Publicado en El Mercurio 28.1.2017
Diversos artículos y cartas en este diario han planteado el tema de la relación civil-militar, en su versión actual. Sin embargo, para una mejor comprensión del presente, habría que recordar cómo reaccionaron, después del 11 de septiembre de 1973, los intelectuales de izquierda –militantes o no, disidentes o del exilio-, cuando percibieron la magnitud del tema que no habían estudiado.
Dado que se abocaron a esa asignatura pendiente con la mente abierta, todos comenzaron admitiendo que la dogmática marxista-leninista era de un simplismo insostenible. Las FF.AA modernas, en cuanto organizaciones sofisticadas y altamente tecnificadas, eran irreductibles a la instrumentalización clasista de los manuales. Pretender dividirlas y derrotarlas sobre esa base, como incitaba Fidel Castro, suponía una homologación espuria: la de un ejército sesquicentenario y con veteranía de guerra, con un ejército como el de Fulgencio Batista, corrupto, sin solera y sin moral de combate.
Mucho ayudó a la riqueza del debate la paralela emergencia del eurocomunismo. Sus tesis “revisionistas” (inspiradas en la experiencia de Chile), que rompían con la dictadura del proletariado y valoraban el pluralismo de la democracia, fueron un gran estímulo para un nuevo enfoque. También fue funcional el aporte de los militares chilenos del exilio y el diálogo con los intelectuales realistas del campo socialista. Entre estos destacaba el historiador Manfred Kossok, de la Universidad Karl Marx de Leipzig, para quien los militares disfrutaban de una “autonomía social relativa”.
En el corto plazo, los nuevos analistas influyeron tanto en la renovación como en la división de los socialistas. Compartiendo sus descubrimientos, los dirigentes renovados actualizaron el legado institucionalista de Allende y valoraron la política militar de los gobiernos socialistas de España y Portugal, con Felipe González y Mario Soares a la cabeza. En paralelo, comenzaron a entender que, para recuperar la democracia, tendrían que dialogar y entenderse no con nuevos militares, sino con los militares realmente existentes. Los otros dirigentes se mantuvieron críticos al legado de Allende y se proyectaron en la línea del “enfrentamiento armado inevitable”. Según ellos, la dictadura sólo caería por la fuerza lo cual, paradójicamente, dejaría a Chile más cerca que antes de la revolución socialista. En esto, obviamente, se sentían mejor interpretados por Castro que por González y Soares.
En cuanto a los comunistas, sus estudiosos chocaron de inmediato con “revelaciones” sorprendentes producidas en Moscú. Leonid Breznev, tras haber defendido la vía institucional de Allende, les reveló que la Unidad Popular no había sabido defenderse. El golpe, dijo, “pilló desprevenida a la revolución chilena”. Sus ideólogos orgánicos explicaron tamaña distracción por la falta de preparación militar propia. El analista castrense Anatoli Shulgovski dio pistas casi surrealistas, sugiriendo que el problema estuvo en que los uniformados chilenos no se parecían a los peruanos. A su juicio, éstos ya no eran “baluarte de las clases dominantes” y, por eso, exigir que volvieran a sus cuarteles resultaba “una consigna provocadora”.
Es que, aunque a regañadientes, la dirigencia soviética se había volcado hacia las posiciones de Castro. El legendario agente secreto Iosif Grigulevich dio una clara señal a un interlocutor chileno: “loco será Fidel, pero supo defender su revolución”. Como efecto inmediato hubo discrepancias serias en la cúpula del Partido Comunista y deserciones importantes en su hasta entonces rico sector intelectual. Pero, en definitiva, los dirigentes se mantuvieron en la fe soviética, se marginaron de la renovación con que los tentaba el eurocomunismo e iniciaron contactos operacionales con Castro. En esta línea aprobarían una línea militar propia, con cuadros formados en Cuba y otros países del campo socialista.
El proceso dejó un corpus intelectual riquísimo, expresado en innumerables libros, revistas, tesis, papers y seminarios, producidos en distintos lugares del planeta y con la participación eventual (y enriquecedora) de militares chilenos exiliados. Entre otros temas, en esa producción se reconocían las especificidades de la vida militar; se llamaba a distinguir entre la impunidad, la revancha y la necesidad de hacer justicia en materia de derechos humanos; se postulaba la inserción castrense en la sociedad (fin del “compartimento estanco”) y se convocaba a dialogar con los militares que quisieran dialogar, con énfasis en los temas estratégicos y de política exterior.
Fueron trabajos que mostraron el otro lado del espejo de la relación civil-militar y su espíritu podría sintetizarse en un perceptivo hallazgo del destacado sociólogo Augusto Varas: “En la medida que la civilidad aleja a los militares de los problemas públicos, ella misma termina automarginada de las materias castrenses”.
Parte de ese material fue captado, con fines policiales, por los servicios de inteligencia de Pinochet. Pero también fue asumido por los militares que, sin perjuicio de la verticalidad del mando, buscaban una salida democrática a la dictadura.
Diversos artículos y cartas en este diario han planteado el tema de la relación civil-militar, en su versión actual. Sin embargo, para una mejor comprensión del presente, habría que recordar cómo reaccionaron, después del 11 de septiembre de 1973, los intelectuales de izquierda –militantes o no, disidentes o del exilio-, cuando percibieron la magnitud del tema que no habían estudiado.
Dado que se abocaron a esa asignatura pendiente con la mente abierta, todos comenzaron admitiendo que la dogmática marxista-leninista era de un simplismo insostenible. Las FF.AA modernas, en cuanto organizaciones sofisticadas y altamente tecnificadas, eran irreductibles a la instrumentalización clasista de los manuales. Pretender dividirlas y derrotarlas sobre esa base, como incitaba Fidel Castro, suponía una homologación espuria: la de un ejército sesquicentenario y con veteranía de guerra, con un ejército como el de Fulgencio Batista, corrupto, sin solera y sin moral de combate.
Mucho ayudó a la riqueza del debate la paralela emergencia del eurocomunismo. Sus tesis “revisionistas” (inspiradas en la experiencia de Chile), que rompían con la dictadura del proletariado y valoraban el pluralismo de la democracia, fueron un gran estímulo para un nuevo enfoque. También fue funcional el aporte de los militares chilenos del exilio y el diálogo con los intelectuales realistas del campo socialista. Entre estos destacaba el historiador Manfred Kossok, de la Universidad Karl Marx de Leipzig, para quien los militares disfrutaban de una “autonomía social relativa”.
En el corto plazo, los nuevos analistas influyeron tanto en la renovación como en la división de los socialistas. Compartiendo sus descubrimientos, los dirigentes renovados actualizaron el legado institucionalista de Allende y valoraron la política militar de los gobiernos socialistas de España y Portugal, con Felipe González y Mario Soares a la cabeza. En paralelo, comenzaron a entender que, para recuperar la democracia, tendrían que dialogar y entenderse no con nuevos militares, sino con los militares realmente existentes. Los otros dirigentes se mantuvieron críticos al legado de Allende y se proyectaron en la línea del “enfrentamiento armado inevitable”. Según ellos, la dictadura sólo caería por la fuerza lo cual, paradójicamente, dejaría a Chile más cerca que antes de la revolución socialista. En esto, obviamente, se sentían mejor interpretados por Castro que por González y Soares.
En cuanto a los comunistas, sus estudiosos chocaron de inmediato con “revelaciones” sorprendentes producidas en Moscú. Leonid Breznev, tras haber defendido la vía institucional de Allende, les reveló que la Unidad Popular no había sabido defenderse. El golpe, dijo, “pilló desprevenida a la revolución chilena”. Sus ideólogos orgánicos explicaron tamaña distracción por la falta de preparación militar propia. El analista castrense Anatoli Shulgovski dio pistas casi surrealistas, sugiriendo que el problema estuvo en que los uniformados chilenos no se parecían a los peruanos. A su juicio, éstos ya no eran “baluarte de las clases dominantes” y, por eso, exigir que volvieran a sus cuarteles resultaba “una consigna provocadora”.
Es que, aunque a regañadientes, la dirigencia soviética se había volcado hacia las posiciones de Castro. El legendario agente secreto Iosif Grigulevich dio una clara señal a un interlocutor chileno: “loco será Fidel, pero supo defender su revolución”. Como efecto inmediato hubo discrepancias serias en la cúpula del Partido Comunista y deserciones importantes en su hasta entonces rico sector intelectual. Pero, en definitiva, los dirigentes se mantuvieron en la fe soviética, se marginaron de la renovación con que los tentaba el eurocomunismo e iniciaron contactos operacionales con Castro. En esta línea aprobarían una línea militar propia, con cuadros formados en Cuba y otros países del campo socialista.
El proceso dejó un corpus intelectual riquísimo, expresado en innumerables libros, revistas, tesis, papers y seminarios, producidos en distintos lugares del planeta y con la participación eventual (y enriquecedora) de militares chilenos exiliados. Entre otros temas, en esa producción se reconocían las especificidades de la vida militar; se llamaba a distinguir entre la impunidad, la revancha y la necesidad de hacer justicia en materia de derechos humanos; se postulaba la inserción castrense en la sociedad (fin del “compartimento estanco”) y se convocaba a dialogar con los militares que quisieran dialogar, con énfasis en los temas estratégicos y de política exterior.
Fueron trabajos que mostraron el otro lado del espejo de la relación civil-militar y su espíritu podría sintetizarse en un perceptivo hallazgo del destacado sociólogo Augusto Varas: “En la medida que la civilidad aleja a los militares de los problemas públicos, ella misma termina automarginada de las materias castrenses”.
Parte de ese material fue captado, con fines policiales, por los servicios de inteligencia de Pinochet. Pero también fue asumido por los militares que, sin perjuicio de la verticalidad del mando, buscaban una salida democrática a la dictadura.