la cabeza. La Unidad Popular, más que una coalición de gobierno, era un logo sólo para uso externo. El Partido Radical y el Mapu se habían dividido. La Juventud Radical se agregó el redundante adjetivo “Revolucionaria”, para autonomizarse. El Partido Socialista mostraba agrupamientos polimorfos, bajo la dirección de Carlos Altamirano, partidario del “enfrentamiento inevitable”. Los comunistas se mostraban consistentes en su apoyo a Allende, pero no renunciaban a su ortodoxia marxista-leninista –la dictadura proletaria-, que era como borrar con el codo lo que escribían con su práctica. En ese mar de fondo, emergían grupos antisistémicos, de izquierdas y derechas, con tanto protagonismo como el MIR y Patria y Libertad.

EL ERROR DE LOS OTROS

Tras el golpe la derecha política se fue a su casa y a sus empresas, mientras se desataba una producción cuantiosa de debates polémicos, en la Unidad Popular y en la Democracia Cristiana, Sus protagonistas fueron los dirigentes en el exilio, la clandestinidad o la disidencia y sus temas se concentraban en recusar el error de los otros.

La autocrítica sin eufemismos -el golpe en el pecho propio- fue una excepción. Ahí estuvo el democratacristiano Fuentealba: “Tengo que luchar porque no regresen los partidos políticos con sus mismos vicios y errores, porque los viejos políticos tengamos la generosidad de abrir el camino a hombres nuevos, limpios, no comprometidos”. Jaime Castillo Velasco, pensador emblemático del mismo partido, llegó a conclusiones semejantes.  En 1982 pude interrogarlo como periodista, sobre la terquedad con que los dirigentes seguían apernados y me respondió que debían “buscar de nuevo su representatividad, sin presuponer que los que fueron grandes el 70 siguen siéndolo”. En esa línea estuvo la mismísima Tencha Bussi, Quizás recordando las últimas palabras de Allende  –“superarán otros hombres este momento gris y amargo”-, pidió abrir el espacio a las nuevas generaciones: “pido a los políticos chilenos que dejen a un lado sus pretensiones y demandas, para que dejen paso a nueva gente, que es la que debe asumir la dirección del país”.
  
CATARSIS DE LOS INTELECTUALES

En la base militante, sobre todo en los intelectuales, la autocrítica fue descarnada y se convirtió en catarsis pública. Era su oportunidad  para que los dirigentes, en vez de utilizarlos, los  escucharan. José Antonio Viera-Gallo, mapucista a la sazón, dio la pauta cofundando la revista Chile-América y abriéndola a un debate respetuoso, pero sin concesiones. Ahí criticó la falta de iniciativa y de coherencia política de los dirigentes establecidos, acusándolos porque su acción se mueve “en el estrecho círculo de la denuncia y se alimenta de un lenguaje sectario”.

El fenómeno fue particularmente notorio en el Partido Comunista, pues implicó sobrepasar el “centralismo democrático”. Para el sociólogo Luis Razeto, los partidos políticos “tienen que comprender que se espera de ellos una modernización de sus criterios, una democratización de sus estructuras internas y una profunda renovación espiritual e intelectual de sus dirigentes”. Reprendido por no haber discutido antes su texto con la dirigencia, Razeto presentó su renuncia al partido. Más sanguíneo –y más previsor- fue el médico Alfonso González Dagnino, quien formuló su crítica envuelta en su dimisión: “Es una desvergüenza que haya directivas que, involucradas en la hecatombe de 1973, aún no hayan renunciado”. El más prolijo fue Sergio Vuskovic, profesor de filosofía y ex alcalde de Valparaíso, quien  criticó “el uso y abuso de la censura”, el “no reconocer los errores cometidos” y la mantención en sus cargos de “los mismos dirigentes (…) por décadas o aún por más de medio siglo”. Agregó una advertencia con sabor a noticia en desarrollo: “la necesidad de reivindicar la validez de la política, para que recupere la credibilidad ante una parte importante de la opinión pública”.

LOS INCORREGIBLES

Un salto en el tiempo nos muestra un sistema actual de partidos tan lamentable como el descrito, aunque sin la coartada de un proceso revolucionario, en el marco de la guerra fría y bajo la amenaza de un enfrentamiento con sangre.

En parte es un remake anunciado, pues los partidos prohibidos iniciaron la transición con los mismos dirigentes de 1973, sin sus intelectuales molestosos y con una fractura sociológica en el medio: no tenían las juventudes políticas de antaño. Estas habían envejecido o desaparecido en la lucha contra la dictadura. Los partidos de derechas, por su lado, nacieron desde la misma dictadura y, por tanto, con un vacío en la memoria democrática. Por lo demás, no tenían mucha vocación por el manejo de “la Cosa Pública”.

Por excepción hubo viejos dirigentes, como Jarpa, que se resignaron al trabajo real, dejando el espacio a los nuevos políticos de las derechas. O como  Altamirano, quien fue capaz de la más real de las autocríticas: la renuncia efectiva al protagonismo político. Y también hubo un Aylwin que acumuló la sabiduría y la humildad necesarias para reconstruir la democracia, mientras tragaba los sapos que le servía Pinochet desde el Ejército. Pero, por lo general, el escarmiento de los dirigentes profesionales del pasado no mutó en cultura política de calidad, ni en la forja de generaciones de reemplazo. En su mayoría, fueron derrotados por la concupiscencia del poder recuperado.

De ahí que la Concertación, pese a su éxito con Aylwin, Frei Ruiz-Tagle y Lagos, fuera derrotada en el mediano plazo por Sebastián Piñera y luego reemplazada por  la Nueva Mayoría. La misma que hoy  se encuentra dividida, con una relación deteriorada con los militares (incluído el del “nunca más”) y agotando su habilidad en la necesidad de sobrevivir. Esto significa, en lo inmediato, impedir una segunda victoria de Piñera.

El retorno borbónico está culminando, de este modo, con una sublimada pero muy genuina crisis terminal. 

José Rodríguez Elizondo
| Martes, 12 de Septiembre 2017
| Comentarios